20 septiembre 2007

Estudiar en Irak: letra con sangre

SER UNIVERSITARIO EN Irak nunca fue fácil. En tiempos de Saddam Husein las ventanas de las aulas tenían vidrios pero faltaban las libertades civiles. Luego llegó la invasión y en los primeros tiempos de la guerra había prioridades todavía más básicas que la educación. Las ciudades de Irak comenzaron a parecerse a todas las ciudades en guerra. Sea en la Sarajevo de los años noventa, con su avenida de los francotiradores, o en las cooperativas campesinas del norte de Nicaragua en los ochenta, conseguir un bidón de agua se vuelve una ruleta rusa con demasiada frecuencia.

Pero la larga anormalidad de la posguerra fue generando sus propias rutinas, y las aulas intentaron abrirse de nuevo. Hasta que llegó el tiempo de la violencia sectaria. Provocada por los servicios de inteligencia estadounidenses, como se dice en sectores opuestos a la invasión, o expresión de un enfrentamiento que sólo había sido contenido por la fuerza del régimen de Saddam, como lo presentan algunos análisis occidentales, la violencia sectaria llegó a las facultades. Uno de los primeros signos de cómo las milicias religiosas estaban dispuestas a imponer restricciones en la vida cotidiana de los estudiantes –recuerda Dhiya Mousa, en un artículo difundido por el IWPR- ocurrió en marzo de 2005. Un grupo de paramilitares chiitas alineados con Muqtada al-Sadr, atacó a estudiantes de ingeniería que estaban haciendo un picnic en el parque al-Andalus, en Basora. Con palos y cadenas los golpearon y se llevaron algunos jóvenes, a los que mantuvieron secuestrados por unas horas. Mousa anota que uno de los secuestrados, una joven, continúa desaparecida. La amenaza dio resultado. Ahora las facciones islamistas de Basora decretan hasta qué tipo de ringtones está permitido tener en los teléfonos celulares.

EL MIEDO. “Si no salvo el curso vas a tener problemas”. Frases como esta son parte de la vida cotidiana de los docentes de la Universidad de Basora. Alumnos vinculados a las milicias chiitas que controlan la ciudad (o simplemente oportunistas que sacan ventaja del temor generalizado) han colonizado la vida universitaria, según afirma Mousa. Pero no son los estudiantes los que matan a los profesores. Algunas cifras hablan de 600 educadores asesinados desde que comenzó la invasión angloestadounidense. Cálculos más conservadores sitúan ese número en 350. Ya se trate de catedráticos, profesores de liceo o maestros de primaria, los docentes tienen miedo. En las escuelas de todo el país se cierran aulas por falta de personal que quiera o pueda enseñar, quedando 800 mil escolares (el 65 % niñas) sin recibir educación. Los liceos deben lidiar con odios sectarios, al punto que en algunos ya es habitual que existan dos salas de profesores en lugar de una. Ni siquiera tomar un té entre una hora y otra parece ser una actividad lo suficientemente inocente como para que puedan mezclarse quienes tienen distintas visiones del islam. Esta separación afecta también a las posibilidades de tomar clases particulares. Es necesario encontrar docentes del mismo grupo religioso, ya que no siempre los padres chiitas aceptan que sus hijos sean educados por sunitas. O viceversa.

Todos coinciden en lo difícil que es estudiar en Irak, el país que alguna vez estuvo a la cabeza de la excelencia académica en el Golfo Pérsico. Pero hay grandes diferencias cuando se trata de atribuir responsabilidades. El completo informe elaborado a principios de mes por el staff de periodistas del IWPR sonbre la crisis educativa del país, pone el acento tanto en la violencia generalizada como en la desconfianza sectaria. La visión de Musulmanes para la Paz (ver este mismo blog) está casi en las antípodas. Su Director, Sami Rasouli, niega que en el país exista un odio extendido entre chiitas y sunitas, atribuyendo los ajusticiamientos a escuadrones de la muerte financiados por las tropas de ocupación, con el objetivo de acabar con la intelectualidad iraquí.

ADIOS A BASORA. La vida de los ocupantes parece transcurrir en una dimensión paralela. Que los habitantes locales se arreglen con sus problemas cotidianos. Sordas, ciegas y sin ganas de nada más que usar el boleto de regreso, las tropas británicas dejaron Basora. La retirada del lunes 3, según el diario francés Liberation “parece indicar la voluntad del Primer Ministro, Gordon Brown, de sacar de ciénaga del caos iraquí al ejército británico y marcar sus distancias con Washington”.
Un editorial de The Guardian es particularmente crítico con el efecto de las políticas de su gobierno en Irak: “La ciudad que liberaron hace cuatro años de la dictadura de Sadam era relativamente liberal, cosmopolita y rica. La ciudad que dejaron ayer es un campo de batalla entre tres facciones chiítas y sus milicias. La milicia Fadhila controla las fuerzas de protección de petróleo, el Consejo Supremo Islámico Iraquí domina el servicio de inteligencia y la unidad de comandos de la policía, y el ejército del Mahdi ha infiltrado la policía local y la autoridad portuaria”.

HAGALO USTED MISMO. Por peor que sea el contexto, siempre es posible encontrar una grieta por la que se filtre algo de luz. Poco probable es que trascienda alguna noticia sobre la remota provincia de Muthanna. Y mucho menos que el relato informativo se sitúe en una de sus minúsculas aldeas, como Ghadhari. Sin embargo, hasta ahí se trasladó el periodista iraquí Hussein al-Yasiri, para contar la historia de un grupo de líderes tribales que decidieron tomar en serio la educación de sus niños. Mil y una veces los personeros del régimen de HusseIn les habían prometido que el líder inalcanzable les construiría una escuela. Pero nada ocurrió. Luego pasaron las tropas estadounidenses, dejaron un gobierno títere, y también hicieron la promesa de que el Irak “liberado” les gratificaría con aulas y maestros. Pero nada ocurrió.

Cansados de esperar, este grupo de pastores de ovejas, que de vez en cuando también se dedican al contrabando, comenzaron a construir una estructura de madera. Para volverla una escuela, sin embargo, hacían falta maestros. El líder de la tribu recorrió los 35 kilómetros que separan su aldea de la capital de la provincia, que para que conste en actas es una ciudad llamada Samawa, y allí propuso un acuerdo a un grupo de maestros. Que pasaran parte de la semana en Ghadhari, donde los aldeanos le darían de comer y los alojarían en sus casas. Ya se encargaría él y otras familias, tal vez con los pocos dólares obtenidos gracias al contrabando, de pagarles un taxi para que no tuvieran que hacer el trayecto en camello. Desde hace varios meses el trato parece estar dando resultado.


(Artículo de Roberto López Belloso, publicado en Brecha el 7 de setiembre de 2007)

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