28 agosto 2002

El oro de Nepal

El rey ha muerto, viva el abogado del rey. Yuvraj Kailash acaba de enviarme un mensaje de correo electrónico en el que anuncia que un amigo en común ha recomendado mi nombre, confidencialmente, para salvar el oro de la corona. El detalle menor de cómo algún nepalí pudo tener alguna idea remota de mi existencia, palidece cuando el abogado comienza a manejar datos y cifras de una intriga palaciega capaz de envolver al más escéptico. En junio del año pasado, el príncipe Dipendra mató a varios miembros de la familia real, incluido su padre, el rey Birenda, y su madre, la reina Aiswarya. Después de esto, se suicidó en el acto.

Dejemos el mensaje de mi flamante amigo Yuvraj Kailash por un momento. Los hechos que él cuenta, en sus consecuencias, efectivamente fueron así. Hubo una masacre en palacio en la que murieron el rey y sus familiares más cercanos. Cualquier observador atento puede sospechar que en lugar de un arrebato principesco, lo que allí hubo fue un ajuste de cuentas y un intento de acabar con el soberano y su descendencia. Luego, uno de los muertos, convenientemente indicado como suicida, fue sindicado como matador. La versión oficial, sin embargo, tejió una trama inspirada en la crónica rosa, asegurando que el príncipe Dipendra había actuado enceguecido por la pasión, ya que sus padres se oponían a su matrimonio con una plebeya. Algo que ocurre en las mejores familias.

Yuvraj se afilia completamente a esta teoría. Lo suyo no es ingenuidad, sino que como abogado de la corona está al tanto de todo lo que se hace o dice en palacio. Pero Yuvraj, a pesar de su profesión, es un sentimental. Sabedor de esa cualidad, el príncipe Dipendra le confió, antes de morir, el futuro de su amada. Esto convirtió a Yuvraj en el custodio de una cuenta bancaria de 30 millones de dólares que el príncipe destinó a la joven que le había robado el corazón: Divyani Rana. Las desgracias de esta Lady Di del Himalaya no culminaron con la muerte de su prometido, sino que sus fondos quedaron atrapados en los laberintos de la banca nepalí. Ni ella, ni el eficiente y siempre fiel doctor Yuvraj, pueden tocar un centavo de ese dinero sin tener sobre ellos el ojo orwelliano de los nuevos reyes de Nepal.

Yuvraj, sin embargo, tiene preparada una jugada maestra para cumplir la última voluntad de su príncipe. Esperó algo más de un año para que las aguas se calmaran, y comenzó a buscar, entre sus contactos, una persona de confianza que no tuviera ningún vínculo, ni siquiera remoto, con la familia real ni con ningún nepalí. Eso lo trajo hasta mí -algo completamente verosímil, ya que si algo no tengo es relación con la aristocracia de ese país-. Lo único que yo debía hacer era comunicarme con un fax confidencial que estaba enviándome, y luego prestarme a una transacción libre de riesgos en la que actuaría como testaferro para sacar de su encierro el dinero de la bella Divyani Rana. A cambio, no sólo tendría la gratificación de haber contribuido a una historia de amor trágico, sino que recibiría una suculenta comisión millonaria en dólares.

Una semana antes, sin embargo, yo había leído en El Espectador de Bogotá un artículo del periodista Fabio Castillo, en el que relataba cómo la mafia nigeriana había pretendido convencerlo de que ayudara a una pobre viuda africana a sacar sus dineros de su tierra natal a través de una sencilla transacción que debía realizar personalmente en Nueva York. Castillo siguió el juego, se entrevistó con los nigerianos, y logró desenmascarar la estafa. El modus operandi, que en un primer momento se hacía con cartas o faxes y ahora utiliza el correo electrónico, incluye en algunos casos el secuestro de los incautos aspirantes a millonarios. En otras ocasiones, simplemente se pide un número de cuenta bancaria, la que se vacía desde el extranjero.

Probablemente mi amigo Yuvraj fuera sincero, y su e-mail no fuera el nuevo ropaje de la estafa nigeriana, sino que en verdad un secreto amigo (¿el periodista nepalí al que le envié un correo electrónico el mismo día de la masacre pidiéndole datos para un artículo?) le haya enviado mis datos. Pero nunca llegaré a averiguarlo. Lo siento por Divyani Rana, quien no sólo no pudo convertirse en princesa, sino que tampoco podrá disfrutar de los dineros que el príncipe enamorado dispuso para ella. Y sobre todo lo lamento por los tres millones de mi comisión. Otra vez será.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha en agosto de 2002)

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