Los jóvenes de Allende
Había elegido dejar el Brasil de los setenta y estudiar medicina en el Chile de Allende. Una bata de médico, una ambulancia y una gran dosis de fortuna le permitieron escapar del cerco militar al hospital universitario y dejar el país en el momento del golpe de 1973. Terminó su carrera en Francia y trabajó casi una década en la emergencia de uno de los mayores hospitales de París. Esa dura experiencia fronteriza, trabajando en el filo de la navaja con pacientes que llegaban con riesgo de vida, sería uno de los aprendizajes principales que en los ochenta se llevaría al otro lado del océano, cuando se convirtió en médico de la guerrilla salvadoreña.
Luego vivió unos años en Nicaragua, donde en largas charlas sobre cualquier cosa fue contando, con cuentagotas, parte de esa historia. De todos los lugares en los que podría haber trabajado en la Nicaragua de los noventa (ya no estaban los médicos cubanos y se los necesitaba en todas partes), eligió de nuevo la frontera, esta vez en las selvas del Atlántico, donde cooperativas sandinistas seguían haciendo la guerra a pesar de que la guerra había terminado oficialmente hacía cinco años: defendían sus tierras de las bandas armadas de ex contras que ahora estaban al servicio de los terratenientes que querían volver atrás la reforma agraria.
En medio de esas cooperativas instaló dos clínicas, una de ellas ginecológica, y en sus salas de espera comenzó a tejerse una rara experiencia de reconciliación entre los dos bandos, que luego se consolidaría cuando los antiguos terratenientes se aburrieran de reclamar sus viejas propiedades, y los ex contras, ya definitivamente desempleados, se pusieran a formar sus propias cooperativas, apoyados por los mismos sandinistas con los que se habían estado matando durante años.
Hace dos años volvió a Francia. La mitad del tiempo lo pasa en el Sahara occidental, en clínicas que ayudó a montar en los campamentos de refugiados saharauis. Su nombre no interesa, o si interesa no es posible darlo, ya que todo lo que se acaba de contar fue dicho sin que su protagonista supiera que años después sería publicado. Pero más allá del nombre, lo que está contenido en esa historia casi novelesca, como reconoce el protagonista, es el efecto, el impacto que tuvo como punto de partida de la trayectoria vital de “un joven de otra parte”, uno cualquiera entre centenares, ese sacudimiento colectivo que fue el Chile de Allende.
Fueron muchos los uruguayos que también estuvieron en ese Chile. Jóvenes brigadistas que fueron por unas semanas, o por más tiempo. Que cavaron zanjas en el sur, que cuidaron fábricas en el cinturón de Santiago, que compartieron la construcción de un proyecto político lleno de contradicciones y contradictores, que se educaron, que pudieron salir a tiempo o que ya no salieron. Úrsula –ese era su nombre en las brigadas de la juventud socialista– regresó a Santiago, por primera vez después de tres décadas y media, en setiembre del año pasado. “Voy a pisar las calles nuevamente”, dijo cuando anunció su inesperado viaje, ese que había dicho más de una vez que nunca haría.
Ya desde el aeropuerto se asombró de estar llegando a un país muy distinto al que había dejado. Sabía que sería así, pero el asombro es, precisamente, irracional. Estuvo en el aniversario del golpe, recibió el consejo que se le da a todos los extranjeros, de no pasar cerca de La Moneda esa tarde, de volver temprano al hotel, de no acercarse a las manifestaciones. Apenas la radio de un taxista, que daba el parte de la represión en las poblaciones, le dejó entrever algo del clima real de las protestas, que la ciudad engullía y ocultaba en su trama de vida cotidiana transformada por el paso del tiempo. Ya es otro mundo, pensó. También acá es otro mundo.
Esa tarde había estado en el museo de Bellas Artes, para ver lo que quedaba del monumento a los brigadistas que hizo Félix Maruenda, y el día antes en la casa de Neruda en Isla Negra, y dos días antes en la otra, La Sebastiana, la que había sido despedazada por los soldados en busca de manuscritos o venganza. En Isla Negra no sólo vio las estanterías con sus copas de vidrios de colores, su escritorio traído por el mar o sus mascarones de proa, sino también una foto de Neruda, en la que se parecía al “Pije” (así llamaba Úrsula a Allende, porque así le decían, cariñosamente, los brigadistas). No se parece físicamente, aclara, pero tiene la misma mirada. Se compró una reproducción. La muestra a su regreso. El poeta está atravesando la cordillera de los Andes, a caballo, clandestino. En efecto, no se parece en nada a Allende. Salvo en la mirada, puede ser.
El jueves próximo, 26 de junio, se cumplen cien años del nacimiento del “compañero presidente”. Las conmemoraciones repetirán su nombre más de cien veces en más de cien lugares. Y cuando se acallen los justos homenajes seguirá, sin calendario, el homenaje de los justos, que como el médico, o como Úrsula, seguirán llevando en sus puntuales trayectorias individuales el efecto movilizador de aquello que vivieron en los años de Allende. Son sus vidas, al fin de cuentas, aquellas anchas alamedas.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 20 de junio de 2008)
Luego vivió unos años en Nicaragua, donde en largas charlas sobre cualquier cosa fue contando, con cuentagotas, parte de esa historia. De todos los lugares en los que podría haber trabajado en la Nicaragua de los noventa (ya no estaban los médicos cubanos y se los necesitaba en todas partes), eligió de nuevo la frontera, esta vez en las selvas del Atlántico, donde cooperativas sandinistas seguían haciendo la guerra a pesar de que la guerra había terminado oficialmente hacía cinco años: defendían sus tierras de las bandas armadas de ex contras que ahora estaban al servicio de los terratenientes que querían volver atrás la reforma agraria.
En medio de esas cooperativas instaló dos clínicas, una de ellas ginecológica, y en sus salas de espera comenzó a tejerse una rara experiencia de reconciliación entre los dos bandos, que luego se consolidaría cuando los antiguos terratenientes se aburrieran de reclamar sus viejas propiedades, y los ex contras, ya definitivamente desempleados, se pusieran a formar sus propias cooperativas, apoyados por los mismos sandinistas con los que se habían estado matando durante años.
Hace dos años volvió a Francia. La mitad del tiempo lo pasa en el Sahara occidental, en clínicas que ayudó a montar en los campamentos de refugiados saharauis. Su nombre no interesa, o si interesa no es posible darlo, ya que todo lo que se acaba de contar fue dicho sin que su protagonista supiera que años después sería publicado. Pero más allá del nombre, lo que está contenido en esa historia casi novelesca, como reconoce el protagonista, es el efecto, el impacto que tuvo como punto de partida de la trayectoria vital de “un joven de otra parte”, uno cualquiera entre centenares, ese sacudimiento colectivo que fue el Chile de Allende.
Fueron muchos los uruguayos que también estuvieron en ese Chile. Jóvenes brigadistas que fueron por unas semanas, o por más tiempo. Que cavaron zanjas en el sur, que cuidaron fábricas en el cinturón de Santiago, que compartieron la construcción de un proyecto político lleno de contradicciones y contradictores, que se educaron, que pudieron salir a tiempo o que ya no salieron. Úrsula –ese era su nombre en las brigadas de la juventud socialista– regresó a Santiago, por primera vez después de tres décadas y media, en setiembre del año pasado. “Voy a pisar las calles nuevamente”, dijo cuando anunció su inesperado viaje, ese que había dicho más de una vez que nunca haría.
Ya desde el aeropuerto se asombró de estar llegando a un país muy distinto al que había dejado. Sabía que sería así, pero el asombro es, precisamente, irracional. Estuvo en el aniversario del golpe, recibió el consejo que se le da a todos los extranjeros, de no pasar cerca de La Moneda esa tarde, de volver temprano al hotel, de no acercarse a las manifestaciones. Apenas la radio de un taxista, que daba el parte de la represión en las poblaciones, le dejó entrever algo del clima real de las protestas, que la ciudad engullía y ocultaba en su trama de vida cotidiana transformada por el paso del tiempo. Ya es otro mundo, pensó. También acá es otro mundo.
Esa tarde había estado en el museo de Bellas Artes, para ver lo que quedaba del monumento a los brigadistas que hizo Félix Maruenda, y el día antes en la casa de Neruda en Isla Negra, y dos días antes en la otra, La Sebastiana, la que había sido despedazada por los soldados en busca de manuscritos o venganza. En Isla Negra no sólo vio las estanterías con sus copas de vidrios de colores, su escritorio traído por el mar o sus mascarones de proa, sino también una foto de Neruda, en la que se parecía al “Pije” (así llamaba Úrsula a Allende, porque así le decían, cariñosamente, los brigadistas). No se parece físicamente, aclara, pero tiene la misma mirada. Se compró una reproducción. La muestra a su regreso. El poeta está atravesando la cordillera de los Andes, a caballo, clandestino. En efecto, no se parece en nada a Allende. Salvo en la mirada, puede ser.
El jueves próximo, 26 de junio, se cumplen cien años del nacimiento del “compañero presidente”. Las conmemoraciones repetirán su nombre más de cien veces en más de cien lugares. Y cuando se acallen los justos homenajes seguirá, sin calendario, el homenaje de los justos, que como el médico, o como Úrsula, seguirán llevando en sus puntuales trayectorias individuales el efecto movilizador de aquello que vivieron en los años de Allende. Son sus vidas, al fin de cuentas, aquellas anchas alamedas.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 20 de junio de 2008)
Etiquetas: Chile, El Salvador, Nicaragua, Saharauis
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