Cartogramas/Agios Nectarios
(Grecia).- Es evidente que el hombre no está completamente cuerdo. Con un lampazo limpia la mitad de la carretera que atraviesa el pueblo. Pero nadie, excepto él, vende los boletos para el ómnibus que va hasta la capital de la isla. Así que es necesario confiar cuando indica el lugar de la parada, junto al buzón amarillo de correos, aunque no haya ninguna señal que lo identifique. Falta media hora, asegura, mostrando caóticamente la esfera de su reloj.
En todas partes hay un personaje secundario enajenado. Como aquel que recorría las calles de mi pueblo en bicicleta gritando como un asno en cada esquina, o el pintor demente que repetía su autorretrato al infinito en sucias hojas que intentaba venderle a los turistas del Puente de Carlos, en Praga, mientras les sacaba la lengua y los insultaba amenazante.
El ómnibus llega, finalmente. El trayecto hacia la ciudad de Egina es como todos los trayectos griegos. Hay una embriaguez que se apodera del alma mientras los ojos se dan de bruces contra una bahía que trae de regreso el mar que había quedado oculto por una colina. Como en un altar los iconos llenan el tablero del conductor y el sol, tibio, acaricia a los pasajeros que se dejan llevar por las pronunciadas curvas con la aburrida naturalidad del tedio. Todo viajero se ha preguntado lo mismo alguna vez: ¿qué hacen los lugareños con tanta belleza?
Los aires balcánicos de la música de la radio repiten esa canción entre pop y gitana que escucharé una y otra vez en este viaje. Más tarde averiguaré que se llama Deca Edolez. Los diez mandamientos. Un nombre excesivamente bíblico para la fotografía de la tapa del disco que muestra una Despina Vandi escasa de ropas, como corresponde a una sex symbol que encandila por igual a hombres y mujeres. Entramos en un insignificante caserío junto al cual se levanta el monasterio de Agios Nectarios, que le da nombre al lugar. No hay tiempo para pensarlo demasiado. El ómnibus se detiene para subir un pasajero, a la izquierda de la carretera está el monasterio, a la derecha un pequeño comedero, y en ese instante la única chance de bajar.
Una enramada protege del sol cuatro o cinco mesas rústicas rodeadas por sillas con asiento y respaldo de paja que se acomodan en un patio de hormigón. Un almuerzo en ese estiatorio no se puede cambiar por nada en el mundo. El pan de campo cortado en rodajas anchas, un mantel de nylon delgadísimo apretado al borde de la mesa con unos palillos de plástico, vasos de vidrio grueso, pescado fresco, ensalada griega con olivas negras, y una jarra de latón cobrizo llena de retsina, ese vino blanco griego que efectivamente tiene un distante sabor a resina de árbol y al que nunca terminé de acostumbrar el paladar.
Frente a los ojos, cruzando la ruta, el monasterio. No está pensado para el turismo sino que es claramente un lugar de peregrinos. Aunque moderno, respeta el estilo greco-bizantino de cúpulas de capelina y delgadas columnas sosteniendo los arcos en las alas de planta circular. Dominan los tonos rojizos. Del templo sale una escalinata amurallada, de casi un kilómetro, que llega a un complejo de habitaciones en el que han de vivir los monjes. La bandera amarilla con el águila bicéfala flamea anacrónica y recuerda que la iglesia ortodoxa sigue guiándose por el derecho bizantino. Es sólo cruzar la ruta y entrar.
Algo, sin embargo, me detiene. Está muy fresca la imagen sobrecogedora del interior del monasterio de Dafne. Sospecho que Agios Nectarios no resistirá la comparación y no quiero ponerlo en el aprieto. Prefiero guardarlo en mi memoria como esa aparición magnética en medio de la ruta y ese almuerzo despojado, casi bíblico (pescado, olivas, pan y vino). En algunos minutos pasará el ómnibus siguiente y habrá que continuar camino.
(Artículo de la serie "Cartogramas", de Roberto López Belloso)
En todas partes hay un personaje secundario enajenado. Como aquel que recorría las calles de mi pueblo en bicicleta gritando como un asno en cada esquina, o el pintor demente que repetía su autorretrato al infinito en sucias hojas que intentaba venderle a los turistas del Puente de Carlos, en Praga, mientras les sacaba la lengua y los insultaba amenazante.
El ómnibus llega, finalmente. El trayecto hacia la ciudad de Egina es como todos los trayectos griegos. Hay una embriaguez que se apodera del alma mientras los ojos se dan de bruces contra una bahía que trae de regreso el mar que había quedado oculto por una colina. Como en un altar los iconos llenan el tablero del conductor y el sol, tibio, acaricia a los pasajeros que se dejan llevar por las pronunciadas curvas con la aburrida naturalidad del tedio. Todo viajero se ha preguntado lo mismo alguna vez: ¿qué hacen los lugareños con tanta belleza?
Los aires balcánicos de la música de la radio repiten esa canción entre pop y gitana que escucharé una y otra vez en este viaje. Más tarde averiguaré que se llama Deca Edolez. Los diez mandamientos. Un nombre excesivamente bíblico para la fotografía de la tapa del disco que muestra una Despina Vandi escasa de ropas, como corresponde a una sex symbol que encandila por igual a hombres y mujeres. Entramos en un insignificante caserío junto al cual se levanta el monasterio de Agios Nectarios, que le da nombre al lugar. No hay tiempo para pensarlo demasiado. El ómnibus se detiene para subir un pasajero, a la izquierda de la carretera está el monasterio, a la derecha un pequeño comedero, y en ese instante la única chance de bajar.
Una enramada protege del sol cuatro o cinco mesas rústicas rodeadas por sillas con asiento y respaldo de paja que se acomodan en un patio de hormigón. Un almuerzo en ese estiatorio no se puede cambiar por nada en el mundo. El pan de campo cortado en rodajas anchas, un mantel de nylon delgadísimo apretado al borde de la mesa con unos palillos de plástico, vasos de vidrio grueso, pescado fresco, ensalada griega con olivas negras, y una jarra de latón cobrizo llena de retsina, ese vino blanco griego que efectivamente tiene un distante sabor a resina de árbol y al que nunca terminé de acostumbrar el paladar.
Frente a los ojos, cruzando la ruta, el monasterio. No está pensado para el turismo sino que es claramente un lugar de peregrinos. Aunque moderno, respeta el estilo greco-bizantino de cúpulas de capelina y delgadas columnas sosteniendo los arcos en las alas de planta circular. Dominan los tonos rojizos. Del templo sale una escalinata amurallada, de casi un kilómetro, que llega a un complejo de habitaciones en el que han de vivir los monjes. La bandera amarilla con el águila bicéfala flamea anacrónica y recuerda que la iglesia ortodoxa sigue guiándose por el derecho bizantino. Es sólo cruzar la ruta y entrar.
Algo, sin embargo, me detiene. Está muy fresca la imagen sobrecogedora del interior del monasterio de Dafne. Sospecho que Agios Nectarios no resistirá la comparación y no quiero ponerlo en el aprieto. Prefiero guardarlo en mi memoria como esa aparición magnética en medio de la ruta y ese almuerzo despojado, casi bíblico (pescado, olivas, pan y vino). En algunos minutos pasará el ómnibus siguiente y habrá que continuar camino.
(Artículo de la serie "Cartogramas", de Roberto López Belloso)
Etiquetas: Cartogramas, Grecia
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