01 junio 2010

Homero. Sin talón ni caballo

Tres mil años después del rapto de Helena de Argos, la guerra de Troya continúa encendiendo pasiones. Trifulcas de simposio y debates sobre la vigencia de este o aquel hallazgo arqueológico sugieren que la vieja historia está lejos del formol. Este artículo se asoma al trabajo de siglo y medio de la arqueología alemana para dar con un fantasma y a la búsqueda bastante más longeva y exitosa que ha realizado la literatura.

Cuando el verano llegue al hemisferio norte, un equipo de arqueólogos de una vieja universidad alemana –Tübingen, la misma en la que estudió Kepler– volverán al lugar donde estuvo Troya. Desde el siglo XIX ese es el yacimiento que se viene excavando en busca de un mito: alguna prueba inequívoca de la guerra que cuenta Homero en La Iliada. Cada año, al final de su cíclica expedición, los arqueólogos vuelven a sus cuarteles de invierno para analizar los resultados, publican sus conclusiones en una revista anual especializada, y se preparan para reiniciar el trabajo al año siguiente. Un verdadero asedio a la ciudad que vivió el cerco más célebre de la cultura occidental y que, a su vez, los cerca y los obliga a intentar desentrañar su misterio. Como ha dicho otro de los hipnotizados por Homero, el italiano Alessandro Baricco: “Cada vez que asedias cualquier cosa, también esa cosa está asediándote. Cualquier tipo de asedio, el de un estudioso a su objeto de estudio, un asedio de amor…eso que es nuestra vida, esa búsqueda de romper una muralla no es separable –dicen los griegos a través de Homero- de la experiencia de estar detrás de la muralla. Por eso la imagen de la Ilíada de una ciudad de piedra sitiada que contraataca y a su vez asedia a una ciudad paradojal que forman las naves de los atacantes, parece querer decirnos que la vida es así, que no se trata nunca del asedio a una ciudad sino que siempre son dos ciudades que se miran”.

El asedio arqueológico de Troya comenzó con otro alemán, el arqueólogo aficionado Heinrich Schliemann. Contra todo pronóstico y valiéndose de las coordenadas ambiguas que Homero había situado en La Iliada, Schliemann se acercó a demostrar que la guerra de Troya realmente existió, e inhumó el que creyó su sitio así como varios de los objetos que –suponía- pertenecieron a los guerreros que debieron de haberla peleado. Sus continuadores han relativizado varios de esos hallazgos pero año tras año se afirman en su rol de abogados defensores de su “padre fundador”. Fiscales no han faltado. En 2001, por ejemplo, hubo una dura polémica entre el equipo alemán y académicos ingleses, que incluyó escaramuzas en simposios –los arqueólogos son gente de pocas pulgas - y un “debate abierto” en el Times. Se acusaba a quienes trabajan en Troya de haber montado un pastiche que pretendía pasar gato por liebre, es decir, tomar las ruinas de una ciudad secundaria de Asia Menor y presentarla como si fuera la ciudad bisagra entre Oriente y Occidente que menciona Homero. Para lograr esto, afirmaban los críticos, los alemanes habían sumando restos arqueológicos que efectivamente están en el mismo sitio pero que corresponden a la superposición de ciudades de épocas distintas. Los que conducen la excavación de Troya se han venido defendiendo desde entonces en artículos científicos y en reyertas intelectuales de cafetería universitaria, polemizando en pleno siglo XXI sobre algo acaecido hace unos tres mil años. Las conclusiones oficiales de esa defensa pueden encontrarse en un documento de 77 páginas que recoge el discurso de aceptación de una distinción académica por parte del arqueólogo Manfred Korfmann. “Troya a la luz de las nuevas investigaciones”, leído el 12 de noviembre de 2003 a las tres y media de la tarde –las universidades alemanas son instituciones que aman la precisión de sus registros- puede considerarse el testamento científico de Korfmann, quien murió dos años más tarde. “Nuestras excavaciones –afirmó Korfmann– no contradicen el estado de opinión de los académicos homéricos, tal como los representa por ejemplo el helenista Joachim Latacz, que parecen ser de la opinión de que hay un ‘núcleo histórico’ dentro de La Iliada según el cual Troya era una ciudad importante por la que valía la pena luchar durante un largo período de tiempo”. La segunda conclusión es que los hallazgos “tampoco contradicen” la opinión de los estudios anatólicos de vanguardia que entienden que esa Troya del siglo XIII antes de Cristo era una potencia regional vasalla del imperio hitita. Sin embargo, aclara Korfmann, un arqueólogo puede decir que una gran guerra ha ocurrido en tal lugar, pero “nadie en mi equipo ha hablado de ‘la guerra de Troya’” entendida como aquella guerra puntual entre aqueos y troyanos que luego fue cantada por Homero.
“Uno se pregunta a menudo si esa guerra realmente existió”, anotó Baricco durante una lectura pública en Roma. “Lo que nosotros sabemos –añadió, siguiendo a la estudiosa italiana María Gracia Ciani– es que probablemente las narraciones de los griegos recogen una multitud de guerras y de personajes, una constelación de historias, de pequeños y grandes asedios, de batallas luchadas o no luchadas, y todo esto lo condensaron en una única guerra simbólica, en un único asedio, en una única experiencia que simbolizaba, en resumen, la tentativa de la Grecia de entonces de apoderarse del Oriente”.

LAS JOYAS Y LA DAGA. Las salvedades de Korfmann dejaron a salvo la precisión científica de su trabajo sin arriesgar el honor de Schliemann. Demasiado esfuerzo. En verdad el trabajo de Schliemann, aunque sus resultados fueron “arqueológicos”, siempre perteneció al terreno de la literatura. Fue polémico como arqueólogo porque pretendió probar una tesis literaria. Excavar para desenterrar un fantasma. Entre las historias que se cuentan sobre Schliemann una dice que hacía lucir a su esposa las joyas encontradas en los yacimientos. Un hecho reprobable desde el punto de vista museístico pero totalmente válido en el campo de la “construcción de un personaje”. Recordemos que Schliemann, enamorado de Grecia desde su juventud, quería casarse con una mujer griega y la escogió tomando un curioso examen a varias de las muchachas de la alta sociedad: tenían que memorizar La Ilíada y recitarla sin errores.
Aquellas joyas que usaba la "Helena" de Schliemann (en verdad llamada Sophia, ver foto) no eran las de Helena de Argos ni las de ninguna mujer de su tiempo, descubriría Korfmann. Pero eso poco importa. Tampoco interesa que las otras joyas célebres encontradas por Schliemann tampoco resultaran ser las que él pensaba que eran. La obsesión de Schliemann con La Iliada no se limitó a buscar el sitio de Troya sino que también excavó casi en el otro extremo del largo hilo conductor homérico: en Micenas, la capital de Agamenón, el jefe de los ejércitos aqueos que atacaron Troya. Hoy esas joyas micénicas están en las vitrinas de la sala cuatro del Museo Arqueológico de Atenas. En el lote se destacan tres objetos: la daga, la copa y la máscara mortuoria de Agamenón. "Y con el cuchillo que siempre le pendía al costado, junto a la gran vaina de la espada, el Atrida Agamenón cortó un mechón de lana de la cabeza de los corderos, y los heraldos los distribuyeron entre los príncipes troyanos y griegos". Resulta inevitable vincular este pasaje del canto tercero de La Iliada de Homero, con la daga de la vitrina 27, en la que dos guerreros se lanzan, ciegos de furia y sedientos de venganza, sobre un león que ya ha matado a uno de los suyos.
Actualmente se sabe que la máscara mortuoria de la vitrina tercera, que Schliemman identificó expresamente con Agamenón, no pudo haber pertenecido al rey de la casa de los átridas, el padre de Electra y Orestes. Pero, una vez más, eso es un detalle arqueológico. Para la literatura esa máscara tiene la dignidad suficiente como para merecer haber cubierto, en el viaje a su última morada, el rostro de quien llevó a los ejércitos griegos al otro lado del Mar Egeo para vengar, frente a los muros de Troya, la ofensa ocasionada a su hermano, Menelao, con el rapto de Helena.

LA PUERTA DE LOS LEONES Cuando hoy se llega a Micenas ocurre lo mismo que cuando se visita Delfos: no es el yacimiento sino la geografía lo que está a la altura del mito. La aproximación es típica de la Grecia moderna. Supongamos que se llega en un ómnibus local, por ejemplo el que hace la ruta Epidauro-Micenas. Lo primero será asumir el hecho inverosímil de que esos dos lugares existen en el mapa moderno y que hay personas que viven en sus alrededores, trabajan en los campos circundantes y para quienes las ruinas de la ciudad de Agamenón o el teatro clásico de Epidauro son puntos de referencia de lo cotidiano. Si se está en ese ómnibus, seguramente escuchando la música que el chofer lleva a todo volumen, tal vez el último hit de Alkestis Protopsalti o Despina Vandi, entonces se entrará en Micenas recorriendo unos caminos bordeados por bares que se llaman Orestes o pequeños hoteles bautizados Pensión Electra. Luego de ir depositando a quienes trabajan en esos negocios o en sus satelitales tiendas de souvenirs, el ómnibus llegará a la explanada del yacimiento. Si se tiene suerte no habrá demasiados grupos de turistas. Pero si se tiene esa suerte será necesario ir abrigado, porque será invierno. “La inmensidad de la montaña”, se piensa al llegar, aunque en verdad se trata de algo apenas más alto que una colina. Pero aquí no hay dudas como en Troya, esto es la sede del poder del “rey de reyes”, conquistador de aquella Troya, y no será “la inmensidad de la montaña” pero resulta claro que la elevación donde estuvo el palacio aparece protegida por un abrupto acantilado. El alma del lugar, sus duros perfiles de roca, el gris del cielo, ayudan a tener por cierto el mito de que las murallas fueron construidas por los cíclopes, enormes criaturas de leyenda nacidas con un solo ojo. La entrada no es monumental pero ahí están, en efecto, los leones decapitados que son el ícono de Micenas y que dan acceso a las tumbas rodeadas por un foso que serpentea en la base del sitio. De aquí, y no de la tumba verdadera del rey, proceden la llamada máscara de Agamenón y las dagas y joyas de oro que se vieron en el Museo Arqueológico. Si verdaderamente hubieran pertenecido al “rey de reyes” deberían haber sido encontrados 300 metros más allá, en el Tesoro de Atreo, un montículo de tierra de unos 15 metros de altura al que se entra por una delgada abertura. En el interior no hay esculturas ni ornamentos, sólo los anchos y desnudos bloques de piedra sosteniendo el montículo y formando una bóveda oscura, un panal que visto desde sus entrañas resulta, ahora sí, gigantesco; la tumba de quien “se distingue entre los demás y sobresale entre los héroes” por voluntad de Zeus, como dice Homero en el libro primero de La Ilíada.

EL CÓDIGO ILIÓN. Los arqueólogos no son los únicos que han estado tras Homero. En la literatura se lo ha buscado incansablemente. Dante fue a buscarlo en la piel de Ulises al mismo infierno. Después James Joyce lo estuvo persiguiendo un día entero por las calles de Dublin y lo que encontró fue su propio Ulises, el libro menos leído entre los más citados del siglo pasado. Nikos Kazantzakis empezó a rastrearlo desde el punto exacto en que termina la Odisea original, Ismail Kadaré lo buscó en Albania y Dereck Walcott en una isla del Caribe anglófono. Pero tal vez la búsqueda más a fondo fue la que hizo el italiano Alessandro Baricco, intentando dar con Homero dentro de Homero mismo. El resultado fue otra Iliada, respetuosa de la letra original pero en la que el narrador externo se sustituye por monólogos de los personajes y a la que, para indignación de los puristas, se le podaron los dioses. Una Ilíada reescrita por Baricco no para ser publicada, aunque existe en libro, sino para ser leída. Ese destino, que rescata el destino original de las historias homéricas que eran recitadas por rapsodas, puede, de cierta manera, transformar esa versión herética en la más ortodoxa de las versiones. Dos jornadas de lectura a las que asistieron miles de italianos y que fue transmitida por radio generando un fenómeno de masas pocas veces alcanzado por la literatura oral en los tiempos modernos. Cada dos o tres monólogos leídos por los actores del proyecto de Baricco (que se permitió audacias de exquisito resultado como que el monólogo de Aquiles fuera interpretado por una joven actriz), el autor intercalaba comentarios que situaban a Homero, a la obra y al contexto, rescatándolos del formol. “La Iliada es un manual de todo lo que puede hacerse desde el punto de vista narrativo. Está plena de situaciones que podrían señalarse y decir: esta está en tal libro, esta en tal película, esta en toda la publicidad. Por ejemplo cuando Menelao y Paris deciden desafiarse. Los ejércitos detienen el combate, ellos se preparan, después se miran, están uno frente al otro. Corte y montaje. La narración pasa a una habitación en la que está Helena bordando. Me gusta ese salto desde el bronce y la sangre hacia el interior de la habitación de Helena. Entonces llega una mujer que le cuenta ‘escucha, afuera están por batirse a duelo y tu serás el premio para el vencedor’. Helena se levanta, sube una escalera, se asoma a la muralla y ve desde lo alto aquello que primero veíamos desde abajo. Y todos nosotros miramos desde arriba en ese momento. Eso es cine”, decía entonces Baricco. El italiano también recordó que los dos elementos más conocidos de la guerra de Troya, el ardid del caballo de madera para entrar en la ciudad y la muerte de Aquiles por un flechazo en su talón, no están presentes en las páginas de la Ilíada sino que proceden de otras narraciones.

Sucede que Homero y sus dos libros no son algo aburrido. Como ejemplo baste el conocido misterio que rodea a su autor y sus obras, esa “cuestión homérica” que se cuestiona todo, desde si pueden atribuírsele las dos obras que se le atribuyen hasta su propia existencia como una sola persona de carne y hueso. Esto no fue obstáculo para que en el período de entreguerras, en una cantina de la Calle de los Caballeros, en la isla griega de Rodas, tres parroquianos descubrieran pruebas irrefutables sobre la cuna del bardo quizás ciego. Ya que para la tradición son siete las ciudades griegas que se disputan ese privilegio, esa imprecisión es caldo de cultivo para las conversaciones que se desarrollan sin apuro mientras el alcohol alimenta la audacia epistemológica. El escritor inglés Lawrence Durrell, cuenta en su libro Reflexiones sobre una Venus marina que estaba en una cantina de Rodas cuando su amigo Gideón “levantó contra la luz roja del cielo un vaso de vino rosado, como si tratase de aprisionar los últimos rayos del sol poniente. ¿De dónde habría podido sacar Homero, por asociación -dijo- un adjetivo como dedos de rosa...a menos que hubiese presenciado una puesta de sol en Rodas? ¡Mire!. Y en efecto, a esa extraña luz sus dedos, vistos a través del vino, temblaban, rosados como el coral contra el cielo radiante. Ya no dudo de que Rodas fue la cuna de Homero-agregó. Pude ver que estaba un tanto borracho" . El pasaje homérico a que se refiere el amigo de Durrel está al comienzo del Canto II de La Odisea: "Apenas el alba con sus rosados dedos mostróse en el cielo, cuando el amado hijo de Ulises, dejando su lecho, se visitió prestamente, calzó hermosas sandalias y ciñendo la espada, arrogante como un dios, salió de su aposento".
Es discutible que Homero haya creado su metáfora como producto de las libaciones de vino griego. Es más probable que como buen hijo de una época poblada de dioses, hubiera elevado la vista al cielo. Aún hoy, tantos siglos más tarde, quien deje el puerto del Pireo buscando las Cícladas, al alba o al atardecer, podrá comprobar, con algo de suerte, el origen de la célebre imagen. El cielo tomará entonces coloraciones que a medida que avance la caída del sol parecerán ser menos caprichosas. Antes de caer definitivamente, el atardecer trazará, por un buen tiempo, la inequívoca figura de largos dedos rosados que se elevan desde el mar.

(Artículo de Roberto Lopez Belloso publicado en el semanario Brecha)

Etiquetas: ,