08 octubre 2003

Bruce Lee en Bosnia

Cuando todavía no se había levantado el muro de Berlín, pero esa ciudad alemana ya estaba dividida, las crónicas narraban las múltiples formas que había encontrado la población para pasar de un lado a otro. Esa postura de los berlineses fue la que no dejó que una barrera de hormigón y alambre de púas derrumbara ese espacio simbólico que es una ciudad. Por eso hoy, en la comparación con otras fracturas urbanas, parece casi injusto atribuirle a la Berlín de la Guerra Fría el nombre de ciudad dividida. Resulta más adecuado hablar de un tejido social que debió sufrir una anomalía urbana. Todo lo contrario es lo que ocurre con Mostar, en Bosnia Herzegovina. Allí es el tejido urbano el que sufrió la separación de su tejido social. Los muñones del viejo puente otomano, dinamitado por la artillería croata, es sólo el signo más conocido de esta realidad.

Con dos orillas separadas por el verdísimo Neretva, Mostar no tiene muro ni barrera, pero es muy fácil saber dónde están los límites en esa ciudad quebrada. Cuando se baja del ómnibus y se recorre el camino que lleva a uno de los pocos hoteles del lugar, el visitante se siente transportado a los años de la desintegración de Yugoslavia. Esa avenida, que alguna vez estuvo rodeada de edificios elegantes, coincide exactamente con la línea del frente entre croatas católicos y bosnios musulmanes. Ambos lados están semi-derruidos, y todas las fachadas revelan las heridas de la artillería y los fusiles de asalto. Esqueletos metálicos de lo que alguna vez fue la estructura del toldo de un restorán, se herrumbran retorcidos como último vestigio de los lugares que frecuentaban los católicos adinerados. También el local del secundario, una ruina de estilo andaluz obsequiada por la monarquía austríaca a sus súbditos musulmanes, da cuenta de la destrucción de los años noventa. Parece un absurdo, pero aunque nada visible separe las dos orillas, los habitantes de un lado de la ciudad no parecen mezclarse con los de la otra parte.
Pero a veces no hay mejor manera de combatir el absurdo que con más absurdo. Este pensamiento debe de haber estado por detrás de la idea de erigir una estatua de Bruce Lee como símbolo de Mostar. ¿Qué puede tener que ver con su universo simbólico o con su pasado histórico esa estrella de las películas de artes marciales? Nada. Y ahí está el centro de la motivación de los que quieren volcar bronce en un molde con su figura. Nino Raspudic tiene 26 años, acaba de graduarse en Letras en la Universidad de Zagreb, y es uno de los impulsores de la iniciativa. “Para ser honesto, me enfermaba cada vez que decía que soy de Mostar y me preguntaban si era del lado este o del lado oeste de la ciudad. Esta es una de las razones para consrtruir una estatua de Bruce Lee. Esperamos que en el futuro alguien diga 'sí, conozco Mostar, la ciudad que tiene una estatua de Bruce Lee'”. Afortunadamente Raspudic no promovió que el monumento reflejara a otro de sus ídolos, el español Julio Iglesias. Hubiera sido un poco más lógico, sin embargo, si se piensa que la idea es colocar la estatua en uno de los puntos estratégicos de la que fuera la línea del frente, en la Plaza España.

Otro de los impulsores de la idea, Branko Gatalo, consultado por la Feral Tribune, se negó a dar muchas explicaciones, aunque finalmente accedió al requerimiento del periódico. "La gente se ha vuelto tan estúpida -dijo- que ahora resulta que es necesario explicar la ironía". Derrotado por esa realidad, aseguró que la estatua de Bruce Lee "intenta probar que hay una etapa de la historia de la ciudad que no puede ser resuelta en términos ideológicos o políticos". En su opinión, "Bruce Lee, como un ícono, como un hombre que luchó y triunfó a través de su propio esfuerzo, es como el sueño de un niño acerca de un mundo mejor y más justo". Más allá de estos argumentos, y más allá de los ocho mil dólares que prometió la embajada china, el asunto no será fácil de digerir para los políticos locales.
La estatua es un primer paso. El siguiente sería que las tarjetas telefónicas compradas en una orilla de la ciudad, pudieran ser usadas en los teléfonos públicos ubicados en la vereda de enfrente. Mientras espera por su nuevo héroe de bronce, la ciudad continúa marchando a su ritmo. Los golpes de los artesanos que graban el nombre de la ciudad en los cascos de los mismos obuses que ayudaron a destruirla, se combinan con el sonido de las herramientas de la empresa turca que intenta levantar de nuevo el viejo puente. Sin embargo, apenas logran enturbiar el silencio que espera entre las casas derruidas, el puente dinamitado, y los herrumbrados cisnes mecánicos de un parque de diversiones abandonado.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 8 de octubre de 2003)

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