19 abril 2014

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21 marzo 2014

Después del referéndum de Crimea


Un 96 por ciento de los habitantes de Crimea votaron integrarse a Rusia. Washington descartó una acción militar y Bruselas pondrá tibias sanciones a Moscú. Las autoridades de Kiev resignan la estratégica península pero prometen amplia autonomía al sudeste rusófilo de Ucrania, que consideran el próximo objetivo de Putin.

Por Roberto López Belloso

Las puertas doradas de la sala del trono se abren y entran los soldados a paso de ganso. Las banderas incluyen, como siempre, la del águila bicéfala. En el auditorio esperan los boyardos. Todo está listo para el ingreso a escena del zar de todas las Rusias. Después de la firma del decreto de ese día, la palabra “todas” incluirá una más: Crimea. El que se coloca en el centro de todo ese boato es el nieto del cocinero. Milagro de un país que mandó la familia real a la tapia de fusilamiento pero nunca cortó la vocación de potencia global (salvo el confuso interregno de Mijail Gorbachov y la alegre despreocupación etílica de Boris Yeltsin). Vladimir Putin, que hace dos semanas había dicho que no se anexionaría Crimea, pero a la vez había aclarado, con dualidad de estadista, que respetaría la voluntad democrática de sus habitantes, comienza su discurso.
Se lo ve cómodo en su papel, detrás de un atril blanco, con un fondo también blanco en el que destacan los candelabros y las cortinas doradas. No es seguro que hayan llegado a sus oídos muchas de las historias de su abuelo, cocinero de Lenin primero y de Stalin después. Su padre, tripulante de submarinos que perdió a su hijo mayor por enfermedad y a su hijo del medio en el bloqueo a Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, no ha de haber sido la mejor correa de transmisión para este hijo tardío que luego de una adolescencia problemática se enroló en el KGB. Pero los años en el poder jugando al enroque con el hoy primer ministro Dmitri Medvédev alcanzan para sentirse como en casa en un escenario de este tipo.
Un día antes, en las calles de Crimea la pompa no había sido zarista, sino bolchevique. Al pie de una estatua de Lenin, el flamante primer ministro de la flamante república de Crimea, festejaba el resultado del referéndum de separación de Ucrania celebrado el domingo 16. “Volvemos a casa”, le decía a una multitud.
En Kiev, mientras tanto, el gobierno provisorio pone los ojos en evitar que el sudeste, mayoritariamente rusófilo, siga los pasos de la península del Mar Negro. Ahora el que habla es el primer ministro ucraniano, Arseni Yatseniuk. Pasa del idioma ucraniano al ruso y dice que “con el fin de preservar la unidad y la soberanía de Ucrania”, el Gobierno de Kiev está dispuesto a conceder “la máxima amplitud de poderes” a las regiones del este. El analista Timothy Garton Ash anota que esas medidas incluyen, entre otras cosas, dar a las ciudades el derecho a tener sus propios cuerpos de policía y tomar sus propias decisiones en materia de educación y cultura.
Varios telespectadores sueltan improperios frente al televisor. Tanta apertura y generosidad les resulta contradictoria con la presencia de bandas fascistas en la multitud que llevó a Yatseniuk al poder provisorio. Pero a fin de cuentas, ¿qué otra cosa puede hacer Yatseniuk? A corto plazo tiene unas elecciones que ganar el 25 de mayo. Con una coalición europeísta dividida, debe granjearse algunos votos del antiguo partido de las regiones (aliado de Putin y paradojalmente debilitado por la decisión de Putin de favorecer la salida de Crimea, lo que le quita un millón de votos al futuro candidato rusófilo al gobierno de Ucrania). Y a mediano plazo Yatseniuk tiene que evitar de cualquier modo que surjan disturbios en el sudeste que puedan ser tomados como motivo para una entrada de tropas rusas más allá de las fronteras de Crimea. Por eso es importante lo de los cuerpos de policía propios, para que los rusófilos no se sientan indefensos ante las bandas fascistas que semanas antes parasitaron las manifestaciones europeístas de Maidán. Contrariamente a lo que ocurre en estos puertos, la palabra cultura no aparece en las promesas como un asunto meramente decorativo. Aunque las promesas luego resulten falsas. Para entenderlo a cabalidad es necesario volver a Putin y su discurso desde la sala del trono.

LA BODA. Luego de dar los datos duros del referéndum del domingo 16 (participación del 82 por ciento del electorado y un 96 por ciento de los votos a favor de pasar a formar parte de Rusia) Putin recuerda que fue en Crimea donde el príncipe Vladimir fue bautizado y aceptó el cristianismo. Se refiere a un hecho ocurrido en el lejano 988, cuando Vladímir el Grande conquistó con sus poco civilizadas huestes una fortaleza bizantina ubicada en la ya estratégica península. Al no haber manera de desalojarlo por las armas, se intentó la vía diplomática. El John Kerry del momento, enviado por un Basilio II que, al contrario de Barack Obama, dirigía un imperio en el apogeo de su poder, amenazó con sanciones. La partida estaba en tablas así que Vladimir jugó su carta: dejará la ciudad-fortaleza que había tomado, Quersoneso, si le entregan en matrimonio a la hermana del emperador. Kerry no tuvo que hacer mayor esfuerzo para imaginar el horror que tan bárbara perspectiva inspiraría en la princesa Ana Porfirogéneta. En un giro maestro, puso una condición que cambiaría la historia del mundo eslavo. El matrimonio sólo podría realizarse si Vladimir se bautizaba y abrazaba el cristianismo. Fue el comienzo de la cristianización de la Rusia de Kiev. Más de mil años después, aquella boda arreglada sigue demostando su fertilidad. La Crimea que decidió el domingo unirse a Rusia es el bocado más apetecible del disputado pastel ucraniano. Ahí viven sólo dos de los cincuenta millones de habitantes que hasta el sábado formaban la población de Ucrania, pero tienen una situación privilegiada. Su Producto Bruto Interno (PBI) per cápita es de 3882 euros: mil euros más que el promedio de su ex país. Su tasa de desempleo es del 5,8 por ciento mientras que Ucrania tiene el siete y medio. Posee, como cereza en la torta, la base de la flota rusa del Mar Negro.
Al presentar al nuevo integrante de la Federación Rusa, Putin no lo hace como si le hubiera quitado algo a alguien. Lo naturaliza como parte de un espacio común. Un espacio que nace en aquella cristianización que comienza con la boda del 988, y que “predetermina la base general de la cultura, la civilización y los valores humanos que unen a los pueblos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia”. Algo que debe de haber preocupado a las nuevas autoridades de Kiev, surgidas de las manifestaciones que el 19 de febrero hicieron huir al que era presidente de Ucrania, el pro ruso Victor Yanukovitch. ¿Esa referencia a los tres territorios que forman parte de una unidad, quiere decir que Putin no se contentará con Crimea? Occidente no lo sabe.

LA SEPARACIÓN. “No hemos sabido leer el alma de este hombre” había dicho, palabras más palabras menos, Obama sobre su par ruso luego del estallido de la crisis ucraniana. Una escalada de pésimas decisiones en las que los ucranianos pro occidentales que se oponían a un gobierno legal pero corrupto como el de Yanukovitch, se aliaron con fuerzas neonazis para derrocarlo. Estados Unidos y Europa no midieron su política de alianzas y abrieron un espacio de enfrentamiento con Rusia. Vladimir Putin envió sus tropas a la frontera, hizo que algunas ingresaran en territorio entonces ucraniano sin insignias que las identificaran, y aprovechó el río revuelto para dar respaldo militar a los deseos rusófilos de los crimeos. Como resultado de ese conjunto de sucesos, el acercamineto de Washington con Moscú de inicios de la administración Obama, cuando la canciller todavía era Hillary Clinton, volvió a cero. No lo supieron leer, pero lo intentaron. Cada año el Pentágono gasta 300 mil dólares en un estudio del lenguaje corporal de los líderes mundiales. Vladimir Putin ha sido uno de los centros de esa investigación. El vocero de prensa del Pentágono dijo a principios de marzo a The Wall Street Journal, que el ministro de Defensa Chuck Hagel nunca leyó esos reportes que son elaborados por una usina de pensamiento que funciona dentro del edificio de cinco lados pero que se conduce de manera académicamente independiente por un excéntrico Andrew Marshall, a quien el Pentágono considera “un pensador que se sale de los esquemas habituales y al que le gusta estudiar todo tipo de cosas”.
Si Hagel lo hubiera leído, habría obtenido alguna pista de una relación barranca abajo. Con el diario del lunes a la vista y escribiendo, a la vez, el diario del lunes 17, Adam Taylor publicó en The Washington Post un seguimiento de nueve fotografías tomadas entre 2008 y 2014 en las que puede verse dicho deterioro. O al menos la interpretación que los editores gráficos de los medios hacían del mismo. El Post se limita a la relación Moscú-Washington. De haber ampliado el foco debería haber incluido la célebre secuencia de 2007 cuando Putin recibió a su par alemana Ángela Merkel en la luego olímpica Sochi y, a sabiendas de la fobia de Merkel a los perros, dejó suelto a su labrador negro que olfateaba a la aterrada visitante mientras Putin miraba complacido con gesto de patán de barrio. “Así se trata al imperialismo”, dirían en las calles de Jarkov.
Ya que no supo leerlo a tiempo, y tampoco evitar que diera la bienvenida a Crimea, Obama al menos intenta contenerlo en los límites actuales. Polonia y los países bálticos ya han dicho, tal vez con un exceso de paranoia, que temen que el Kremlin quiera volver a las viejas fronteras de la URSS. Como herramientas sólo cuenta con las sanciones (Obama aclaró que “no vamos a meternos en una expedición militar en Ucrania. No sería apropiado para nosotros y tampoco sería bueno para Ucrania”) y para las sanciones casi que sólo cuenta consigo mismo (ayer jueves 20 el diario El Mundo, de España, publicó que “los líderes europeos no activarán un bloqueo energético ni medidas comerciales, pero aumentarán la lista de personalidades con prohibición de viajar a la Unión Europea”).
Como sólo le queda subir la voz, Estados Unidos no ha cesado de calificar de ilegal e ilegítimo el referéndum de Crimea, de llamar al orden a Putin y de listar los foros internacionales de los que sería excluido de no dar marcha atrás.
Para defenderse, Rusia ha insistido en su tesis del malo y el peor. Desde la cancillería, ubicada en uno de los rascacielos moscovitas conocidos como “las siete hermanas de Stalin”, el portavoz Alexander Lukashevich postuló que "Estados Unidos no tiene y no puede tener un derecho moral para predicar sobre el respeto a las leyes internacionales y la soberanía de otras naciones", citando los ejemplos de "los bombardeos de la antigua Yugoslavia o la intrusión en Irak utilizando una causa falsificada".
Desde París, donde se encuentra en visita oficial, y antes de ser recibida por el mandatario francés Francois Hollande, la presidente argentina Cristina Fernández apoyó la postura emanada de la Plaza Smolenskaya. En declaraciones recogidas por la cadena RT, Fernández expresó: “No se puede estar de acuerdo con la integridad territorial en Crimea y estar en desacuerdo con la integridad territorial con las Malvinas en Argentina. O estamos de acuerdo con todas las integraciones territoriales y el respeto a la soberanía de todos los países y a la historia de los países… respetamos los mismos principios para todos o realmente vivimos en un mundo donde no hay derecho, donde no hay respeto a lo que decimos, sino fundamentalmente prima la relación del más fuerte”. Añadiendo que “si carece de valor el referéndum de Crimea a pocos kilómetros de Rusia, mucho menos (sic) uno de una colonia a 13.000 km de distancia”.
EN EL FRENTE ORIENTAL. Mientras las miradas estaban colocadas en la ceremonia del ingreso de Crimea a la Federación Rusa, en la segunda ciudad de Ucrania, Jarkov, una manifestación rizaba un poco más el rizo de la rusofilia. Esa ciudad del este ucraniano, mayoritariamente habitada por hablantes de ruso, ya no pedía volver al seno de la madre Rusia. “Nuestra patria es la URSS”, reclamaba la pancarta principal de la demostración.
Habían pasado casi 23 años desde la disolución de la Unión Soviética (URSS) ocurrida en diciembre de 1991, y exactamente 23 años desde el referéndum olvidado. El 17 de marzo de 1991 los ciudadanos soviéticos debieron contestar una pregunta simple: “¿Usted considera necesaria la preservación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como una federación renovada de repúblicas soberanas iguales en la que serán garantizados plenamente los derechos y la libertad de un individuo de cualquier nacionalidad?”. El 77,8 por ciento respondió afirmativamente. En Ucrania ese porcentaje fue algo menor: 70,8 por ciento.
Eran otros tiempos. Occidente era lo suficientemente fuerte como para desconocer un resultado democrático en una votación de 185 millones de personas, en el Kremlin estaba el vacilante Mijail Gorbachov y la URSS era un gigante que se caía por su propio peso de ineficiencia y atraso económico. Hoy Washington está haciendo malabarismos para evitar los efectos de un referéndum de poco más de un millón de sufragios y en el despacho con vistas a la Plaza Roja está Vladimir Putin. ¿Y Rusia? Rusia es de nuevo un actor global preponderante y prepotente aunque su PBI, como se ha hecho notar recientemente en más de un artículo, esté lejos de su “destino manifiesto” y apenas se equipare al de la cascoteada Italia. Claro, mantiene el arsenal nuclear.
Las manifestaciones que ocurren en Járkov no pueden ser descartadas como un emergente de la nostalgia por la URSS que de tanto en tanto rebrota en el antiguo país. En un artículo publicado ayer jueves en El País de Madrid, Timothy Garton Ash, alineado sin complejos con Occidente, expresaba: “Acuérdense de algo fundamental: el problema es toda Ucrania, no solo Crimea. Vladímir Putin lo sabe. Los ucranios lo saben. Y nosotros no debemos olvidarlo. Ni nosotros ni el Gobierno ucranio podemos hacer nada para que recupere el control de Crimea. Ahora se trata de luchar por el este de Ucrania”.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 21 de marzo de 2014)

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11 octubre 2013

Võ Nguyên Giáp (1911-2013)


Dien Bien Phu, considerada en su momento la mayor batalla desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, marcó el derrumbe de la Indochina francesa y ejemplificó la ineficacia del mando colonial que se jugó la vida de sus hombres y las perdió casi todas. Un mando sintetizado en la figura del coronel Christian de la Croix de Castries, que bautizaba las colinas del campo de batalla con los nombres de sus amantes parisinas. Nombrar es poseer, pensaba. Así fue que entre el 13 de marzo y el 7 de mayo de 1954, Gabrielle, Anne Marie, Beatrice, Eliane, Dominique, Huguette y Claudine fueron cayendo una tras otra en manos del Viet Minh.

En el Museo de la Revolución, en Hanoi, está la foto en la que este heredero de una familia noble que desde el siglo xiv le dio a Francia varios marqueses y algunos usureros, quedó inmortalizado en el momento de su rendición. Caminando gallardo con un bastón, con una media sonrisa en la cara, como si en su liviandad no supiera que estaba rindiendo algo más que las colinas que supuso haber nombrado. La misma división 308 del Viet Minh que lideró el ataque final en Dien Bien Phu, sería la que entraría en Hanoi cinco meses más tarde.

La exhibición del museo no se ocupa de Castries más allá de esa fotografía, pero debería hacerlo. Ocuparse de Castries, narrar la incorpórea levedad de Castries, mostrarlo en su carácter de holograma irreal, sería poner un filtro de contraste para revelar la estatura de Võ Nguyên Giáp, el jefe militar vietnamita.

No sé si nunca, probablemente haya ocurrido otras veces, pero digamos al menos que pocas veces como en Dien Bien Phu dos hombres tan diferentes se enfrentaron en una batalla decisiva. El Museo de la Revolución, sin embargo, evita nombrar a Giáp como el nombre principal en esa victoria. Los que la hicieron posible, se les dice a los visitantes de ese edificio ubicado a unos pasos de la Ópera –herencia colonial francesa–, fueron los que cargaron las toneladas de artillería en frágiles bicicletas que allí son la Mona Lisa del museo. Frágiles y hercúleas bicicletas tuneadas con bambú que zigzagueaban en las colinas para que las líneas trazadas en los mapas por Giáp no fueran sólo líneas sino cañones colocados en el lugar correcto para disparar sobre las efímeras trincheras de Castries.

Mientras Giáp estuvo vivo, Vietnam no llamó a ninguna ciudad con su nombre. Sin embargo cuando se dice Dien Bien Phu es como si se estuviera diciendo “la victoria de Giáp”. Por eso cuando se pronuncia el nombre de Giáp se acota siempre, como un atributo de ese nombre, “el estratega de Dien Bien Phu”.

Tenía 22 años cuando ingresó al Partido Comunista de Indochina y 28 cuando conoció a Ho Chi Minh. Era el tiempo de la lucha contra el colonialismo francés. No se trataba de un minué, precisamente. Los franceses asesinaron a su esposa, a su hijo recién nacido, a su padre y a su hermana. Giáp tenía algunas razones más que la ideológica para lograr a sangre y fuego su primera victoria en la Navidad de 1944. Lo había perdido todo y sabía que el precio que pedía a sus hombres lo había pagado él primero. Una de las críticas que ha recibido de los estudiosos de la táctica militar es la de no cuidar lo suficiente la vida de sus soldados. Lanzarlos en cargas casi suicidas contra un enemigo superior. Ocurrió en alguna de sus derrotas más dolorosas e incluso ocurrió en los primeros días de Dien Bien Phu, donde finalmente alcanzó su más resonante victoria. Es que nada fue un minué, precisamente.

Al morir el viernes pasado, se lo recordó con aquella máxima que está en varios de los carteles que se exhiben como reliquias en las galerías de arte de Hanoi, cuyas reproducciones pueden comprarse por pocos dólares en casi cualquier sitio del país. Esa frase, atribuida a Ho Chi Minh y que dice, cortante e implacable: “Victoria significa victoria”. Sin componendas. Sin maquillar un fracaso con la lectura positiva de sus frutos futuros. Sin detenerse en el costo. En uno de los carteles está Ho Chi Minh con un teléfono y al otro lado de la línea tres soldados de Vietnam del Norte. Uno lleva un arma, otro una bandera, el tercero un equipo de radio en el que recibe esa orden que impide retroceder. En otro cartel está escrita la misma frase, sólo que en la imagen aparece Giáp con el puño izquierdo en primer plano. El puño que aplastó a los franceses en Dien Bien Phu. A los japoneses en 1945. A los marines en la larga y dura “Guerra Americana”. Y a los chinos en 1979 cuando intentaron invadir Vietnam como castigo por la operación militar con la que Giáp liberó a Camboya del reino de terror de Pol Pot. Veinte mil hombres perdió el gigante chino antes de retirarse vencido de la frontera en la que había sido detenido por las tropas de reserva de Vietnam. Victorias y derrotas que fueron modelando el pensamiento militar vietnamita que Giáp sintetizó en un axioma: “Un ataque y un avance más lentos, pero más seguros (...) atacar para vencer, no atacar sino cuando se tiene la certeza de la victoria”. Sin olvidar que victoria significa victoria.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 11 de octubre de 2013)

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15 marzo 2013

Francisco de las Indias


Instantánea del fin del mundo (o de la ciudad de la India portuguesa donde se rinde culto al santo del que en un primer momento se pensó que tomó su nombre el flamante pontífice católico)

Por Roberto López Belloso

En el templo no cabe un cuerpo más. Lo de las almas es otra cosa. Por ellas habrá que preguntarse en otra parte. Por ejemplo en la pasiva que bordea una de las avenidas cercanas al río. Ahí, entre las columnatas, una aparición de sari violeta espera sentada en una silla de plástico blanco. Cuando se vuelve a mirar, ya no está. Pero si se deja de mirarla, se adivina su presencia con el rabillo del ojo.
Una cuadra más allá el Club Nacional ya no es el centro social de la flor y nata de las familias procedentes de la metrópoli. Ahora se ha reducido a una pequeña cantina en uno de los costados del edificio. La mayor parte de la enorme nave central –de altos cielorrasos y ventiladores de techo tropicales– está ocupada por una improvisada feria de ropa de segunda mano donde las mujeres indias revuelven la mercadería que se ofrece en grandes mesas de caballete por unas pocas rupias. En el pequeño rincón donde sobrevive la vieja cantina todas las mesas están vacías. En la cartelera las fotos de las recientes celebraciones. Tras el mostrador, un hombre de bigote negro y pelo entrecano parece proceder del mismo ámbito sobrenatural que la aparición del sari violeta.
Nada de extrañar. Esto es Goa, a fin de cuentas. Panjim, más concretamente. La ciudad cuya estatua principal es un cura hipnotista poniendo en trance a una joven acólita.
Tierra de vampiros, diría algún lector de José Agualusa, el escritor angoleño que con Un extraño en Goa “volvió a poner a Goa en el mapa literario europeo”, según la marquetinera contratapa de sus editores. En todo caso, un autor dueño de una prosa refrescante y a la vez profunda que no teme meterse con los fantasmas de los colonizadores a la hora de buscar cómo llegar al alma de los antiguos colonizados.
Tierra de vampiros, podría jurarse, sólo de pensar en lo que acaba de ocurrir con esa tienda de venta de antigüedades que ha desaparecido como por arte de magia de un día para el otro. Ayer estaba acá, en esta misma acera, apenas cruzando la calle desde el Club Nacional. El propietario no había dejado que ninguno de sus empleados atendiera al visitante. Se encargó él mismo de mostrarle las piezas de bronce en las que estaba interesado.
—¿Son artesanía local? –había sido la pregunta dictada por la ignorancia.
—No, vinieron de Uganda.
—¿De Uganda?
—Sí, las trajeron los portugueses que dejaron ese país cuando llegó al poder Idi Amín –explicó con gesto ceremonioso. Un gesto que enmarcado entre su barba de chivo y su alta polera negra sólo podía ser definido como transilvano.
Eran dos piezas de bronce. Una representaba un extraño animal, mitad jirafa, mitad otra cosa, montando a caballo. La otra era ese mismo animal, pero de pie, tocando un instrumento de viento. Veinte dólares cada una, tras mucho regateo. El visitante no se decidió y sólo llevó la ecuestre. Al otro día quiso volver por la otra pero el alma transilvana se había esfumado. Imposible dar de nuevo con la tienda aunque se contaba con la certeza de que se estaba en la calle y el lugar exactos.
Por eso lo incorpóreo es un asunto sobre el que no hay que decir nada definitivo en Goa. Sí puede decirse, entonces, que en el templo no cabe un cuerpo más.
Los que se han quedado afuera se sientan en los bordes exteriores de las ventanas y estiran el cuello para mirar hacia dentro. Algunos usan sus motos como plataforma. Es hora de la misa vespertina en esa pequeña iglesia blanca y celeste situada frente al correo.
Nada distinto a lo que ha de pasar en las decenas de pequeñas iglesias blancas que salpican la geografía de esa provincia de la India portuguesa. En sus tiempos los católicos eran el 70 por ciento de los fieles. Ahora son la mitad. Los seguidores de Shiva y Vishnu han ido ganado terreno en el medio siglo que ha transcurrido desde que los portugueses dejaron el lugar en 1961.
A sus espaldas dejaron la lengua –que aún hablan los más viejos y muchos de sus descendientes–, la religión exótica de un dios único en una India de miles de dioses, y su aporte al panteón incorpóreo de Goa: la leyenda de Francisco Xavier, el santo jesuita de quien ha tomado su nombre el flamante pontífice católico Francisco I.
Habrá que esperar hasta el año que viene para que sus restos vuelvan a abrirse a la devoción de los fieles, pero ahí están. En un pequeño ataúd de plata ubicado en la Basílica del Buen Jesús, una hermosa iglesia de ladrillo a la vista situada en pleno centro de Goa Velha. Para llegar desde Panjim se requiere recorrer apenas un puñado de quilómetros pero la escuálida y frágil camioneta de Vasco Fernández, que hace las veces de taxi, necesita de casi una hora. No es que maneje con lentitud. Vasco Fernández acelera cada vez que puede, aunque debe alternar sus tramos de velocidad con frenadas bruscas, bocinazos estridentes y adelantamientos en zigzag. Las carreteras de Goa, tan angostas que parece que no van a caber los dos vehículos que transitan sus dos carriles, son un asunto peligroso.
Al llegar a esa antigua capital, abandonada en favor de Panjim para que su población portuguesa escapara de las epidemias, lo que se ve es una aldea-yacimiento. Unas pocas casas habitadas y un gran número de iglesias. La principal es la del Buen Jesús. Adentro, dos mujeres indias se arrodillan delante de todos sus altares laterales. Dejan para el final el que tiene como atracción principal el ataúd de Francisco Xavier. El santo navarro cofundador de los jesuitas ha sido adoptado por los fieles de las Indias, no las falsas de Colón sino las verdaderas de Vasco da Gama. Punto más alto del mundo sacro goano, la devoción que se le profesa está más emparentada con lo mágico de la Edad Media que con este presente que ha quedado a las espaldas del aeropuerto de Panjim. Siempre se creyó que su cuerpo estaba incorrupto y por eso se lo exhibía para que los fieles pudieran verlo y hasta tocarlo. Pero todo lo corpóreo se disuelve con el tiempo y el santo-momia comenzó a descomponerse. Así que se lo ha cerrado a la vista y sólo se lo exhibe –menos que a medias– una vez cada diez años. La cabeza vampírea y las manos artrósicas, todo como salido de un filme de Murnau. Los pies minúsculos al final de un torso y unas piernas de las que se sabe que no queda nada aunque se lo oculte con una túnica labrada. No importa a sus fieles. Corrupto o no, se lo sigue venerando como si permaneciera incorruptible.
A la salida de la explanada de tierra y césped donde se encuentran las iglesias principales de Goa Velha, unos maderos horizontales separan a los visitantes de las personas que intentan vender algo o mendigar una moneda. Es apenas una divisoria simbólica y no debería detener a nadie ya que no se trata de una cerca hecha y derecha, pero su simbolismo ha de pesar ya que nadie la traspasa. Una mujer que ha permanecido callada y quieta, apoyada apenas en una especie de muleta única, se acerca a los pocos visitantes que dejan el área. Cuando compone el gesto para pedir limosna su boca se abre y se ven, diáfanas como debieron de empezar a verse las primeras heridas del cadáver ya en inevitable descomposición de Francisco Xavier, los rastros de la lepra en sus encías.
La putrefacción del cuerpo como camino hacia la comprensión de lo incorpóreo. En esa dialéctica es que Goa sostiene la incomprensible persistencia de esa fe extranjera que fue llevada, tan lejos de Europa, por un misionero español.
“Han ido a buscar su obispo al fin del mundo”, dijo el miércoles el flamante papa, en sus palabras pretendidamente espontáneas, casi mal pronunciadas, pocos minutos después de que se supiera que había elegido el nombre de Francisco y que los vaticanistas más sagaces comentaran en directo que no debía de ser por el de Asís sino por el de Navarra. Al fin del mundo fue el cardenal argentino a buscar su nombre y si alguna vez incluyera a Goa Velha en sus itinerarios de viajes papales, probablemente no llegaría a ver las heridas de esa cruz que porta la miseria en las encías de esa mendiga –imagen arquetípica de la India en ese trozo de India que pretende no serlo– como antes no vio, o fingió no ver, la cruz por la que pasaban sus compatriotas –varios de ellos sacerdotes– en los años de plomo de su Argentina natal, de los que se mantuvo tan convenientemente lejos, pese a estar ahí mismo.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 15 de marzo de 2013)

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08 marzo 2013

El canto del Grillo o El voto que la velocidad pronuncia



por Roberto López Belloso

“Aquello que Grillo tenga que decirme, incluidos los insultos, lo quiero escuchar en el Parlamento. Es ahí que cada uno asumirá la propia responsabilidad”.
La frase es de Pier Luigi Bersani, líder de la centroizquierda italiana, en respuesta a un tuit de Pepe Grillo, el fenómeno electoral que con su sorprendente tercio de votos dejó a Italia sumida en una situación de suma cero (con una cámara en manos de la centroizquierda y la otra bloqueada por la centroderecha).

El humorista devenido político antisistema anunció a través de la red social twitter, la esperada postura de su movimiento Cinco estrellas: “el M5s no dará ningún voto de confianza al Pd (ni a otros). Votará en sala las leyes que reflejen su programa quienquiera que las proponga”.
En este intercambio puede verse una de las claves del abismo que separa a Grillo de los políticos tradicionales. Grillo, con la llave de un nuevo gobierno en su cuenta corriente de votos, marca su posición en una red social. Bersani reclama que se discuta en el Parlamento.
Uno quiere cambiar el lugar donde se produce el debate y la política. El otro intenta mantener las cosas “en su sitio”. Es un reflejo de lo que ya se dio durante la campaña, con Grillo negándose a las entrevistas televisivas y llevando a los medios a recoger sus palabras “a pie de movilización”.
El filósofo francés Paul Virilio pronosticaba en 1995 que en el siglo XXI se vería “en conexión con la velocidad absoluta la aparición de una perspectiva del tiempo real, que suplantará a la perspectiva del espacio real”. En otras palabras, el desconcierto de Bersani pidiendo que el Parlamento (el espacio real) sea el lugar donde se discuta la política y no a través de twitter (el tiempo real).
Según Virilio “el ciberespacio es una nueva forma de perspectiva” a la que denomina “una perspectiva táctil”. A diferencia del “ver a distancia, oír a distancia” que fue la esencia de “la antigua perspectiva audiovisual”, ahora estamos en un momento de “tocar a distancia, sentir a distancia”.

PLANETA MUTANTE. Ocurre que el fenómeno Pepe Grillo en las recientes elecciones italianas puede ser leído como un episodio más de la mutación del modo en que las personas se vinculan con “la cosa pública”. La forma, en definitiva, en la que un grupo cada vez mayor de ciudadanos -en general jóvenes, educados y de ideas avanzadas- ejerce su ciudadanía.
Una definición ya clásica de Bryan Turner dice que “la ciudadanía puede ser entendida como el conjunto de prácticas (jurídicas, políticas, económicas y culturales) que definen a una persona como un miembro competente de su sociedad, y que son consecuencia del flujo de recursos de personas y grupos sociales en dicha sociedad”.
Lo que parece haber cambiado es cómo se produce ese “flujo de recursos” y ese “conjunto de prácticas”. No solo en Italia. ¿Qué hubiera pasado con las últimas elecciones españolas si los indignados de Plaza del Sol hubiesen encontrado su propio Grillo? O en la propia aldea: más allá de que los uruguayos seamos afectos a las “fotos fijas” para congelar conceptos sin reparar en la maldición de Lezama Lima (“ah, que tú escapes, justo cuando habías alcanzado tu definición mejor”), existe consenso en que el vínculo con la política difiere bastante que el de los años del retorno a la democracia. Aquellos eran los tiempos en que un teléfono celular se veía más como un elemento de prestigio que de comunicación, un accesorio caro y de tamaño similar a una radio de la segunda guerra mundial que nuestro empresariado cargaba con esfuerzo. La descentralización del correo, que permitía colocar cartas en buzones de acrílico situados en las farmacias de cada barrio, era un verdadero avance en la velocidad de las comunicaciones. Un radioaficionado se comunicaba con un barco pesquero situado en las costas de Rocha para ubicar a alguien que tenía que ratificar su firma por el referéndum contra la ley de impunidad y, como un mariscal de campo a la Marconi, desde CX 30 Germán Araújo dirigía la operación de una lancha que iría a buscarlo para llegar a la Corte Electoral a tiempo.
La distancia (la diferencia de velocidad, diría Virilio) que hay entre ese pasado reciente y el modo en que hoy se produce la comunicación entre las personas es tal, que parecen haber mediado dos siglos y no un par de décadas.

NUEVO HÁBITUS. La política tradicional pertenece a la era de la comunicación mediada. Hoy se requiere otra cosa. Lo saben los que intentan reformular el vínculo orgánico y su mecánica en el Frente Amplio vernáculo, y lo sabe Barak Obama cuando vuelve las estrellas de su equipo a los expertos en “nuevos medios” (léase Joe Rospars, visitante de Montevideo en marzo de 2011, o su más reciente fichaje, la finesa Lena Olin).
Hoy (Virilio dixit) las redes sociales permiten una “sincronización de las emociones”. Es una forma de ver a una parte de los “nuevos” votantes, ya sean los de Grillo o ese 13 por ciento de votos en blanco en la última elección de Intendente de Montevideo. Votantes indignados que van al cuarto secreto con un hábitus que no parece diferir demasiado del “me gusta” con el que se “toma posición” en las redes sociales, a solas con el teclado pero “en red”, con sus emociones sincronizadas. Siendo esa red una cohorte de “amigos” o “seguidores” tan impersonales como una marca de carteras o tan insólitos como gente por la que se daría un rodeo para no verla en la mesa de un boliche al que se la sabe habitué.
Lo que parece claro es que el partido político en esta elección italiana dejó de ser el mediador para un tercio de los ciudadanos. Un error habitual cuando se piensan esos cambios es afirmar que ha disminuido el interés en la política. Todo lo contrario. Lo que ocurre es que se ha vuelto más “veloz” en el sentido de Virilio. Velocidad que excluye reflexión y banaliza, dirán sus críticos. Velocidad que incluye a más personas y facilita al menos la expresión de la indignación, dirán quienes estén más dispuestos a verla de modo positivo.
Aquél “yo tomo partido incluso cuando se discute la dirección del viento”, de Carlos Chasalle, que solía acompañar las invitaciones fotocopiadas a las charlas clandestinas del Partido Comunista Uruguayo en plena dictadura, está masificado al punto en que cada internauta sube o baja el pulgar ante mil y un asuntos. Aunque estar o no estar informado ya no sea parte de la ecuación.

(Artículo publicado en Brecha el 8 de marzo de 2013)

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