13 diciembre 2003

Lejos de Bagdad

Montevideo se ha vuelto una ciudad del trópico. Las noches cálidas tuercen inesperadamente su rumbo y esas nubes en las que nadie había reparado hasta hacía un momento se quitan la máscara en un abrir y cerrar de ojos. Primero es una brisa suave. No alcanza el tiempo para disfrutarla que ya golpea, con violencia, arrastrando a su paso todo lo que permanece distraído. Una caminata lunar inflable daba vueltas sobre sí misma por el medio del césped mientras la tela que cubría los parlantes sólo permanecía atada por uno de los vértices y se agitaba, desbocada. El conjunto no pudo terminar su retirada, por lo que no fue posible, esa noche, comprobar el efecto real de eso de lo que todo el mundo habla en la ciudad: hasta el mejor plantado en su cinismo sufre un nudo en la garganta con la despedida de esa murga. La política ya no hace reír. Los carnavales de ahora son la crónica de eso en lo que se está convirtiendo esta ciudad del trópico, y que los informes internacionales llaman “nación disgregada”. La diáspora. Suele ocurrir después de una guerra o de una catástrofe natural de proporciones bíblicas. Acá el clima cambió por la aceleración imprevista de esa combinación de factores que dos sociólogos, padre e hijo, llamaron el largo adios al país modelo. Ya somos, finalmente, pobres como todos.

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La CNN estaba cubriendo la llegada de un huracán a la Florida, y en medio de las calles desiertas y las palmeras que parecían quebrarse por la presión de la tormenta, había una figura solitaria sentada frente a la rambla de Miami, empapándose con las olas que ya se levantaban varios metros. Dos bomberos lo sacaron de esa peligrosa y absurda situación. Cuando ya estaba en terreno seguro el periodista le preguntó qué hacía en ese lugar mientras todo ser sensato estaba encerrado en su casa. “Quería ver cómo era un huracán”, contestó, disgustado por la interrupción, sosteniendo en sus manos un termo y un mate. Ahora ya no hay que ir tan lejos para presenciar y sufrir los nuevos sacudimientos. Enseguida del viento viene la lluvia. Violenta. Diluviana. Traspasa las ranuras y se cuela, invasiva. No hay forma de cubrirse. Las ventanas, que estaban abiertas para conjurar el calor sofocante que precede a las tormentas, se golpean con fuerza mientras el agua se desborda.

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No lo despertó el tabletear de la ventana del comedor ni el ruido de los truenos. Lo que lo sacó del sueño fue el llanto de su hijo. Miró resignado el mar de agua en que se había convertido la mitad de su apartamento, cerró las ventanas, y levantó a su hijo de la cuna. Lo tranquilizó acurrucándolo suavemente contra su pecho, y cuando el niño volvió a dormirse, lo acostó junto a él, a su cama. Con la cabeza sobre la almohada, escuchaba la furia de la tormenta y veía cómo el reflejo de los relámpagos iluminaba el cuarto. Una angustia inexplicable comenzó a invadirlo. Se imaginó que no estaba allí, en su casa. O sí estaba. Pero eso que lo aturdía no era una tormenta, sino la guerra. La ciudad estaba siendo bombardeada y él no podía hacer nada para proteger a su hijo. Sólo esperar, acurrucado en la cama, con el corazón en la boca, y rogar que ninguna bomba diera en el blanco. Sí, era a él a quien buscaban los proyectiles. Inmóvil, podía sentir su propio temblor en la calurosa noche.

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Al otro día lo contó en la oficina. Todos lo entendieron. No lo compadecieron ni le palmearon la espalda ni le dijeron mucha cosa. Lo entendieron desde esa forma de la comprensión que nace del haber vivido experiencias similares. Es el miedo. Inexplicable. Pero real. Colectivo e íntimo a la vez. En los sesenta estaba el miedo a la bomba. Era un miedo que se conjuraba desde la apelación a un proyecto, o al menos a una visión del futuro. Después ese miedo se fue extinguiendo. Quedó, a lo sumo, como una cuestión reservada a los europeos. Allá ellos y su Chernobyl. En esta banda del Atlántico lo sustituyó la convicción de que aquí no podía ocurrir. No a nosotros. Granero del mundo, vendedores de corned beef en cada una de las guerras pasadas, campeones del mundo en pasar desapercibidos. Pero también esa certeza desapareció. Se fue en el largo adios del que hablaban Carlos y Fernando Filgueira. En su lugar se instaló una duda que parecía provenir de lo más oscuro. ¿Por qué no iba a ocurrirnos a nosotros? No es que esta guerra importe más que otras. Ocurre que esta es nuestra primera guerra en desamparo.

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El otro trópico, el verdadero, se toma las cosas con más calma. Nadie sale con paraguas porque cuando se desata la lluvia más vale dejarla correr, para que pase más rápido. Jeremías sobrevivió a diez años de guerra con una filosofía parecida. “Combates combates, lo que se dice combates, había pocos, la mayoría de los muertos cayeron en emboscadas”, contaba. Y del análisis se desprendía el método: “por eso no hay que ir ni muy adelante ni muy atrás, siempre en el medio de la columna, y sin hacerse el héroe, que eso no sirve para nada”. Escucharlo era como escuchar de nuevo aquellas palabras de Dora María: “acá la guerra la ganamos los cobardes, a los valientes los mataron enseguida”. Un exceso de modestia para la mujer que dirigió la toma de León.
En Nicaragua todos tienen su anecdotario. Hay quien prefiere la épica de los años de la guerrilla, otros aseguran que la verdadera estatura trágica de lo que ocurrió en ese país está en lo que vivieron los jóvenes movilizados en el Servicio Militar Patriótico. Para acercarse a esa faceta no había nada mejor que escuchar a Noel Irías, probablemente el único de los periodistas nicas que podría haber descollado en su profesión en cualquier parte del mundo. Murió con poco más de treinta años y nunca escribió el libro que debió haber escrito sobre sus años en la guerra. No los vivió como reportero sino como conscripto. Una de sus historias hablaba de un compañero de pelotón, un niño rico de Managua que nadie sabía cómo lograba estar siempre atildado e impecable incluso en medio del barro de la montaña. Todos se burlaban y hasta le habían pegado la peor etiqueta que puede recibirse en esa sociedad patriarcal y violenta: maricón. Un buen día al niño rico le diagnosticaron lepra de montaña, una enfermedad que era la pesadilla del campesino y, por lo tanto, del soldado. Un mal que se va comiendo partes enteras de la cara hasta dejar al paciente completamente desfigurado a menos que se someta de inmediato a una batería de inyecciones. En esos años de bloqueo, el tratamiento era escaso y costosísimo, así que quien tenía la desgracia de contagiarse la lepra de montaña, no podía hacer otra cosa que resignarse y volver con la cara mutilada. Una ganga para una guerra que costó cincuenta mil muertos y que dejó a casi media generación en silla de ruedas. Pero el personaje de esta historia era un niño rico, así que sus padres mandaron a traer del extranjero el tratamiento completo y se lo enviaron de inmediato. Le llegó un día que estaban acampando junto a una aldea miserable. Una niña de no más de cuatro años tenía, también, lepra de montaña. El niño rico no lo pensó ni un momento. Le devolvió las inyecciones al médico y le pidió que se las pusiera a la niña campesina. Nunca nadie volvió a tratarlo de maricón.

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De cada vida podría escribirse una tragedia. Sobre Ramón Rivera, que era el encargado de llevar a los padres de Jalapa el telegrama sobre la muerte de los conscriptos. Sobre el muchachito que era Testigo de Jehová y que se negaba a usar un arma pero que igual lo mandaron al frente, sólo que desarmado; todos lo agarraban de punto, menos “un lumpen de San Judas” -Noel dixit- que lo tomó bajo su protección y le enseñaba malas palabras y mañas para defenderse, hasta que un día mataron a su protector, y el protegido se olvidó de Jehová, agarró un fusil en medio de la balcera y ya no lo soltó más. O sobre el balazo que un capitán le pegó a un camarógrafo porque lo filmó llorando desconsoladamente, abrazado a dos casi niños de quince años que acababan de morir en una emboscada y que esa tarde habían llegado a su batallón. Todas historias que quedan escondidas debajo de los cables de las agencias de noticias y de las páginas de los historiadores, que colocadas una junto a otra forman una crónica de un heroismo no buscado. Pero una crónica que no resiste discurso, por lo que no debe ser contada. Sólo la épica podría narrarla pero en la guerra desnuda no hay épica posible, porque la épica depende de esa noción de lo grandioso que nace del triunfo o de la derrota que es vivida como triunfo, y en la guerra desnuda no hay vencedores. Todos pierden algo. A veces no se dan cuenta de qué es lo que han perdido hasta que nacen sus hijos en una tierra extraña y empiezan a olvidar. Historias vividas por quienes hubieran preferido no vivirlas. Imágenes que se quedan como esculpidas. Un primer plano de las manos heladas de un muchacho asustado en Puerto Argentino. Una mujer, hermosísima, muerta en la nieve en Yugoslavia. Eslabones de una corriente subterránea que está presente en esa inexplicable conexión del padre que vive una vigilia en Montevideo como si fuera un habitante de Kabul, o de Londres, o de Dresden, o de Stalingrado. Una corriente que es, en sí misma, sin necesidad de palabras que la expliquen, una descripción del miedo. La más real y pura de las sensaciones que despierta la guerra. Su sinónimo. El miedo. Aunque estemos lejos de Bagdad.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha)

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