20 noviembre 2002

Todas las fronteras del mundo

Sumergirse en la realidad del país más pobre de América, puede implicar un golpe tan fuerte que la experiencia se tiñe de una irrealidad casi onírica, mientras se recorren los jirones del viejo esplendor de la perla más preciada del imperio colonial francés. En Haití, cada imagen es una frontera.

Quienes llegan por avión a la isla de La Española, que Haití comparte con República Dominicana, aseguran que la división entre ambos países puede adivinarse desde el aire. La porción verde es República Dominicana, el gris amarronado es Haití. La postración económica de la ex colonia francesa prácticamente acabó con la vegetación. Los dominicanos comentan con cierta amargura que su propia crisis, o el pasaje furtivo de la frontera que realizan los contrabandistas de carbón vegetal, ya han ido desdibujando este remedo cartográfico. Pero si se arriba a Haití por vía terrestre, el impacto es todavía más fuerte.

La capital dominicana, Santo Domingo, tiene ciertos destellos de prosperidad, algunos basados en el auge de la construcción de infraestructura turística, otros que surgen de las inversiones realizadas en algunos monumentos de la ciudad antigua, como consecuencia de las celebraciones del quinto centenario de la llegada de Colón. Esto cambia apenas se sale de la ciudad y se pasa por los barrios de lata que se apretan en los cerros circundantes, o por las comunidades campesinas salpicadas entre los platanales. Pasan las horas y a medida que se acerca Haití, la pobreza se vuelve más extrema. Los signos de la modernidad relativa de Santo Domingo van dejando paso a pequeños poblados que muestran, al borde de la ruta, unos curiosos coliseos de madera reservados a las riñas de gallos. Unos kilómetros antes de llegar a la línea divisoria, la carretera simplemente se extingue, y es sustituída por un pedregal bordeado de casuchas miserables. El trayecto se hace trabajoso y el lado dominicano se parece a cualquier zona fronteriza de cualquier empobrecido país de América Central.

Pero a pesar de ese prólogo, que supuestamente debería preparar al viajero para llegar al país más pobre de América, no es posible estar listo para el impacto que se recibe al ingresar en Haití. Decenas de personas esperan el paso del ómnibus detrás de una pesada reja de metal verde, que sólo se abre para permitir la entrada o salida de los vehículos. Están prácticamente colgadas del portón. Un guardafronteras lo abre y el ómnibus traza una herida entre la muchedumbre, por la que avanza lentamente. Las imágenes se asemejan a la Ruanda de los noticieros. Niños negros, desnudos, mirando con los ojos desorbitados. Una enramada desvencijada bajo la cual decenas de mujeres -la piel sobre los huesos- dan vida a una feria fronteriza en la que los puestos, montados sobre estructuras de madera blanqueada por el sol y la lluvia, casi no tienen nada que ofrecer en sus cuarteadas mesas vacías. Una impresión de estar entrando en un lugar donde la pobreza extrema es la norma. A diferencia de otras, la frontera haitiana no es un lugar por el que se pasa, sino que es un lugar al que se entra.

==Primera parte de cinco

* 2- Puerto Príncipe
* 3- El brillo perdido
* 4- Petion-Ville
* 5- El Oloffson de Green

(Publicada en el semanario Brecha, de Uruguay, 2002)

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