21 marzo 2014

Después del referéndum de Crimea


Un 96 por ciento de los habitantes de Crimea votaron integrarse a Rusia. Washington descartó una acción militar y Bruselas pondrá tibias sanciones a Moscú. Las autoridades de Kiev resignan la estratégica península pero prometen amplia autonomía al sudeste rusófilo de Ucrania, que consideran el próximo objetivo de Putin.

Por Roberto López Belloso

Las puertas doradas de la sala del trono se abren y entran los soldados a paso de ganso. Las banderas incluyen, como siempre, la del águila bicéfala. En el auditorio esperan los boyardos. Todo está listo para el ingreso a escena del zar de todas las Rusias. Después de la firma del decreto de ese día, la palabra “todas” incluirá una más: Crimea. El que se coloca en el centro de todo ese boato es el nieto del cocinero. Milagro de un país que mandó la familia real a la tapia de fusilamiento pero nunca cortó la vocación de potencia global (salvo el confuso interregno de Mijail Gorbachov y la alegre despreocupación etílica de Boris Yeltsin). Vladimir Putin, que hace dos semanas había dicho que no se anexionaría Crimea, pero a la vez había aclarado, con dualidad de estadista, que respetaría la voluntad democrática de sus habitantes, comienza su discurso.
Se lo ve cómodo en su papel, detrás de un atril blanco, con un fondo también blanco en el que destacan los candelabros y las cortinas doradas. No es seguro que hayan llegado a sus oídos muchas de las historias de su abuelo, cocinero de Lenin primero y de Stalin después. Su padre, tripulante de submarinos que perdió a su hijo mayor por enfermedad y a su hijo del medio en el bloqueo a Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, no ha de haber sido la mejor correa de transmisión para este hijo tardío que luego de una adolescencia problemática se enroló en el KGB. Pero los años en el poder jugando al enroque con el hoy primer ministro Dmitri Medvédev alcanzan para sentirse como en casa en un escenario de este tipo.
Un día antes, en las calles de Crimea la pompa no había sido zarista, sino bolchevique. Al pie de una estatua de Lenin, el flamante primer ministro de la flamante república de Crimea, festejaba el resultado del referéndum de separación de Ucrania celebrado el domingo 16. “Volvemos a casa”, le decía a una multitud.
En Kiev, mientras tanto, el gobierno provisorio pone los ojos en evitar que el sudeste, mayoritariamente rusófilo, siga los pasos de la península del Mar Negro. Ahora el que habla es el primer ministro ucraniano, Arseni Yatseniuk. Pasa del idioma ucraniano al ruso y dice que “con el fin de preservar la unidad y la soberanía de Ucrania”, el Gobierno de Kiev está dispuesto a conceder “la máxima amplitud de poderes” a las regiones del este. El analista Timothy Garton Ash anota que esas medidas incluyen, entre otras cosas, dar a las ciudades el derecho a tener sus propios cuerpos de policía y tomar sus propias decisiones en materia de educación y cultura.
Varios telespectadores sueltan improperios frente al televisor. Tanta apertura y generosidad les resulta contradictoria con la presencia de bandas fascistas en la multitud que llevó a Yatseniuk al poder provisorio. Pero a fin de cuentas, ¿qué otra cosa puede hacer Yatseniuk? A corto plazo tiene unas elecciones que ganar el 25 de mayo. Con una coalición europeísta dividida, debe granjearse algunos votos del antiguo partido de las regiones (aliado de Putin y paradojalmente debilitado por la decisión de Putin de favorecer la salida de Crimea, lo que le quita un millón de votos al futuro candidato rusófilo al gobierno de Ucrania). Y a mediano plazo Yatseniuk tiene que evitar de cualquier modo que surjan disturbios en el sudeste que puedan ser tomados como motivo para una entrada de tropas rusas más allá de las fronteras de Crimea. Por eso es importante lo de los cuerpos de policía propios, para que los rusófilos no se sientan indefensos ante las bandas fascistas que semanas antes parasitaron las manifestaciones europeístas de Maidán. Contrariamente a lo que ocurre en estos puertos, la palabra cultura no aparece en las promesas como un asunto meramente decorativo. Aunque las promesas luego resulten falsas. Para entenderlo a cabalidad es necesario volver a Putin y su discurso desde la sala del trono.

LA BODA. Luego de dar los datos duros del referéndum del domingo 16 (participación del 82 por ciento del electorado y un 96 por ciento de los votos a favor de pasar a formar parte de Rusia) Putin recuerda que fue en Crimea donde el príncipe Vladimir fue bautizado y aceptó el cristianismo. Se refiere a un hecho ocurrido en el lejano 988, cuando Vladímir el Grande conquistó con sus poco civilizadas huestes una fortaleza bizantina ubicada en la ya estratégica península. Al no haber manera de desalojarlo por las armas, se intentó la vía diplomática. El John Kerry del momento, enviado por un Basilio II que, al contrario de Barack Obama, dirigía un imperio en el apogeo de su poder, amenazó con sanciones. La partida estaba en tablas así que Vladimir jugó su carta: dejará la ciudad-fortaleza que había tomado, Quersoneso, si le entregan en matrimonio a la hermana del emperador. Kerry no tuvo que hacer mayor esfuerzo para imaginar el horror que tan bárbara perspectiva inspiraría en la princesa Ana Porfirogéneta. En un giro maestro, puso una condición que cambiaría la historia del mundo eslavo. El matrimonio sólo podría realizarse si Vladimir se bautizaba y abrazaba el cristianismo. Fue el comienzo de la cristianización de la Rusia de Kiev. Más de mil años después, aquella boda arreglada sigue demostando su fertilidad. La Crimea que decidió el domingo unirse a Rusia es el bocado más apetecible del disputado pastel ucraniano. Ahí viven sólo dos de los cincuenta millones de habitantes que hasta el sábado formaban la población de Ucrania, pero tienen una situación privilegiada. Su Producto Bruto Interno (PBI) per cápita es de 3882 euros: mil euros más que el promedio de su ex país. Su tasa de desempleo es del 5,8 por ciento mientras que Ucrania tiene el siete y medio. Posee, como cereza en la torta, la base de la flota rusa del Mar Negro.
Al presentar al nuevo integrante de la Federación Rusa, Putin no lo hace como si le hubiera quitado algo a alguien. Lo naturaliza como parte de un espacio común. Un espacio que nace en aquella cristianización que comienza con la boda del 988, y que “predetermina la base general de la cultura, la civilización y los valores humanos que unen a los pueblos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia”. Algo que debe de haber preocupado a las nuevas autoridades de Kiev, surgidas de las manifestaciones que el 19 de febrero hicieron huir al que era presidente de Ucrania, el pro ruso Victor Yanukovitch. ¿Esa referencia a los tres territorios que forman parte de una unidad, quiere decir que Putin no se contentará con Crimea? Occidente no lo sabe.

LA SEPARACIÓN. “No hemos sabido leer el alma de este hombre” había dicho, palabras más palabras menos, Obama sobre su par ruso luego del estallido de la crisis ucraniana. Una escalada de pésimas decisiones en las que los ucranianos pro occidentales que se oponían a un gobierno legal pero corrupto como el de Yanukovitch, se aliaron con fuerzas neonazis para derrocarlo. Estados Unidos y Europa no midieron su política de alianzas y abrieron un espacio de enfrentamiento con Rusia. Vladimir Putin envió sus tropas a la frontera, hizo que algunas ingresaran en territorio entonces ucraniano sin insignias que las identificaran, y aprovechó el río revuelto para dar respaldo militar a los deseos rusófilos de los crimeos. Como resultado de ese conjunto de sucesos, el acercamineto de Washington con Moscú de inicios de la administración Obama, cuando la canciller todavía era Hillary Clinton, volvió a cero. No lo supieron leer, pero lo intentaron. Cada año el Pentágono gasta 300 mil dólares en un estudio del lenguaje corporal de los líderes mundiales. Vladimir Putin ha sido uno de los centros de esa investigación. El vocero de prensa del Pentágono dijo a principios de marzo a The Wall Street Journal, que el ministro de Defensa Chuck Hagel nunca leyó esos reportes que son elaborados por una usina de pensamiento que funciona dentro del edificio de cinco lados pero que se conduce de manera académicamente independiente por un excéntrico Andrew Marshall, a quien el Pentágono considera “un pensador que se sale de los esquemas habituales y al que le gusta estudiar todo tipo de cosas”.
Si Hagel lo hubiera leído, habría obtenido alguna pista de una relación barranca abajo. Con el diario del lunes a la vista y escribiendo, a la vez, el diario del lunes 17, Adam Taylor publicó en The Washington Post un seguimiento de nueve fotografías tomadas entre 2008 y 2014 en las que puede verse dicho deterioro. O al menos la interpretación que los editores gráficos de los medios hacían del mismo. El Post se limita a la relación Moscú-Washington. De haber ampliado el foco debería haber incluido la célebre secuencia de 2007 cuando Putin recibió a su par alemana Ángela Merkel en la luego olímpica Sochi y, a sabiendas de la fobia de Merkel a los perros, dejó suelto a su labrador negro que olfateaba a la aterrada visitante mientras Putin miraba complacido con gesto de patán de barrio. “Así se trata al imperialismo”, dirían en las calles de Jarkov.
Ya que no supo leerlo a tiempo, y tampoco evitar que diera la bienvenida a Crimea, Obama al menos intenta contenerlo en los límites actuales. Polonia y los países bálticos ya han dicho, tal vez con un exceso de paranoia, que temen que el Kremlin quiera volver a las viejas fronteras de la URSS. Como herramientas sólo cuenta con las sanciones (Obama aclaró que “no vamos a meternos en una expedición militar en Ucrania. No sería apropiado para nosotros y tampoco sería bueno para Ucrania”) y para las sanciones casi que sólo cuenta consigo mismo (ayer jueves 20 el diario El Mundo, de España, publicó que “los líderes europeos no activarán un bloqueo energético ni medidas comerciales, pero aumentarán la lista de personalidades con prohibición de viajar a la Unión Europea”).
Como sólo le queda subir la voz, Estados Unidos no ha cesado de calificar de ilegal e ilegítimo el referéndum de Crimea, de llamar al orden a Putin y de listar los foros internacionales de los que sería excluido de no dar marcha atrás.
Para defenderse, Rusia ha insistido en su tesis del malo y el peor. Desde la cancillería, ubicada en uno de los rascacielos moscovitas conocidos como “las siete hermanas de Stalin”, el portavoz Alexander Lukashevich postuló que "Estados Unidos no tiene y no puede tener un derecho moral para predicar sobre el respeto a las leyes internacionales y la soberanía de otras naciones", citando los ejemplos de "los bombardeos de la antigua Yugoslavia o la intrusión en Irak utilizando una causa falsificada".
Desde París, donde se encuentra en visita oficial, y antes de ser recibida por el mandatario francés Francois Hollande, la presidente argentina Cristina Fernández apoyó la postura emanada de la Plaza Smolenskaya. En declaraciones recogidas por la cadena RT, Fernández expresó: “No se puede estar de acuerdo con la integridad territorial en Crimea y estar en desacuerdo con la integridad territorial con las Malvinas en Argentina. O estamos de acuerdo con todas las integraciones territoriales y el respeto a la soberanía de todos los países y a la historia de los países… respetamos los mismos principios para todos o realmente vivimos en un mundo donde no hay derecho, donde no hay respeto a lo que decimos, sino fundamentalmente prima la relación del más fuerte”. Añadiendo que “si carece de valor el referéndum de Crimea a pocos kilómetros de Rusia, mucho menos (sic) uno de una colonia a 13.000 km de distancia”.
EN EL FRENTE ORIENTAL. Mientras las miradas estaban colocadas en la ceremonia del ingreso de Crimea a la Federación Rusa, en la segunda ciudad de Ucrania, Jarkov, una manifestación rizaba un poco más el rizo de la rusofilia. Esa ciudad del este ucraniano, mayoritariamente habitada por hablantes de ruso, ya no pedía volver al seno de la madre Rusia. “Nuestra patria es la URSS”, reclamaba la pancarta principal de la demostración.
Habían pasado casi 23 años desde la disolución de la Unión Soviética (URSS) ocurrida en diciembre de 1991, y exactamente 23 años desde el referéndum olvidado. El 17 de marzo de 1991 los ciudadanos soviéticos debieron contestar una pregunta simple: “¿Usted considera necesaria la preservación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como una federación renovada de repúblicas soberanas iguales en la que serán garantizados plenamente los derechos y la libertad de un individuo de cualquier nacionalidad?”. El 77,8 por ciento respondió afirmativamente. En Ucrania ese porcentaje fue algo menor: 70,8 por ciento.
Eran otros tiempos. Occidente era lo suficientemente fuerte como para desconocer un resultado democrático en una votación de 185 millones de personas, en el Kremlin estaba el vacilante Mijail Gorbachov y la URSS era un gigante que se caía por su propio peso de ineficiencia y atraso económico. Hoy Washington está haciendo malabarismos para evitar los efectos de un referéndum de poco más de un millón de sufragios y en el despacho con vistas a la Plaza Roja está Vladimir Putin. ¿Y Rusia? Rusia es de nuevo un actor global preponderante y prepotente aunque su PBI, como se ha hecho notar recientemente en más de un artículo, esté lejos de su “destino manifiesto” y apenas se equipare al de la cascoteada Italia. Claro, mantiene el arsenal nuclear.
Las manifestaciones que ocurren en Járkov no pueden ser descartadas como un emergente de la nostalgia por la URSS que de tanto en tanto rebrota en el antiguo país. En un artículo publicado ayer jueves en El País de Madrid, Timothy Garton Ash, alineado sin complejos con Occidente, expresaba: “Acuérdense de algo fundamental: el problema es toda Ucrania, no solo Crimea. Vladímir Putin lo sabe. Los ucranios lo saben. Y nosotros no debemos olvidarlo. Ni nosotros ni el Gobierno ucranio podemos hacer nada para que recupere el control de Crimea. Ahora se trata de luchar por el este de Ucrania”.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 21 de marzo de 2014)

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