08 julio 2012

Heroínas rusas: Cuida tu bufanda Tatyana

Por Roberto López Belloso

Las aguas han estado siempre divididas entre los partidarios de Tatyana y los de Ana Karenina. ¿Cuál de las dos encarna mejor el “ideal romántico” del siglo XIX? ¿La protagonista de Eugene Oneguin de Pushkin o la de Ana Karenina de Tolstoi? ¿Cuál ha llegado hasta nosotros manteniendo la lozanía de su potencia narrativa? La cuestión está lejos de zanjarse, sobre todo tomando en cuenta que no están solas en el olimpo pagano de las heroínas literarias rusas.

Más complejas que sus contemporáneas victorianas, las mujeres creadas por los clásicos rusos se han convertido con facilidad en arquetipos románticos. No extraña entonces que Vladimir Nabokov llame a Ana Karenina “un espléndido ejemplar de feminidad”, o que el ensayista y narrador español Juan Eduardo Zúñiga haya podido comenzar uno de los capítulos de El anillo de Pushkin afirmando, en un arrebato a lo Byron: “todos acariciaron el perfumado cuerpo de Ana Karenina. Todos besaron , seducidos, las manos de Tatyana o mantuvieron la mirada altiva de Grúshenka, la amante de los Karamazovi”.
Pero son más que eso. Son creaciones literarias dotadas de tantas aristas, de tanta potencialidad para ser leídas por cada generación con ojos nuevos, que terminan superando la prueba de seguir diciendo “algo nuevo”, de seguir teniendo esa originalidad creadora que Harold Bloom atribuye a los personajes potentes. ¿Pero en verdad es así? ¿Es posible que sigan diciendo “algo nuevo” en estos tiempos tan distintos al siglo XIX en términos, por ejemplo, de roles de género y de modelos de pareja? ¿Hay algo que pueda decirse “a la manera” de Tatyana o de Ana Karenina en este presente de vida pública “en red” con su erosión permanente de la intimidad? ¿Alguien puede pensar que una Tatyana de nuestros días que toma la iniciativa en un intento romántico es original? ¿O que sigue siendo socialmente removedor abandonar un matrimonio vacío en aras de una pasión, como lo hizo en el mil ochocientos y tantos la joven esposa del conde Karenin?
En su Curso de literatura rusa, texto salpicado de caprichos y giros idiosincráticos pero sostenido por una indudable capacidad de disección, Nabokov aclara aquella primera afirmación. Ana Karenina “no es solo” aquella representación “espléndida”. Todo lo que la rodea, todo lo que rodea “su carácter compacto” es “significativo y notable, y esto vale también para su amor” por un joven oficial, Vronski. Según Nabokov, y en esto comienza a hundir el bisturí en la respuesta al por qué este personaje sigue “diciendo algo nuevo” a pesar de los cambios epocales, estamos ante algo que no es posible reducir “a un idilio clandestino”. Lo que le da su particularidad, su potencia, su carácter trágico, es el espesor del que dota Tolstoi a su heroína. Nada tiene que ver Vronski en este asunto, como poco tiene que ver Oneguin con la estatura de Tatyana. A lo sumo, desde su cortedad, ambos son útiles como punto de referencia.
Distinto es lo que hará Dostoievski, que a cada gran personaje femenino de sus novelas le hace corresponder uno del género opuesto. Dos, en realidad, porque las heroínas rusas nunca son mujeres de un solo hombre. O tres, si se toma el ejemplo de Grúshenka, mencionada al pasar por Zuñiga, amada sucesivamente (sí, son más de mil páginas) por cada uno de los hermanos Karamazov y pretendida también por el padre de éstos.

EMULACIÓN IMPOSIBLE. Algo de razón ha de tener Nabokov si se piensa en la serie de adaptaciones que han tenido a otros lenguajes expresivos tanto la novela de Tolstoi como la novela en verso de Pushkin (o las de Dostoievski, aunque en este caso el crítico ruso lo considere un autor de menor valía, a quien deja fuera de los gigantes de la narrativa de su país e imagina esperándolo a la puerta de su despacho “como un estudiante que va a reclamar por una mala nota en un examen”).
Así como la semana pasada llegó al Teatro Solís un espectáculo de danza moderna que partía de la Tatyana de Pushkin, y en 2011 había llegado al Auditorio Adela Reta una puesta de la ópera de Tchaikovsky basada en Eugene Oneguin, a finales de este año se estrenará la enésima versión cinematográfica de la novela de Tolstoi. Esta vez Ana Karenina lucirá el rostro de Keira Knightley, actriz de Expiación y de la saga Piratas del Caribe y estará atrapada en un matrimonio sin pasión con un conde Karenin encarnado por Jude Law. Planeará sobre la memoria de los espectadores la iconografía que fijó en 1985 Sophie Marceau (foto), cuando Knightley tenía apenas siete años.
La misma edad, meses más, meses menos, que casi un siglo antes tenía la poeta rusa Marina Tsvietáieva cuando se encontró con ambas novelas, la de Pushkin y la de Tolstoi. La historia de Tatyana, su confesión de amor a un casi desconocido Eugene Oneguin, cómo él la rechaza con ligereza y cómo luego, años más tarde, cuando descubre el error que cometió con ese rechazo, es ella quien no lo acepta, causó una inmediata impresión en la futura escritora. “Cuál de los pueblos tiene semejante protagonista de una historia de amor: temeraria y digna, enamorada e inflexible”, se preguntará luego Tsvietáieva.
Nabokov hace una afirmación similar, pero con una preferencia opuesta. Según él, Ana Karenina es “una de las heroínas más atractivas de la narrativa de todos los países”. No es nueva esta emulación imposible. Un Dostoievski en el ocaso de su vida ya la había planteado en un discurso leído ante el monumento a Pushkin, pero esa vez con un punto de vista moralista, casi mojigato, simplificando las cosas hasta hacer de Tatyana un ejemplo de manual de virtudes familiares y de Karenina una caricatura de la “mujer perdida”.
Dejando de lado al prócer barbado, las otras dos posturas pueden defenderse con argumentos sólidos, ya sea en el campo de la crítica, que es el que elije Nabokov, o en el de la poesía, donde se sitúa Tsvietáieva.
Pero también podría sostenerse que no hay protagonista como Natasha Filipovna, con sus gestos gloriosos que sólo un jugador empedernido como Dostoievski hubiera podido imaginar y trazar en palabras como lo hizo en su novela El idiota. ¿No permanece acaso inigualado el modo en que Natasha Filipovna al sentir que su protector de antaño la “vende” a un secretario de un alto oficial con el código hipócrita de una dote, prefiere venderse ella misma a un joven aventurero, despreciando –por apreciarlo demasiado– el intempestivo ofrecimiento de matrimonio del príncipe Myshkin? El remate de la “escena” en la que ocurre todo lo anterior –porque todo ocurre en una misma “escena” – es magistral: con la heroína lanzando al fuego de la estufa los 100 mil rublos que el aventurero acaba de pagar por ella y retando al secretario con quien querían desposarla a que salve los billetes de la fogata y se quede con el dinero ya que tanto le interesa.

PUSHKIN. Pero si hay Tatyana es porque hubo Pushkin, podría suponerse. Pocos autores han recibido tantos superlativos como él. Con un estatus en la lengua rusa similar al que tiene Dante en la italiana o Cervantes en la española, su sitial está incluso un paso más allá y es considerado algo así como la quintaesencia “del alma rusa”. Por eso cuando Andrei Sinyavsky, bajo el seudónimo de Abram Tertz, regresa de Siberia con su Paseos con Pushkin bajo el brazo, causa una conmoción filológica. Para empezar coloca en negro sobre blanco que el vínculo entre los rusos y su vate más que admiración literaria es una suerte de culto pagano, y para seguir indica que no se sabe muy bien cuál es el valor literario específico que sostiene ese entusiasmo. Todo en la primer frase del libro.
Como es fácil imaginar, pasó de un gulag a otro. Del destierro siberiano al destierro de sus pares. El Pushkin de Sinyavsky no es un “héroe del trabajo” soviético ni un “héroe de salón” romántico, sino un escritor displicente que ni siquiera pule sus versos una vez que salen de su primera inspiración. Es un Pushkin lleno de erotismo que se autoinsuflaba de energía en el mundo galante y en el de la escritura, pasando de uno a otro con levedad irresponsable. Como si ambos fueran bebidas energizantes que le dan fuerza para su alcanzar su alimento mayor: las damas de salón a las que se aproxima con la avidez de un vampiro ávido de sangre fresca. Al punto que Sinyasky, desarrollando precisamente la referencia vampírea y extendiéndola a las damas “de papel” por él mismo creadas, parece postular que no se puede leer a Tatyana sólo a través de lo que ocurre en la novela, aislada de las pasiones de su autor.
Como lo hace Deborah Colker en su espectáculo de danza, Sinyasky introduce a Pushkin en la ecuación. Y va más allá: si al final de la novela Tatyana rechaza a Oneguin y decide mantener el matrimonio sin pasión en el que vegetaba, no es por ser un “símbolo de la fidelidad” como la pensaba Dostoievski, ni por un sentido trágico del amor como la verá Tsvietáieva, sino “para poder leer y releer a Pushkin y languidecer con él”.
Casi que parecería que Sinyavsky crea un Pushkin-Oneguin, a contrapelo totalmente de la tradición filológica y rusófila que siempre ha preferido vincular al poeta al otro personaje masculino del libro, Lenski, ese noble actor de reparto a quien luego Tchaikovsky le compuso una de las arias más conmovedoras de la ópera rusa.

TATYANA, La primera de las preguntas que plantea el “enigma Tatyana” es por qué, contra las convenciones de la época, declara su amor primero, y para colmo a alguien como Oneguin, un Don Juan “peinado a la última moda y vestido como un dandy de Londres”, sin más códigos que su propia irresponsabilidad, al punto que llevará a su mejor amigo, Lenski, a un duelo absurdo en el que le quitará la vida. Otra vez cabe anotar el paralelismo mil veces señalado entre la muerte de Lenski y la muerte del propio Pushkin. También en duelo, también a causa de un Don Juan que ofende a la esposa del retador (tal vez, en el caso de la vida real, siendo correspondido), también en una jornada en la que todo parece conspirar contra el que tiene que morir. Pero es en la segunda de las preguntas de ese “enigma Tatyana” donde la maestría de Pushkin modela un personaje que se convertirá en imperecedero. Lo ya mencionado líneas arriba: por qué luego, cuando un Oneguin más maduro (más Lenski podría decirse, y en esta dualidad, en este Oneguin como “doble opuesto” de Lenski hay un barro original del recurso del doble que usará Dostoievski como marca de fábrica) cuando ese Oneguin que ya descubrió el verdadero rumbo de sus sentimientos busca a enmendar su error, es ella quien lo rechaza.
Sobre este rechazo afirmará Tsvietáieva, en un dostoievskiano símil tomado del juego de naipes, “todos los triunfos los tenía en las manos, pero ella no quiso jugarlos”.
En un ensayo publicado en la revista parisina “Apuntes contemporáneos”, recogido luego en el libro Mi Pushkin, Tsvietáieva toma esas dos preguntas del enigma y las responde aconsejando que las muchachas rusas sigan el camino de Tatyana en lugar que el de Ana Karenina “y ustedes serán mil veces más dichosas que la otra protagonista nuestra, aquella, a quien, por tener cumplidos todos sus deseos, no le quedaba otra cosa que tirarse bajo el tren”.
Ya Nabokov demostró que no le faltan defensores a “la otra protagonista nuestra”, pero esta toma de partido de Tsvietáieva no está planteada desde la crítica literaria sino desde la poesía.
A consecuencia de ese shock de la irrupción de Tatyana (o del recuerdo reconstruido de esa irrupción) en la Tsvietáieva niña queda un axioma que la poeta enuncia de adulta pero que fue aprendido antes (“esto lo estoy diciendo ahora, pero lo supe ya entonces, lo supe entonces, pero ahora aprendí a decirlo”) y que la determinaría en su variada y tortuosa vida amorosa: “si yo después , durante toda mi vida, hasta el último día, siempre escribí primera (por la esquela en que Tatyana le confiesa su amor a Oneguin), ofrecía mi mano primera –las manos, sin temer juicio ajeno- fue solamente porque en el umbral de mi vida, la Tatyana del libro, de noche, a la luz de una vela, con la trenza despeinada arrojada hacia adelante, lo hizo ante mis ojos”.
Tsvietáieva también cayó bajo el influjo de Tatyana, como lo harán luego, con excusas declamadas o fundamentos teóricos, los filólogos. Ya desde ese primer contacto con la historia en los lejanos años de la infancia, ella asegura haberse enamorado, “pero no de Oneguin, sino de Oneguin y Tatyana juntos –y tal vez de Tatyana un poco más”. Confirma así lo que plantea la catedrática de lenguas eslavas de Princeton, Caryl Emerson: “empezando por el narrador que cuenta su historia y siguiendo por varias generaciones de críticos, parece como si cada uno que toca su imagen se enamorase de ella, o de su potencial irrealizado”. No en vano para Emerson se trata de la más inspiradora de las heroínas de la literatura rusa. Y también de la más compleja.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de junio de 2012)

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