12 julio 2002

Ilegales en su propia isla (IV)

En los límites del casco antiguo de Santo Domingo, se conservan varias de las puertas de la ciudad colonial. Desde una de ellas, el héroe de la independencia dominicana dio el primer disparo que marcó el comienzo de su rebelión. Cada vez que hablan de su largo proceso independentista, los dominicanos recuerdan que no se liberaron de España, sino de Haití.

La isla que Cristóbal Colón rebautizó como La Española, se llamaba originalmente Ayití. Una parte fue colonizada por los españoles y otra por los franceses. La zona francófona coincide, en líneas generales, con el territorio actual de Haití, y se liberó de Francia en 1804. El área hispanohablante es la actual República Dominicana. Si bien en 1821 culminó la dominación española dando lugar a un país efímero conocido como Santo Domingo, en 1822 esa zona fue invadida por las fuerzas haitianas que unificaron la isla. Tuvieron que pasar veintidos años para que los hispanohablantes obtuvieran su independencia por segunda vez pasando a llamar a su territorio, recién entonces, República Dominicana.

Los problemas de vecindad no culminaron con la división de la isla, sino que los diferendos limítrofes recién se zanjaron en los años treinta y cuarenta del siglo XIX. El temor a una nueva invasión haitiana fue uno de los pilares en los que se sustentó la dictadura de Leonidas Trujillo, que fue el hombre fuerte dominicano entre 1930 y 1961. En 1937, temiendo posibles infiltraciones desde Haití, envió tropas dominicanas a la frontera, y les ordenó que masacraran a todos los haitianos hallados fuera de las plantaciones de azúcar, lo que costó la vida de entre 10.000 y 15.000 personas.

Vargas Llosa dedica el capítulo once de La fiesta del chivo a ese episodio. La escena se desarrolla en la sala de banquetes del Palacio Presidencial, en la que Trujillo agasaja a un sargento retirado del cuerpo de Marines, bajo cuyas órdenes se formó el dictador en tiempos de la ocupación estadounidense del primer cuarto del siglo veinte. En esas páginas se cuentan dos de las anécdotas que dieron forma a la leyenda sangrienta de esa matanza. Una narra el modo en que los soldados trujillistas diferenciaban a los haitianos de los negros de nacionalidad dominicana; en lugar de detenerse en pequeñeces burocráticas, se les había decir la palabra “perejil”, quien no podía pronunciarla era considerado haitiano y se le degollaba en el acto. La otra compite con la primera en cuál es la más macabra. Como nunca se supo la cifra exacta de muertos, las cancillerías de ambos países establecieron un número ficto de 2750 víctimas. El gobierno dominicano debía pagar una compensación de 750.000 dólares, de los cuales 275.000 se pagaron en el momento del arreglo, y el resto se abonaría en cinco cuotas anuales de cien mil dólares. Nunca se llegó a cumplir con este saldo, ya que los dominicanos reclamaron que Haití presentara los 2750 certificados de defunción, lo que obviamente era imposible de cumplir.

Rechazo fomentado

Trujillo fue el responsable de generar, desde el poder, una constante propaganda antihaitiana, utilizando las escuelas y los medios de comunicación para divulgar estas ideas. Con la excusa de defender la identidad nacional, Trujillo y sus principales funcionarios insistieron en que lo dominicano se basana en el carácter católico, hispánico y blanco de su población, oponiéndolo a un Haití caracterizado por la religión vudú, la raíz francófona del idioma creole y el color negro de la piel de sus habitantes, ignorando, entre otras cosas, la existencia de una importante población negra y mulata en República Dominicana.

Si bien fue Trujillo quien sembró las semillas de estereotipos sobre los haitianos que se mantienen hoy en día en parte del discurso cotidiano en su país, fue quien le sucedió en la Presidencia de la República, Joaquín Balaguer, quien consolidó este discurso oficial, mediante ataques racistas similares. En 1947, en su obra La Realidad Dominicana: Semblanza de un País y de un Régimen, que fuera publicado en Buenos Aires, Balaguer describía al haitiano como “generador de pereza”, agregando que se trababa de gente “indolente por naturaleza (que) no aplica ningún esfuerzo especial a nada útil a no ser que se vea obligado para obtener su subsistencia por ese medio”.

El ya citado informe de HRW, indica que “incluso ahora, las expresiones del sentimiento antihaitiano son comunes en todos los niveles de la sociedad”. El organismo defensor de los derechos humanos señala que calificar a la llegada de inmigrantes haitianos como amenaza a la soberanía nacional, ya se ha vuelto “un sello habitual de la cultura política nacional”. En ese sentido cita un recordado llamamiento del ex presidente Balaguer a todos los dominicanos para que establecieran una “unión sagrada” contra una “invasión pacífica” de los trabajadores inmigrantes haitianos, son. “Aparte de discriminar a los ciudadanos haitianos -agrega HRW- muchos dominicanos asumen que todas las personas de raza negra son haitianos, o tienen sangre haitiana, lo que se observa con el mismo resentimiento. También se cree con frecuencia que todos los trabajadores de las plantaciones de caña de azúcar y todos los residentes en bateyes son haitianos, aunque el conjunto de la mano de la obra en la industria azucarera y la población de los bateyes son étnicamente diversos, lo que incluye segundas y terceras generaciones de domínico-haitianos y hasta dominicanos sin ascendencia haitiana”.

El gobierno de República Dominicana ha negado reiteradamente esas acusaciones. En 1999 informó al Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial: “cabe señalar la inexistencia de prejuicio racial [en la República Dominicana]... siendo incierto del todo el discrimen que falsamente se supone contra los haitianos que habitan el país. Ese argumento carece totalmente de fundamento”.

==Cuarta parte de cinco

* 1- Parte I
* 2- Parte II
* 3- Parte III
* 5- Parte V

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha en julio de 2002)

Etiquetas: