10 mayo 2002

Cuaderno de los Balcanes 01: Split/ Croacia


El ómnibus a Sarajevo va a partir del perón tres de la terminal de Split, Croacia. Junto a la terminal queda la estación de trenes y enfrente el puerto al que llegan los ferrys de Ancona. Un viejo maletero me habla en italiano. No hay en su voz esa afectación melosa que busca agradar al extranjero para que deje una propina. Piensa que estoy llegando a la ciudad y me ofrece un cuarto en alquiler. Cuando le digo que en verdad no llego, sino que me voy, parece respirar aliviado. Ahora puede recostarse tranquilamente al muro de hormigón de la terminal y hablarme del tiempo, como si los dos fuésemos viejos maleteros a la espera de turistas.

Lleva la camisa abierta y en su cara asoman los indicios de una barba canosa que no afeita desde hace por lo menos un par de días. Respira con ese resoplido de los hombres gordos entrados en años que se ven obligados al trabajo físico, pero la gorra azul de maletero, algo desarmada, coronada con un número cinco, le da un aire de dignidad. Lo convierte en una referencia de autoridad, a juzgar por la cantidad de ancianas que le preguntan por el lugar de partida de su coche, intentando asegurarse de que sea verdadero el número de andén que está escrito en su boleto. Cuando llega mi ómnibus nos despedimos con un movimiento de cabeza y esa mirada displicente de los viejos amigos que saben que sólo se alejarán por un rato y luego volverán a charlar de nada en la esquina de siempre.

Saldré rumbo a Mostar, ciudad dividida de Bosnia-Herzegovina, en el ómnibus a Sarajevo. ¿Pero existe realmente Sarajevo? Recién lo sabré dentro de tres días. Por ahora Sarajevo es un ómnibus sucio de dos pisos, que en otro lugar sería lujoso pero aquí está envejecido y maloliente. Por ahora Sarajevo, o su promesa, son tres viejas campesinas que pagan el boleto en marcos alemanes y hablan un idioma incomprensible; aunque vecino, suena distinto que la límpida entonación de los croatas educados de la ciudad.

El chofer enciende el motor. A lo lejos la sirena de un barco anuncia que ha llegado a puerto. El cielo se despeja. Nada parece indicar que exista Sarajevo. Las viejas campesinas se han quedado en el piso de abajo. Me ubico en el asiento que está frente al enorme parabrisas superior. Tengo la sensación de ir suspendido sobre el paisaje. Todo está por verse. El viejo maletero mira con seriedad la partida del ómnibus. Viendo su postura de maletero, su gorra con el número cinco, uno juraría que ha estado todo el día llevando y trayendo las valijas de los pasajeros que viajan en los ómnibus que van a Sarajevo. Pero todo es mentira. Él es sólo una parte más del decorado. Todos, incluso las tres campesinas que hablan en serbio y pagan en marcos alemanes, saben que no existe Sarajevo.

Escucho el crujido de la caja de cambios, el motor encendido, pero todavía no nos hemos movido del perón número tres. Suben otros dos pasajeros. No los veo pero siento cómo se mece el ómnibus mientras pisan los tres escalones cubiertos por una moquette empercudida. Sólo las cortinas turquesas están limpias.
Salimos. El maletero se queda sentado sobre su carrito. Pensativo. La mirada perdida. Un inmenso ferry italiano espera en puerto. Por la ventanilla pasan una ambulancia de la cruz roja y el perfil de mármol y piedra del palacio de Diocleciano. El Adriático a un lado. Las vías del ferrocarril al otro. El sol, de frente, me quema la cara.

Atrás queda Split, la ciudad que eligió el emperador para morir. Su palacio es ahora la ciudad antigua, con calles de mármol y elegantes boutiques que venden prendas de grifas europeas. Lo que queda de su palacio se refleja también en esas cuerdas de ropa recién lavada conviviendo con columnas romanas que sostienen edificios añadidos en la Edad Media. Se lo mire desde donde se lo mire, se verán ventanas de madera gastada abriéndose como heridas en los muros del palacio. Sofisticado conventillo de mármol. Lo único que sobrevive intacto de la época de Diocleciano está en los subterráneos de la ciudad. Se puede visitar pagando un ticket al funcionario que espera, semioculto, atrincherado en uno de los costados del pasaje de los artesanos. La ciudad quiere tragarse incluso esos restos del palacio e integrarlos a su organismo, quiere seguir devorándolo con su vida bulliciosa, sus peatonales de mármol, sus cafés abiertos hasta la medianoche, sus mesas de metal arrastrándose en plena madrugada cuando cierran las discotecas. Pero todavía queda un trozo de pasado en manos de la oficina de cultura, a salvo o prisionero. Hay dos entradas pero sólo una tiene guardián. En la otra, a veces, los parroquianos de un pequeño bar gritan y dan señales al visitante desprevenido indicándole dónde queda la taquilla.


Adentro, lo que se ve parece a una tumba. Tan acostumbrado se estaba a las columnas enredadas en la vida de la ciudad, que esas oscuras y húmedas estancias imperiales, con sus gruesos muros y sus arcos, más que un palacio parecen un mausoleo. La impresión funeraria no es del todo equivocada, si se piensa que quien construyó el palacio fue un emperador que estaba erigiéndose un lugar para morir. Se sabe, sin embargo, que la construcción que estaba pensada como mausoleo era otra, hoy convertida en catedral, hermosa y profana, con dos leones guardando la entrada y una mujer malhumorada recibiendo turistas a regañadientes y vendiéndoles postales que muestran el interior de la iglesia deformado por un ojo de pez. Parece orgullosa de que haya una iglesia cristiana en el lugar del mausoleo con el que pretendía glorificarse eternamente el que fuera el más cruel perseguidor de los cristianos.

==Primera parte de diez

* 2- Camino a Sarajevo
* 3- En Sarajevo
* 4- La dama y el cellista
* 5- El río de Ulises
* 6- El lado serbio de la ciudad
* 7- Rumbo a Belgrado
* 8- En la frontera
* 9- La ciudad blanca
* 10- Kalemegdam

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 10 de mayo de 2002)

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