05 febrero 2006

El Oloffson de Green

Las noches de Puerto Príncipe recuperan algo del brillo perdido de la perla de Francia. Para comprobarlo es necesario dejar atrás la seguridad relativa de Petion-Ville, bajar a la capital y dejarse envolver, por ejemplo, por la leyenda del hotel Oloffson, un antiguo hospital de los marines en el que parecen superponerse las épocas en varios planos. Un espejo contenido por un grueso marco de madera tallada, escorado sobre la barra del bar, refleja una atmósfera de otro tiempo en el azogue gastado. Dos minúsculos ventiladores de techo intentan batir el aire en la sala de fiestas del hotel Oloffson, de Puerto Príncipe. La capital haitiana tiene en esa vieja mansión uno de sus lugares más emblemáticos. Sin el brillo de antaño, la luz del día lo muestra rodeado por un barrio hundido en la pobreza, aunque por las noches mantiene esa atmósfera refinada y decadente que atrajo huéspedes ilustres, incluyendo al rolling stone Mick Jagger.

Una mujer negra, encanecida, cruza la sala apoyada en su bastón y se coloca detrás de una caja registradora de los años de la Ley Seca. Afuera, en las galerías de madera labrada, algunos huéspedes toman el célebre ron Barbancourt, de espaldas a la piscina en la que fue encontrado el cadáver del doctor Philipot, en "Los comediantes", de Graham Green. Pero más allá de los trazos que recuerdan los años cincuenta, hay otra escenificación que coexiste con el Oloffson de Green. Porque encima de la misma barra del bar del hotel hay un enorme televisor que sintoniza la trasmisión en directo de un partido de básquetbol de la NBA; y además de los huéspedes que toman ron haitiano en la galería, adentro, en las mesas de la sala de fiestas, una veintena de japoneses, casi adolescentes, descansan después de un largo día recorriendo los proyectos de cooperación internacional financiados por su gobierno.

Karaoke y Dessalines

En la misma escena del Oloffson es posible, incluso, descubrir un tercer juego de imágenes. Sobre la barra no sólo están el espejo y el televisor, los acompaña una talla en madera de un general negro, tocado con un sombrero de aire napoleónico, a la que le han esculpido unas mazorcas de maíz en el lugar en que irían las charreteras. Tal vez se trate de una imagen de Jean Jaques Dessalines, un esclavo nacido en Guinea que se autoproclamó emperador y se rebeló contra Napoleón, cuando Bonaparte inentó restablecer la esclavitud en la isla. Frente a las mesas, un escenario. Un cantante local, Ticoca, agita una tela turquesa al ritmo de una música que recuerda en algo el calypso panameño. Su banda se completa con un acordeonista, una batería y un bajo eléctrico. La voz, aguda, arrastra canciones tradicionales escritas en creole, ese idioma nacido de las plantaciones cuya raíz combina algo del francés antiguo y de las lenguas de los esclavos africanos. No son, sin embargo, mundos irreconciliables. Un japonés de larga melena rubia deja la barra, y empieza a bailar en el centro de la sala. Los que se quedaron en las mesas aplauden y lo alientan. Quienes tomaban ron en la galería se acercan, para observar de qué se trata ese griterío en un idioma que seguramente les resulta incomprensible. Ticoca termina su canción, agradece en francés y hace una pausa. Para llenar el vacío, de los parlantes surge música de discoteca. Ahora sí los japones dejan sus mesas masivamente y se ponen a bailar en el centro del salón. Uno de ellos, tal vez algo borracho, entra al escenario, toma un micrófono y canta, como si estuviera en un bar de karaoke. Al personal del hotel no parece llamarle la atención.

Después de las nueve de la noche el público del Oloffson cambia. La sala comienza a llenarse de haitianos que llegan atraídos por el recital que cada jueves ofrece una banda de vodoo-rock, Ram, que alcanzó la celebridad cuando una de sus canciones fue elegida por Jonathan Demme para la banda sonora de la película Philadelphia. Se apretan contra el escenario, y parecen estar en ritual más que en un concierto. La música combina cantos vodoo acompañados de percusión y unas enormes cornetas tribales, con una base pop y un trabajo de sintetizador que recuerda los clichés más obvios del rock sinfónico. La combinación, sin embargo, hace delirar a su público. La popularidad de Ram, de cualquier modo, es mínima si se la compara con el verdadero ídolo de la música haitiana: Micky Maravilla, una suerte de bailantero local que mueve multitudes. Con una escena música vibrante, galerías de arte cargadas de cuadros de cotizados pintores que no sólo practican el estilo naïf que le valió la fama internacional a la plástica local, y con una decena de escritores que publican asiduamente en editoriales francesas, la riqueza cultural de Haití parece estar en las antípodas de su miseria económica.

==Quinta parte de cinco

* 1- Todas las fronteras del mundo
* 2- Puerto Príncipe
* 3- El brillo perdido
* 4- Petion-Ville

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha, de Uruguay, 2002)

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