12 noviembre 2007

exURSS: Nuestros años felices

Cinco años después de la revolución de octubre nació, en 1922, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En sus 22 millones de quilómetros cuadrados contuvo a 293 millones de personas. Su implosión dio nacimiento en 1991 a 15 países independientes. El tránsito a la economía de mercado fue, para algunas regiones de esa ex potencia, una catástrofe. Para otras, como los países bálticos, se trató de la recuperación de la prosperidad.



Faltaban unas pocas horas para la ceremonia y el embajador en Viena del flamante país se aplicaba, con entusiasmo de escolar, a dibujar sobre un papel. Primero una línea, luego otra. Después la indicación precisa de los colores. En sus trazos algo torpes había quedado el diseño de una bandera desconocida en Occidente. Cuando el dibujo estuvo pronto y el intérprete confirmó las indicaciones, se envió a comprar la tela y se le entregó a la costurera para que la confeccionara de urgencia. El nacimiento de un país es un complejo encadenamiento de factores, entre los que se destaca su reconocimiento internacional. Ese reconocimiento no está hecho sólo de documentos oficiales, sino de pequeños gestos simbólicos como la presencia de una bandera en una ceremonia.


“Cuando vi las banderas aparecer en la sala de sesiones, y entró la que el delegado acababa de dibujar trabajosamente en un papel, y que hasta unas horas antes no existía para Occidente, tuve la sensación de que eso que estábamos haciendo era, simplemente, la historia”, dijo a Brecha la funcionaria que ese día estuvo a cargo del protocolo. Más allá de lo anecdótico, el episodio confirma el grado de improvisación que acompañó al nacimiento formal de muchos de los nuevos países en que se partió la antigua Unión Soviética.


La improvisación no fue menor a la hora de pasar de la economía planificada al libre mercado. El primer signo de que la situación estaba fuera de control fue la escalada de precios. En 1992 subieron 1.353 por ciento en la Federación Rusa y 1.210 en Ucrania. Resulta imposible imaginar el efecto de esos aumentos en la economía doméstica de los ciudadanos. Pero a la vez se produjo una caída de los salarios y una progresión geométrica en las pérdidas de puestos de trabajo. ¿Por qué ocurrió? Los técnicos de las Naciones Unidas lo explican de este modo: “una vez liberadas del control administrativo (de la economía planificada) las empresas monopólicas (aún no se habían abierto los mercados a la competencia) usaron su nueva libertad para subir los precios y explotar su posición dominante en el mercado”.

Las alzas de precios no fueron el único indicador de la crisis. Los resultados llevaron a que la economía rusa cayera un 42 por ciento y la ucraniana un 58, volcando a más del 30 por ciento de sus habitantes por debajo de la línea de la pobreza. Ambas arrastraron consigo prácticamente al conjunto de ex repúblicas soviéticas. El resultado no fue sólo el empobrecimiento de muchos sino, como para copiar los peores aspectos de la economía de mercado, el enriquecimiento de unos pocos. En Rusia, al igual que en otras ex repúblicas soviéticas, como Estonia o Kirguizistán, la desigualdad creció un 40 por ciento.


TODAS LAS RUSIAS


Las desigualdades no son sólo entre el presente y el pasado, sino que en el interior de la ex Unión Soviética conviven, encapsuladas, las contradicciones. La múltiple Federación Rusa con sus 88 entidades territoriales autonómicas, entre las cuales se cuentan 21 repúblicas dentro de la que fuera una única ex república, es un ejemplo. El grado de desarrollo humano de Moscú se parece al de los países menos avanzados de la Unión Europea, pero en la lejana e islamizada Ingushetia se vive como en Guatemala o Mongolia.


Si se miran sólo algunos indicadores, como el desempleo juvenil, los ingushes de esta primera década del siglo xxi viven bastante peor que los guatemaltecos. El 94 por ciento de los jóvenes ingushes no tiene trabajo. No puede decirse que sus padres estén mejor, ya que el desempleo general de la sociedad es del 64 por ciento. Un verdadero factor de desestabilización, sobre todo en lugares donde está fresca la memoria del “pleno empleo” de la era soviética. Seguramente poco les importa a los ingushes de hoy que los economistas occidentales opinen que la seguridad social de la vieja urss era una trampa artificial a las reglas del mercado.


Pero el rostro europeo de Moscú no está libre de fisuras. La capital rusa sólo luce rozagante cuando se miran los números en promedio. Si se profundiza en las cifras se descubren realidades menos agradables. En el período 2000-2005, los ingresos del 20 por ciento más rico de los moscovitas fue entre 21 y 28 veces más alto que el ingreso del 20 por ciento más pobre. En otras palabras, Ingushetia será Guatemala, pero Moscú tiene las desigualdades de Brasil.


Desempleo y desigualdad que seguramente envidian los habitantes del distrito autónomo de Ust-Orda. En esa minúscula mancha del mapa, apenas más grande que Tacuarembó, ubicada cerca de Irkutsk, una de las paradas más conocidas del tren Transiberiano, a 5.200 quilómetros de Moscú, el 80 por ciento de la gente vive por debajo de la línea de la pobreza.


Pobreza no sólo significa vivir peor, sino que también implica vivir menos. Los habitantes de Ust-Orda tienen una esperanza de vida de 53 años. Algo más que los de Novgorod, cerca de la antigua Leningrado, que viven 50. Desde que colapsó la Unión Soviética la expectativa de vida de los habitantes de la región autónoma rusa de Koryak, donde termina Siberia, en la península de Kamchatka, no ha dejado de caer. Ahora se sitúa en los 46 años, 29 menos que la expectativa de vida de los uruguayos, que según las cifras oficiales divulgadas este mes es de 75 años, ocho meses y tres semanas.


TRANSPARENCIA


Para quienes vivían detrás de la llamada “cortina de hierro”, la década del 80 había empezado con la traumática experiencia de Afganistán y luego continuó con las primeras señales de que la única potencia capaz de disputar la hegemonía occidental podía no ser tan potente como decía. La posibilidad de dudar había sido desproscripta por la perestroika impulsada por el premier Mijail Gorbachov, quien anunció pomposamente que el Partido Comunista renunciaba “al monopolio de la verdad”. La segunda mitad de los ochenta puso de moda palabras como glasnot. Aunque quiere decir transparencia en idioma ruso, en realidad debería significar espejo. Las sociedades del bloque comunista se vieron a sí mismas y no les gustó la imagen reflejada. Las estructuras de poder parecieron mostrar, todas a la vez y desordenadamente, las tramas del tapiz.

Ya nadie pudo, entonces, impedir que el tejido se deshilachara definitivamente en el final de la década del 80. Como alternativa a ese tejido estaba la imagen diáfana de Occidente. Pero esa combinación de prosperidad y libertad era un envase que guardaba un contenido menos uniforme y más contradictorio de lo que podía percibirse desde una mirada del otro lado del muro, que siempre fue a hurtadillas y en puntas de pie. El envase de Occidente se correspondía, en efecto, a los países más desarrollados de Occidente; pero no guardaba relación con el lugar que Occidente le tenía reservado a los recién llegados a la economía de mercado.


Casi veinte años después de la caída del muro de Berlín, la mayoría de las economías en transición muestran sus cicatrices. La falta de preparación de Occidente para el derrumbe del campo socialista costó en los años noventa más de 2 millones de muertos, cuantificación fundamentada en estadísticas oficiales. Más allá de los números, los efectos de la transición pueden palparse recorriendo los países en los que se ha desarrollado. La impresión que se recibe al entrar en contacto directo con las sociedades del antiguo campo socialista es que hay una suerte de resentimiento, una sensación de haber sido engañados por un vendedor hábil e irresponsable. Pero como apunta Jaime Roos en la letra de la murga de la diáspora, quienes añoran los viejos tiempos recuerdan, sin embargo, las cosas por la mitad.


(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 9 de noviembre de 2007)

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