06 agosto 2010

El caso Dominic Matei

Es como si El caso de Benjamín Button lo hubiera dirigido Francis Ford Coppola basándose en una historia creada por alguien más versado en lo sobrenatural que Scott Fitgerald, y si en lugar de Brad Pitt su protagonista hubiera sido Tim Roth. Porque la anécdota es casi tan inverosímil como aquélla, pero el resultado obtiene lo que no pudo el niño-anciano de Nueva Orleans condenado a rejuvenecer. En Juventud sin juventud de Coppola, el profesor Dominic Matei, que en 1938 es alcanzado por un rayo al salir de la estación de trenes de Bucarest, logra que el espectador lo acepte como guía (y le perdone algún toque naif que el director acentúa desde los créditos, seguramente a modo de exorcismo). La película acaba de llegar a los videoclubes pero al comprobar que su fecha de producción es 2007, resulta posible pensarla como homenaje al centenario de Mircea Eliade, también profesor, también rumano, también alcanzado por el rayo de la pasión por la India, de cuya imaginación surgió Tiempo de un centenario, la narración que está en la base del filme.

La historia no parece escrita en el 70. O en todo caso, no parece del año 70 del siglo XX. Su duende es decimonónico. Al igual que Señorita Cristina podría haber sido uno de los cuentos del desafío que se hicieron los esposos Mary y Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori , en aquella noche de mayo de 1816 que dio origen a la arquetípica Frankenstein. Sólo habría que haberle aderezado la sensualidad con la que Eliade acompaña al horror, como ya había ensayado en La serpiente. Ocurre que el rumano no comulgaba con la literatura de sus contemporáneos, tenía un vínculo de rechazo y atracción con James Joyce (de quien pensaba que escribía “difícil” sólo para hechizar a los críticos) y añoraba a Goethe y Balzac. Sólo veía un poco de esperanza en la ciencia ficción. Le gustaba leer a Arthur C. Clark y buscar en esos mundos imaginados de androides y replicantes el barro original de los mitos antiguos. Ese anacronismo de Eliade al escribir una novela fantástica con un spleen romántico, se entiende mejor si se asume que en realidad escribía de manera desfasada, recuperando el tiempo “perdido” desde la Segunda Guerra Mundial, cuando se dedicó por completo a la historia de las religiones, y sobre todo desde su llegada a Estados Unidos, cuando la vida académica le llenó de tediosas obligaciones administrativas.

Casi siempre vio su tarea científica como algo que le desviaba de su camino principal. En 1946, en París, mientras trata de sobrevivir en una pieza sin calefacción y empeñando sus pocas pertenencias en el Monte de Piedad, anota en su diario que lleva tres años experimentando un “alejamiento real, físico, de la literatura”. Lo amarga la perspectiva de verse al final de la vida “viejo, con una estantería de libros sabios a mi lado: mi obra. ¿Es ése verdaderamente mi destino?”. En Montevideo se encuentran –con dificultad- algunas de sus novelas. La más fácil de hallar es Medianoche en Serampor, de Compactos Anagrama. Aunque aparezca ocasionalmente entre los libros de segunda mano y el título resulte sugerente, La noche bengalí no debería de ser el primer contacto con el autor, ya que éste siempre la consideró una obra de juventud escasamente lograda. Tal vez el mejor Eliade como narrador se encuentre en La noche de San Juan, su obsesivo proyecto de la segunda posguerra. Ahí ya está presente el tema del doble como metáfora de “la superación de los límites ordinarios”, como le cuenta a Claude Henrirocquet en el libro-entrevista La prueba del laberinto. El doble para amar a dos mujeres a la vez a partir de esa noche “en la que se entreabre el cielo y puede verse el más allá”; o el doble para amar doblemente a la misma mujer que es, a su vez, dos mujeres, como le ocurre a Dominic Matei. Que el proceso de duplicación ocurra porque un septuagenario profesor rumano fue rejuvenecido por un rayo, es apenas un medio para lograr otro medio. El fin no es otro que el que ha atravesado toda su obra, “eso” que acepta definir mediante una paráfrasis de San Agustín: “si me pregunto lo que es el ser, no lo sé; pero si no me lo pregunto, lo sé”.

Aunque le dedica varias horas diarias a La noche de San Juan, en 1951 todavía se queja de haberse “entretenido demasiado con la ciencia”. Una década más tarde se resignaría a aceptar que la ciencia que practica tiene un lejano eco literario y que, en el fondo, lo que hace al estudiar los mitos, el chamanismo y la historia de las religiones, es perseguir la fuente original de la inspiración literaria. Está llegando a los sesenta años y todavía faltan diez para que publique la nouvelle que dará origen a la película de Coppola. Es el momento de su encuentro con Borges, con el que inevitablemente habla del Mito del eterno retorno, el breve y célebre ensayo de Eliade. Describe a Borges con economía telegráfica: “casi ciego, el rostro surcado por las arrugas, móvil, innumerables tics”. Luego de una conversación en privado lo escucha disertar en público “sin ninguna pausa, sin buscar ninguna palabra, sin una sola duda, manteniéndose muy cerca del micrófono”.

¿Dos almas gemelas? Sería más prudente decir cercanas. Pese a lo borgiano del personaje que encarna Tim Roth en Juventud sin juventud (el propio Coppola ha reconocido esa influencia), no debe pensarse en Eliade como un espejo del autor de El Aleph. El joven que descubrió a Lautreamont antes que a Rimbaud, que sobrevivió al influjo de sus compatriotas Emile Cioran y Tristán Tzara, es el mismo veterano profesor de campus estadounidense que en plena efervescencia del año 68 no oculta su simpatía por sus estudiantes hippies, a quienes considera “parte del proceso (inconsciente) del redescubrimiento de la sacralidad de la vida”. Algo impensable en el cascarrabias de Palermo.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en el semanario Brecha el 6 de agosto de 2010)

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