04 junio 2004

Montenegro: la tierra nunca conquistada

No cabe duda que es una frontera. El minibus que parte una vez al día de la cercana Dubrovnik deja a sus ocupantes en el puesto migratorio y da por terminada su parte. La policía croata revisa los documentos con cierta despreocupación y pone los sellos de salida. A partir de ese momento se hace necesario recorrer a pie una zona de nadie que tiene más de un kilómetro de extensión. Los antiguos enemigos no tienen intención de verse las caras y quien quiera viajar a Montenegro deberá pasar por una experiencia que parece salida de los tiempos de la cortina de hierro.

Nada más alejado del resto de Europa, donde se pasa de un país a otro sin apenas darse cuenta, o donde, a lo sumo, el cambio de soberanía se salda con un rápido trámite que se hace encima del ómnibus o del tren. Pero ahora estamos en la península de Prevlaka, y aquí los guardias fronterizos se toman en serio su trabajo y su enemistad. En esta zona, durante la primera mitad de los años noventa, el enfrentamiento no fue entre serbios y musulmanes, sino entre croatas y montenegrinos. Y eso se nota.

Acabamos de bajar del minibus y ya nos han puesto el primer sello en el pasaporte. El tramo de tierra de nadie que debe recorrerse a pie se hace en silencio y casi manteniendo la misma fila que se había formado ante la primera garita. Cuatro daneses arrastran pesadas valijas mientras que una mujer croata y sus dos hijas se desplazan más livianas de equipaje. Tras algunos minutos de caminar en esa carretera de montaña se llega a Montenegro. Allí un agente anota cuidadosamente los nombres y el número de pasaporte de cada viajero, tras lo que se debe andar unas cuadras más para llegar a otro ómnibus, éste montenegrino, que espera con la proa apuntando hacia el lado equivocado. En ese tramo la ruta es tan angosta que no se entiende muy bien cómo va a poder dar la vuelta y tomar la dirección correcta. El procedimiento es lento pero el conductor parece hacerlo de memoria. Va maniobrando hasta quedar con parte del chasis trasero pendiente del abismo y las ruedas arañando el borde del asfalto. Entonces gira todo el volante y acelera para casi rozar con el paragolpes delantero la pared de la montaña, arrancándole al motor un ruido de protesta y a sus pocos pasajeros un suspiro de alivio.

Perast

Una vez que deja la frontera y los primeros kilómetros a campo abierto, el ómnibus realiza uno de los recorridos más bellos del Adriático. Tras atravesar los suburbios de Herceg Novi se bordea un fiordo de aguas color turquesa que se interna tierra adentro contenido por la montaña. Como sucede en toda la ex Yugoslavia, espantosas estructuras industriales, ya inactivas, conviven con la apacible vida campesina. Aquí se le suma una interminable serie de casas de dos plantas, a medio reciclar, que ofrecen alojamiento para turistas de paso en alguno de los dormitorios de la familia. De tanto en tanto también pueden verse chalanas de pescadores y los omnipresentes tractores balcánicos. Pero la naturaleza es la que reclama mayor atención. La lengua de mar se ensancha en algunos tramos y obliga a la carretera a dibujar un amplio arco que hace más lento un trayecto que se debate entre el deseo de los locales de llegar rápido a casa, y la conspiración en la que nos hemos embarcado con los daneses para controlar mentalmente el tiempo y lograr que ese viaje costero no termine jamás. Montenegro es un país antiguo y sabio, por lo que logra dosificar ambas necesidades. Justo en el momento en que la ruta se libra de las curvas más pronunciadas y el chofer acelera el paso, aparece ante las ventanillas del ómnibus la bahía de Perast.

Podría decirse que no está en las guías turísticas pero sería una verdad a medias, ya que no hay guías turísticas de Montenegro, pero merecería ser la fotografía de tapa de cualquier publicación que quiera atraer visitantes al país. Un pueblo del siglo XV, con rastros de la lejana Venecia en su arquitectura de piedra, cuelga casi en ruinas sobre una bahía en cuyas aguas quedaron petrificadas dos islas diminutas en las que apenas caben, en una, un templo ortodoxo, y en la otra un monasterio católico. Ahora sí el ómnibus puede llegar rápido a destino que nadie le reclamará al paisaje un gramo más de su cuota de belleza.

Kotor

Montenegro nunca fue conquistada pero siempre debió defenderse. Eso es lo que transpira la envejecida piedra gris de la fortaleza de Kotor, unos kilómetros más allá de Perast en el camino que lleva hacia Albania. La fortaleza trepa siguiendo la forma de la montaña, se refuerza con bastiones de tanto en tanto y llega a la cumbre, inexpugnable. La ciudad vieja está apretada allá abajo, dentro de la cápsula protectora de los muros que defienden lo que ha quedado a nivel del mar. A cada paso es posible encontrar las molduras de inspiración veneciana que han dejado el relieve de un león o un escudo de armas sobre el travesaño de un portal. Laberíntica y de calles estrechas, tiene, sin embargo, no menos de tres plazas en las que se agrupan las iglesias, los cafés y los tres hoteles.

De una de las iglesias cuelga una enorme bandera de seda con los colores serbios y una letra en cada una de las cuatro esquinas de la cruz. Es un acrónimo de la frase que ha acompañado por siglos la reafirmación nacionalista de los serbios: Sólo la unidad salvará a Serbia. Resulta inevitable recordar que esa misma cruz con esas mismas cuatro letras era la que se pintaba, con la desprolijidad de la guerra, sobre las ruinas de las casas no serbias que acababan de ser incendiadas en el interior de Bosnia. Acá, sin embargo, hablan de la voluntad de la mitad de los montenegrinos de continuar unidos a sus hermanos de sangre. “Siempre con Serbia, nunca sin ella”, es el lema de los partidarios de mantener la unidad entre los dos pueblos eslavos dentro de una misma entidad política, hoy llamada Serbia y Montenegro, último jirón del complejo entramado de la vieja Yugoslavia. La otra mitad del país quiere la independencia, tal vez como un modo de alcanzar un despegue económico más que como una reivindicación identitaria. Los montenegrinos no deberían tener problema de identidad. Ellos son quienes son. Todos los demás vinieron más tarde o debieron aceptar la mezcla de sangres impuesta por la conquista otomana. Esa convicción, en lugar de volverlos xenófobos, hace de Montenegro uno de los últimos experimentos exitosos de convivencia interétnica de los Balcanes.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 4 de junio de 2004)

Etiquetas: , , , , ,