12 octubre 2007

Narrativa de los eslavos del sur:
Un puente demasiado lejos













La universidad de Sarajevo no puede ocultar que se encuentra en Sarajevo. La cuadra muestra los signos de los proyectiles lanzados durante el asedio por la artillería serbia. En el despacho del profesor Muhamed Nezirovic, sin embargo, se tiene una sensación de normalidad que desmiente cualquier indicio que se haya percibido puertas afuera. Sobriedad académica: un escritorio sencillo y anticuado, un deslucido cuadro con el rostro de Cervantes, una foto que muestra al profesor Nezirovic estrechando la mano del rey de España. Las apariencias engañan. También allí llegaron las heridas de la guerra. “En el año 92 todo se derrumbó, fue como salir de un paraíso, de una vida feliz y entrar en un infierno para el cual no estábamos preparados”, explica con amargura.

Su español fluye con naturalidad. Es descendiente de judíos sefardíes que fueron expulsados de España por los reyes católicos. La foto del monarca no es la única contradicción con esa herencia. Nezirovic no es judío, sino musulmán. Sin embargo detrás de la contradicción acecha la conciencia de una contradicción todavía más profunda. “Mi cultura, que podría llamar musulmana, es mucho más occidental que musulmana, pero a la vez no puede existir sin las otras culturas...todo está tan mezclado en los Balcanes”.

Un lugar pautado por el mestizaje en el que, sin embargo, se vivieron cuatro años de una guerra basada en el reclamo de la pureza étnica. Es en esa tensión entre mestizaje y pureza donde puede empezar a rastrearse los orígenes de la literatura balcánica. La épica medieval ha generado en los Balcanes una corriente literaria fuertemente popular. Las historias de los héroes que usaban su increíble poder físico y su astucia sin límites para combatir durante quinientos años al invasor turco, forman parte de la identidad de los eslavos del sur. No es extraño, entonces, que tanto serbios como bosnios, e incluso macedonios, tengan una galería de personajes en común. Esta cercanía no evita las disputas, sino que las agrava. ¿Es Marko Kralievic un héroe serbio o macedonio? ¿Son los albaneses la fuente primaria de la Ilíada?

No se trata de debates para eruditos sino que han tenido, en la historia reciente, su marca de sangre y fuego. Cuando los paramilitares ligados a Belgrado arrasaban las aldeas musulmanas en venganza por los crímenes que habían sufrido los campesinos serbios a manos de la Armija musulmana (o viceversa), no sólo llevaban como mascota un cachorro de tigre, sino que tenían como talismán una gusla. Ambos elementos eran signos de identidad. El cachorro los identificaba por ser ellos los tigres de Arkán, como se llamaban debido al nombre de su jefe, un carismático dirigente de fútbol casado con una estrella de la canción pop y asesinado años después por encargo de la mafia belgradense. El poder identitario de la gusla deriva de que ese instrumento de una sola cuerda es lo que usaban los rapsodas para acompañar el recitado interminable de la Saga de Kosovo –esa estremecedora catedral de palabras– o de los poemas de Marko Kralievic, que se transmitían oralmente de generación en generación. Alianza firmemente trenzada entre la vieja cultura popular (el folklore de los rapsodas) y la nueva (esa entente de música pop, barras bravas de los cuadros de fútbol y poder mafioso)

Nadie más alejado de la yuxtaposición posmoderna que el profesor Nezirovic y su estampa modernista. Desde un enfoque casi anacrónico, aparentemente naif, parece entusiasmarse cuando habla de esa herencia literaria. Incluso más cuando compara los héroes serbios con los bosnios. Cuenta que en el norte de Bosnia existen los “romances fronterizos”, donde los héroes no son de estirpe noble, como los serbios, sino que tienen un origen mucho más modesto pero logran, con su astucia, engañar a los señores feudales y a los gobernadores otomanos. Ese entusiasmo, sin embargo, es fugaz. Y no tiene nada de ingenuo. Enseguida hace una pausa, se queda un instante en silencio, y dice, como si estuviera pensando en voz alta: “Bosnia sería mucho más feliz sin la poesía heroica”. Habla entonces, de nuevo, de la guerra reciente. De cómo la lejana Edad Media fue usada para justificar el asesinato y la limpieza étnica. “Es una literatura que debe ser conservada en libros que no se deben leer muchas veces”, sentencia.

El más reconocido. No es necesario leer aquellos libros para encontrar las viejas historias. También la literatura contemporánea hunde sus raíces en la épica para encontrar sus temas. El caso más notorio es el de Ivo Andric, escritor serbio nacido en Bosnia, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1961. En su obra cumbre, Un puente sobre el Drina, cuenta cómo una noche los eslavos, casi seguramente serbios, obligados a construir ese puente por orden del sultán turco, escuchan un rapsoda que saca de lo “profundo de su chaleco de piel de cordero una gusla de aspecto mísero y tan pequeña como la palma de una mano, y un arco corto”. Entonces “uno de los campesinos sale y se sitúa ante el establo, haciendo guardia para evitar que pueda llegar algún turco sin ser visto”, y el rapsoda comienza el ritual de afinar el instrumento, hasta que “echa hacia atrás la cabeza violentamente, con orgullo, de suerte que la nuez se destaca en su cuello delgado y su perfil agudo brilla a la luz”, y comienza a cantar.

El canto de ese rapsoda habla de los zares serbios y se desarrolla en Kosovo. El libro, hace de su anécdota (cómo ese puente va pautando la vida de Višegrad durante cuatro siglos) una metonimia de lo que ha sido la lucha de los pueblos balcánicos por mantener su identidad a pesar de la dominación turca. Contando la parte cuenta el todo. Pero no lo hace sólo con el argumento. Mantener la propia cultura ha significado para los pueblos balcánicos una cuestión de supervivencia. Por eso Andric, al situarse como correo de transmisión entre la vieja épica medieval y los lectores modernos, aunque habla de Bosnia, no puede evitar hablar de Kosovo.


La sombra de Kosovo. En Kosovo está el alma de Serbia. Cualquiera sea la persona con la que se hable en Belgrado, esto es lo que se le escuchará decir. Afirmado en una saga de cantares medievales y repetido hasta el hartazgo por académicos, políticos y periodistas, no hay nadie que lo dude. La justificación se encuentra en una vieja batalla que los serbios, al mando de un ejército formado por guerreros de todos los pueblos balcánicos, perdieron contra los turcos en 1379. El gobernante serbio, el zar Lazar, murió en esa ocasión y fue santificado por la iglesia ortodoxa. Kosovo se llenó de monasterios y los monasterios se llenaron de frescos que los convierten en un tesoro del arte sacro único en el mundo.

Pero con el paso de los siglos Kosovo se vació de serbios. Una serie de razones económicas y demográficas fueron dando a la provincia su rostro actual, que está compuesto en un 90 por ciento por personas de origen albanés. El otro diez por ciento vive en aldeas-fortaleza protegido a medias por fuerzas de la OTAN. Ante esta realidad, el mediador de Naciones Unidas acaba de proponer la independencia como futuro estatuto de la vieja provincia serbia. Con el correr del tiempo Kosovo será un país y como país se acercará a Albania dando la espalda a Serbia. Seiscientos treinta años después de haber perdido aquella batalla, finalmente los serbios lo perderán todo.

Los albaneses son vistos por los serbios como los traidores de aquella derrota del siglo catorce. Si se mira la historia como una fotografía fija es algo que resulta curioso, ya que había albaneses al mando de Lazar. Pero si se la mira como un continuo la paradoja deja de serlo, ya que los albanokosovares –igual que los bosnios– se convirtieron al Islam y gozaron de privilegios políticos y económicos mientras los serbios cristianos llevaban la peor parte en los siglos de ocupación. La literatura de viajes, en este caso el libro Fantasmas balcánicos, del estadounidense Robert Kaplán, brinda alguna pista para comprender cómo se mantuvo durante tanto tiempo la presencia de Kosovo en la memoria serbia. Dice Kaplán que durante décadas, las madres campesinas serbias, cuando despertaban a sus hijos varones cada mañana, lo hacían diciéndoles “buen día, pequeño vengador de Kosovo”. Con esa carga creció, por ejemplo, un niño llamado Slobodan Milosevic.

Lejos del Nobel. En los Balcanes a veces la literatura parece ser la continuación de la guerra por otros medios. Si se lee El Palacio de los sueños, del escritor albanés Ismail Kadaré, se tendrá una versión totalmente distinta de la saga de Kosovo. Kadaré, un prolífico y desparejo escritor que actualmente reside en Francia, ha sido candidateado al Nobel varias veces durante los últimos años. Su oportunidad, probablemente, se extinguió en el momento en que comenzó a languidecer el interés internacional en la crisis kosovar, que tuvo su punto de mayor visibilidad entre 1999 y 2001.

Tampoco Kadaré parecía saber cómo salir del cerco que el gobierno autoritario de Albania tendía alrededor de los escritores durante los años de Enver Hoxa. Mientras averiguaba cómo hacerlo, escribía. Por eso sus novelas son tantas y tan desparejas. Por eso han tenido varias reescrituras, sobre todo en sus años del exilio. Las versiones españolas corresponden, en su casi totalidad, al traductor español Ramón Sánchez Lizarralde. En el Río de la Plata pueden conseguirse varias. No siempre las mejor logradas. Es probable que el mejor Kadaré sea el que noveló las tradiciones ancestrales de su pueblo y el menos interesante sea el que intenta lidiar con asuntos más contemporáneos. Kosovo está presente en El Palacio de los Sueños, y el ancestral código de honor conocido como Kanun es el eje de otras dos excelentes novelas, El viaje nupcial (a medio camino entre la literatura fantástica y el policial de época) y Abril quebrado (que fue adaptado al cine por el brasileño Walter Salles, con el título de Lejos del sol).

Los injustamente olvidados. Si se habla con escritores o estudiosos de la literatura en Belgrado o en Sarajevo, casi todos dirán que los mejores escritores de esa parte del mundo son los que menos se han difundido. Mencionarán a Mesa Selimovic (foto) y a Milos Cernianski. El primero, bosnio, autor de la mítica El derviche y la muerte, considerada durante mucho tiempo como la mejor novela de una literatura que ya no existe, como es la literatura yugoslava, pero que tiene sentido como concepto literario, así como sigue teniendo sentido hablar de una literatura austrohúngara. El segundo, Cernianksi, serbio, creador de una novela-río, Migraciones. Ambos títulos son difícilmente ubicables en español, aunque algún ejemplar de la obra de Cernianski asoma de vez en cuando en las librerías montevideanas como solitario remanente de alguna exótica importación. Pero si se las logra ubicar. Si se llega a atesorar entre las manos el libro de Selimovic editado por Montesinos, o la pesada carga de Migraciones, y si después de tomarles el peso se las empieza a leer, entonces se comprende que no es mito, que efectivamente son las dos voces más potentes de la literatura yugoslava.

El primero cuenta la deriva casi metafísica de un prior de la orden de mevlana, que intenta salvar a su hermano de una acusación política. La lealtad familiar, la estructura de la religión como andamio para la fe tambalenate, el temor por la propia suerte, van dando forma a un entramado en el que no es difícil adivinar, por las heridas de claridad que se filtran entre las hebras del tapiz que teje Selimovic, las vicisitudes de los yugoslavos contemporáneos al escritor.

También las páginas del libro de Cernianski (foto) tienen un sino que va más allá de la época en que se desarrolla, que es la de la emperatriz María Teresa. Pero aquí es transparente. Aquí no hay tapiz tejido en la autocensura. Aquí, en esta novela escrita durante veinte años, está el dolor de un exiliado reconociéndose en la saga de una familia serbia, traicionada una y otra vez por el poder europeo de turno, que sólo respira gracias a su ansia de emigrar a la Rusia prometida. No en vano Cernianski, que también es poeta, escribió en 1956 un testamento-joya que llamó Lamento por Belgrado.

Le debíamos tanto a Andric. Las literaturas ex yugoslavas no se detuvieron, como es obvio, en el puente de Andric ni en el giro del derviche de Selimovic. Por el contrario, su vitalidad parece estar teniendo cada vez más eco en las lenguas latinas y es cada vez más común encontrar traducciones al español. Si pensamos en la creación que tiene a Belgrado como topos literario, siguiendo la senda de Cernianski, pero medio siglo más tarde, es imposible no pensar en la antología de cuentos Casablanca Serbia, que publicó la editorial italiana Feltrinelli en 2003, donde se destaca la figura de Mihajlo Pantic.

Una generación intermedia de textos en español pueden ser los de Milorad Pavic y Predrag Matvejevic. El primero es autor del excepcionalmente original Diccionario Jázaro y de una serie de obras posteriores cada vez más decepcionantes con las que parece haberse empantanado en las ciénagas del artilugio (novelas que se leen como cartas de tarot, historias casi epistolares y fragmentarias, y otra serie de fuegos de artificio que ya no tienen por detrás el sostén sólido que existía en su libro jázaro). Matvejevic, mientras tanto, profesor de eslavística en la universidad de Roma, es un lúcido articulista que puede leerse habitualmente en El País de Madrid, pero que también ha sabido pergeñar algunos ensayos disfrutables como Breviario Mediterráneo o La otra Venecia.

Pero después de esa generación intermedia están las traducciones más recientes, como es el caso de Aleksandar Tisma (foto), cuyo libro El Kapo tuvo una muy buena recepción crítica en España, al punto que su traductora, Luisa Fernanda Garrido logró en 2005 el Premio Nacional de Traducción en ese país europeo.
En la conferencia dictada por Garrido en las Jornadas de Traducción Literaria Tarrazona 2006, puede seguirse la pista de otras líneas de la narrativa ex yugoslava. Garrido tradujo a dos de los autores ya nombrados (le debemos Crónica de Travnik, de Ivo Andric, y Paisaje pintado con té, de Pavic, ambos disponibles en Montevideo), pero también trajo a lengua castellana a dos croatas, Slavenka Drakulik (El sabor de un hombre, que se consigue en los compactos Anagrama y también en Panorama de Narrativas) y Dragan Velikic (La Plaza de Dante, que viaja por el antiguo imperio de los Habsburgo).

En opinión de la traductora, uno de los escritores más importantes de los años finales la antigua Yugoslavia es Danilo Kis (fallecido en 1989), de quien tradujo Laúd o cicatrices. “Criado entre tres religiones, judía, ortodoxa y católica, es una de estas mezclas apasionantes que produce la región”, explica para dar una idea de los barros con los que estaba hecho un escritor “absolutamente revolucionario en sus métodos, en su forma” pero que a la vez entronca en una tradición “que demuestra cuánto le debemos todos a Ivo Andric”.

Son sólo algunos nombres de un inventario más que incompleto, pero que recoge voces viejas y nuevas que van formando un nuevo mapa, sin expresión política pero con innumerables vasos comunicantes en sus materiales y en sus orígenes. Llenos de matices y portadores de diferencias que a menudo los han llevado a la guerra, son, en su multiplicidad, la expresión de la tierra de los eslavos del sur. Eso significa, a fin de cuentas, la palabra Yugoslavia.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en la revista Dossier en 2007)

Una nota sobre algunas imágenes
* La foto que abre este artículo muestra al cellista Vedran Smailovich tocando en los restos de la Biblioteca de Sarajevo, (foto Evstafiev).
* La familia de campesinos del siglo pasado que aparece en blanco y negro, está tomada de un blog de un escritor serbio poco conocido en Occidente. Siempre me pareció que ilustraba la frase recogida por Kaplán. Imposible no imaginarse a esa mujer como la que despertaba a su hijo, cada mañana, diciéndolo "Buen día, pequeño vengador de Kosovo".
* Las fotos de la mujer serbia con la vela y la del albanokosovar pensativo, son de la agencia AP. La primera fue tomada por Vadim Ghirda, y la segunda por Peter Dejong.

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