06 julio 2001

Guerra y cerveza

Los rostros de los Bad Blue Boys reciclados como paramilitares quedaron registrados en las ilustraciones que acompañan el libro "Guerra y cerveza", de Steve Gaunt, un inglés de 44 años que en 1993 se alistó como voluntario en las fuerzas croatas y que al ser herido se convirtió en fotoreportero. Esta obra muestra una de las caras menos ideologizadas de las guerras que desintegraron la ex Yugoslavia: la de aquellos que peleaban porque no tenían nada mejor que hacer.

El mismo día que Steve llegó a Zagreb, se apersonó en el cuartel de las milicias y pidió que le permitieran combatir contra los serbios. Lo colocaron en una unidad junto a otros tres ingleses y un francés con los que aprendió su primera palabra en croata: pivo, que al igual que en casi todas las lenguas eslavas significa cerveza. Tres días más tarde partía rumbo al frente. Las milicias derechistas croatas le entregaron su primer granada y desde ese momento el diario de Steve es una sucesión de borracheras, combates y aburrimiento. Un día están obsesionados con obtener más armas y al otro se lo pasan en la casa de una muchacha mirando televisión y sumergidos en charlas intrascendentes.

El rumbo de su vida cambia cuando comienza a sacar fotos con una cámara barata de 35 milímetros (son suyas las dos primeras fotos que acompañan este post). Las imágenes que capta tienen el mismo tono que su diario: dos sonrientes jóvenes uniformados jugando al ajedrez mientras se apuntan con sus pistolas; otros dos en un descanso del combate empinándose una botella de cerveza y mostrando la felicidad de un pie desnudo que acaba de liberarse de su bota militar; una formación marcial en la que hay algunos hombres de casco, otros con un pañuelo colocado en la cabeza a la usanza pirata, y hasta alguno que ni siquiera en esa situación deja de beber. No es el fanatismo por una idea, ni la postura cínica de quienes están más allá de cualquier idea; es más bien una forma alegre de la violencia, que hace pensar en las barras bravas de los equipos de fútbol antes que en una patrulla de mercenarios. Una aparente contradicción que se revela como falsa apenas se descubre que muchos de los paramilitares eran hooligans en ropa de combate.

El lazo entre el nacionalismo radical y las barras bravas también tuvo su expresión durante el Campeonato Mundial de 1998. La selección de fútbol de Croacia se convirtió en la revelación del torneo. Los medios especializados de Occidente, y la opinión pública occidental en general, recibían con simpatía cada noticia de los éxitos de los croatas. Era la habitual identificación con los débiles. Resultaba difícil no regocijarse con el hecho insólito de que ese pequeño país recién salido de una guerra, con una extraña camiseta a cuadros rojos y blancos (que pocos sabían que era el símbolo de la Croacia medieval usado durante la Segunda Guerra Mundial por los ustachi fascistas), hubiera podido llegar a la semifinal de una Copa del Mundo.

Pero había una realidad menos agradable por detrás de las victorias croatas. Mientras el aficionado occidental se alegraba inocentemente con los goles de Croacia, en el pueblo de Mostar, en Bosnia-Herzegovina, los nacionalistas croatas festejaban esos mismos goles desatando una verdadera cacería étnica contra la población musulmana al término de cada partido ganado por su escuadra.

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(Artículo de Roberto López Belloso publicado en el semanario Brecha, de Uruguay, el 6 de julio de 2001)

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