08 octubre 2007

Leyenda urbana

Es probable que cada centro poblado tenga un graffiti, una bandera, una calle o una historia vinculadas al Che Guevara. Hasta Second Life, el mundo virtual en el que cientos de miles de usuarios actúan una vida paralela, tiene sus guevaristas y sus antiguevaristas luciendo inexistentes camisetas alusivas. Este artículo, publicado en la contratapa del semanario Brecha de este viernes, trata sobre la presencia de la memoria del Che en Barcelona, Varsovia, Hong Kong, Praga, Belgrado, y una coda rural sobre Puerto Maldonado

Barcelona, España. Abrazos, insultos, lágrimas, apretones de mano. Todo esto era parte de la rutina laboral de Ruben Pérez, un formoseño que acaba de cumplir 41 años y que durante varios meses encarnó el papel de “estatua viviente” en las ramblas de la capital catalana. Ahí convivía con un astronauta, una mujer que representaba un cuadro de Dalí, un ángel y un gladiador romano. Ataviado con uniforme guerrillero y una boina, fumando un puro y con la barba convenientemente recortada, este actor argentino interpretaba a su más célebre compatriota. Los paseantes le hacían preguntas sobre actualidad internacional como si fuera el verdadero, le contaban lo mucho que habían esperado para sacarse una foto con él (¿con él?), y hasta se dice que un alcalde malayo le pagó una gira por varias ciudades del sudeste asiático. Ahora Ruben Pérez volvió a su país, donde montó una obra en un teatro de Corrientes (elchevive) a la vez que interpreta su personaje en actividades sociales, como la “bicicleteada” que este año pedaleó desde la Capital Federal hasta la casa-museo de los Guevara, en la ciudad cordobesa de Alta Gracia.


Varsovia, Polonia. En Londres se lo puede ver con orejas de Ratón Mickey (atuendo que el Río de la Plata también destinó a George W. Bush), en Copenhague un stencil lo ha estampado contra una cerca de madera con gesto de rapero, y en Munich se le hizo aparecer en un póster con la estética de Sin City, suplantando una de las imágenes más célebres del filme de Robert Rodríguez. Los artistas plásticos han intervenido su imagen innumerables veces, generando obras que no han estado libres de polémica. Pocos, sin embargo, han tenido la osadía del polaco Zbigniew Libera, quien recreó en 2002, con actores, las fotografías de la muerte del Che dando lugar a una reinterpretación desacralizadora que tituló “Pozytywy”. No fue esta, sin embargo, la exposición más removedora de Libera. Unos años antes había sacudido a su país con la versión en Lego de un campo de concentración nazi.

Belgrado, Serbia. Transcurridos siete años de la última guerra balcánica, los muros, las camisetas y los carteles se encargan de mantener vivas las viejas rivalidades. Los albanokosovares mezclan, casi en partes iguales, las banderas y pintadas del Kosovo independiente con las barras y estrellas de Estados Unidos. Saben que es Washington el principal paladín de su independencia y lo agradecen sin mayor pudor. En oposición, al otro lado de la frontera, los serbios refugian la defensa de su integridad territorial en la iconografía antiestadounidense. Por eso su capital, que todavía presenta en sus edificios las heridas de los bombardeos de la OTAN, muestra el rostro del Che en graffitis, stencils, y hasta en la cartelería de un bar (“Caffé La Revolución!”, con signo de admiración al final, doble “efe” a la italiana y un par de logos de Pepsi en la puerta de ingreso). Un joven serbio que estudia filología hispánica explica las razones del mito: “no es sólo por oposición a quienes nos bombardearon hasta hace poco, sino que desde siempre la figura del Che fue un símbolo para los serbios, ya que se asocia con facilidad a la imagen de los haiducos, los guerrilleros-bandoleros que defendían la libertad de Serbia en tiempos de la dominación otomana”.

Praga, República Checa. El antro parece un bar irlandés. Pero no un bar irlandés de Irlanda, sino un pub de expatriados irlandeses devenidos policías o bomberos neoyorquinos, de esos que muestran las películas de Hollywood. No falta la cerveza negra, la rockola, las mesas apretadas y, sobre todo, no falta la diana hacia la que gruesos parroquianos lanzan dardos con desigual puntería. La única diferencia entre este bar de la ciudad vieja de Praga y un refugio de la nutrida diáspora de San Patricio, radica en la iconografía guevarista. En todas partes, un rostro omnipresente justifica el nombre de la cervecería: “O Che’s”.

Hong Kong, China. Sus rivales le criticaban por su melena, por lo que decidió dejársela crecer hasta que el gobierno chino se disculpe por la masacre de Tian An Men, ocurrida en 1989. Además, adoptó el insulto como nombre y ahora Leung Kwok-hung firma sus manifiestos como “pelo largo”. Le criticaban por andar siempre con una remera con el rostro del Che, por lo que decidió utilizarla como una suerte de “vestuario político” y no sólo la lleva a cada movilización sino que también la usa mientras ocupa su banca durante las sesiones del Consejo Legislativo de Hong Kong.

Puerto Maldonado, Perú. No tenía una camiseta con la imagen del Che, porque en 1963 todavía no las fabricaban en masa. Pero la Cuba nacida de la Sierra Maestra impactó de lleno, como un meteorito, sobre sus 21 años. Entonces Javier Heraud dejó para siempre las clases de cine y se embarcó, clandestino, en la misma dirección que tomaría el Che. Entró en Bolivia con una columna guerrillera y en Bolivia se encontró, también él, pero cuatro años antes, aislado y sin apoyo. Como manotazo de ahogado buscó pasar a territorio peruano, pero se le adelantaron los soplos de quienes seguían sus pasos en Bolivia. En la selva peruana, en un lugar llamado Puerto Maldonado, lo esperaban. Lo acribillaron con balas de cacería cuando estaba indefenso, en una balsa, junto a otro compañero, dos últimos sobrevivientes del Ejército de Liberación Nacional del Perú. Javier Heraud había logrado el raro prodigio de construir una voz poética propia a pesar de su corta edad. Sus poesías completas caben en 150 páginas amarillentas de un libro de gastadas tapas violetas, de ediciones Peisa, comprado en un almacén de ramos generales de la calle Pizarro, en Trujillo. Y allí un poema, El Viaje, emerge raramente premonitorio: “y supe que/ al final moriría/ alguna tarde/ entre pájaros / y árboles”.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 5 de octubre de 2007)