11 junio 2004

Atenas: entre la Grecia clásica
y la herencia de Bizancio

Grecia es parte de los Balcanes aunque no siempre le guste reconocerlo. No estuvo involucrada en la última guerra pero sí peleó en las anteriores, cuando comenzó a gestarse el final del imperio otomano. Además, comparte con sus vecinos eslavos de Serbia y Montenegro la fé ortodoxa y la nostalgia por Bizancio. Por eso este segundo cuaderno de los Balcanes la incluye con naturalidad, a continuación de las inexpugnables montañas montenegrinas.

Para llegar a Grecia desde Montenegro hay dos caminos. Se puede atravesar Albania en algo más de doce horas en automóvil y luego hacer un corto trayecto en ferry hasta la isla de Corfú, o embarcar en alguno de los frecuentes vuelos que tienen a Atenas como destino. Si se escoge el medio más directo, se arribará al moderno aeropuerto que la capital griega se hizo construir para estar a tono con los Juegos Olímpicos de este año. Ahora el ómnibus que lo conecta con la ciudad demora el doble de tiempo en dejar a sus pasajeros en la Plaza Sintagma, pero la nueva terminal aérea, que incluye hasta un museo con los hallazgos realizados en los trabajos de construcción, justifica la relativa molestia. Aunque se llegue casi de madrugada, Atenas siempre reserva un resto de vida nocturna para que el visitante no deba esperar hasta la mañana siguiente para sentir que ha llegado.

Al otro día es necesario levantarse temprano y comenzar la búsqueda. Hay que abrirse paso entre el tráfico caótico de Plaza Omonia, remontar las peatonales surcadas de tanto en tanto por motocicletas desbocadas y trepar más todavía por las callejuelas medievales de Plaka. Arriba está el legendario promontorio. La roca consagrada a Atenea, sembrada de templos, tapizada de un mármol resbaloso. La Acrópolis. No enamora enseguida. La primer impresión siempre encierra un cierto desencanto. Deja por fuera. Es indudable la perfección arquitectónica de esas formas vueltas una grifa, bastardeadas por el lugar común o enriquecidas por la emoción sincera que despierta en las almas de provincia. Pero la propia fuerza de la leyenda se resiente con la corporeidad de la piedra y el mármol. Por eso la primera visita a la Acrópolis tiene que ser rápida y ocupar el primer día en que se está en la ciudad.

Después empieza el cortejo. Atenas va encantando con cada uno de sus rincones, sus mercados, sus bares de rembetiko, sus templos clásicos, sus iglesias, y a la vuelta de cada esquina aparece, siempre, la visión de la Magnífica. Esquinada en lo alto. Bañada en neón rosado por las noches. Cegadora de blanco cuando refleja el sol del mediodía. Así va atrayendo inexorable como atraía a los promesantes en la procesión anual que culminaba ante el Partenón, única oportunidad de ver la perdida estatua dorada de Atenea , obra de Fidias. Entonces se le da la espalda, se toma la dirección opuesta y se trepa el Licabetos. La “colina de los lobos”.

==Primera parte de cuatro

* 2- Las otras colinas
* 3- Ciudad bizantina
* 4- El viejo cementerio

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha 9 de junio de 2004)

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