02 febrero 2013

Stalingrado, la gastritis de Hitler


Roberto López Belloso

Enero de 1943 no fue un buen mes para Adolf Hitler. En solo dos semanas llegaron del invierno ruso las peores noticias. Pero febrero comenzó peor. El único alivio seguía siendo que Estados Unidos mantenía la demora en abrir el segundo frente y la mantendría por un año y medio más. Apenas un placebo al lado de los informes que acababan de llegar a su despacho.

El 24 de enero las fuerzas soviéticas daban un paso decisivo para ganar la batalla de Stalingrado cerrando su movimiento de tenazas en el Volga. El 25, al otro lado del mapa del enorme país invadido, se abría una brecha en el cerco que asfixiaba Leningrado. Ese mismo día estallaba la primera de las rebeliones en el gueto judío de Varsovia.

Lo decisivo ocurriría el 31: la rendición del mariscal Von Paulus ante el Ejército Rojo dando por perdida la batalla de Stalingrado. Una batalla que culminó oficialmente dos días más tarde cuando se acalló el último fusil alemán en esa ciudad (para el que guste de los símbolos, el sitio preciso donde se decidió ese combate final fue una fábrica; la “Octubre rojo” para más inri.)

Fue el punto de inflexión de una guerra que se torcería definitivamente en agosto tras la batalla de Kursk, más determinante desde el punto de vista militar pero de menor impacto psicológico. Desde entonces el Ejército Rojo no cesó de avanzar hasta la toma de Berlín en mayo de 1945.

Según las cifras más aceptadas, en Stalingrado murió el equivalente a la población actual de Uruguay. ¿Qué implica esto, realmente? Borges decía que el fin del mundo no es un episodio apocalíptico que pueda ser situado en un impreciso futuro fijado por un texto sagrado o una pitonisa. Cada día, cada vez que alguien muere, ese fin del mundo se produce y se repite, aseguraba el autor de El Aleph. Ese mismo razonamiento puede aplicarse para darle un poco de sentido a esas cifras inabarcables (¿cómo se hace para “leer” tres millones de muertos y comprender lo que realmente significa?).

Dos novelas disponibles en las librerías montevideanas, Vida y destino, de Vasili Grossman y Las Benévolas, de Jonathan Littell, narran lo que allí ocurrió desde los puntos de vista opuestos de ambos bandos en lucha.

Es cierto que el frío, la enfermedad, el miedo, el odio, las miserias y los actos de heroísmo suelen ser recogidos en las efemérides, incluso en las menos ambiciosas. Pero así mencionadas con las palabras “frío”, “enfermedad”, “miedo”, etcétera, quedan lejos de la comprensión sino se recurre a la buena literatura (como es el caso de las novelas de Grossman y Littell) que les da el “tiempo” necesario a desarrollarse. A veces mediante aspectos que no tienen que ver directamente con los combates y que surgen como líquidos de contraste, volviendo evidente lo que no podría mostrarse ni con las descripciones más vívidas de los movimientos de batalla.

Detalles que en el caso de la novela de Littell, más “psicológica”, puede ser el despropósito decadente de un oficial de las SS demasiado interesado en la cultura de los países que va desangrando a su paso, y que en la novela de Grossman, más política, puede ser la peripecia del comisario que es enviado a “poner orden” en uno de los puestos de resistencia de la primera línea de combate y descubre que es ahí, y no en los búnker del estado mayor, donde se respira el verdadero clima de los primeros años de la revolución y se planta cara al fascismo.

FUERA DEL MUSEO. Dada la capacidad de los aniversarios redondos para generar rememoraciones, estos 70 años de la batalla de Stalingrado han motivado un aluvión de páginas en prensa y minutos en televisión en el mundo entero. Como es natural esto ha sido particularmente intenso en Rusia, donde la Gran Guerra Patria ya dejó de ser un simple asunto de historiadores y forma parte de la identidad nacional.

Los recordatorios están en todas partes. No solo en forma de museos, como el mustio museo del bloqueo de Leningrado, o de grandes memoriales, como el de Volvogrado (nombre actual de Stalingrado), que el sábado 2 fue centro de un homenaje masivo al develarse placas de mármol con los nombres de decenas de miles de combatientes caídos en esa batalla.

A veces el recuerdo de la guerra aparece inesperadamente, como el pasado que se entromete en medio de un paseo “a la Walser” que se creía estar dando en el más absoluto presente. La avenida Nevski siempre ha sido el eje de la ciudad de Pedro el Grande. Lo es ahora, que ha retomado el nombre de San Petersburgo y lo era en los tiempos en que se llamaba Leningrado. El camino que lleva de la estación de trenes al Palacio de Invierno no sólo es recorrido por sus habitantes. Lectores de todas partes del mundo la atraviesan a diario en la calesa del Petersburgo de Biely, bajo el sobretodo de Gogol o con el paso atormentado de los personajes de Dostoievski . Quien la camine hoy no sólo se encontrará con el café en el cual tuvo Pushkin su última cena antes del duelo con Dantés.

A unos pasos de ahí verá una placa. No es una más de esas señales urbanas que indican que aquí murió Lermontov o allá vivió Dostoievski mientras escribía Crimen y castigo. No, esta placa, intrusa en medio de la tranquila intensidad de la avenida más concurrida de la ciudad, recuerda cuál de las veredas debe usarse si se quiere estar menos expuesto a la artillería alemana.
Inevitablemente el caminante, supersticioso, cruzará de acera.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 1 de febrero de 2013)