05 septiembre 2006

Cartogramas/Aquincum

(Hungría).- Uno de sus gobernadores fue un joven que luego se convertiría en emperador, Adriano. Esta era la frontera del Imperio Romano. De este lado, la Pannonia; más allá las tierras de los bárbaros, el Barbaricum. Cuatro siglos estuvieron allí las legiones, hasta que fueron expulsadas por los hunos. Los húngaros se consideran herederos de estas tribus de jinetes políticamente incorrectos, al punto que Atila es uno de los nombres que las familias actuales eligen con más frecuencia para sus bebés. Ahora el conjunto no es demasiado inspirador. Apenas un fragmento de acueducto y una sección indefinida de anfiteatro, de los que hay que adivinar el viejo semblante.

Una parte de las ruinas puede recorrerse en círculos a través de un camino bordeado por arbustos amarillos, y sería posible encontrar algo de los viejos ecos, si no fuera por el entorno, descuidado y completamente falto de la tan criticada mise-en-scène, y que ahora se me hace necesaria. Toco los muros, miro buscando lo que no encuentro. No hay más remedio que volver a la estación del tren de cercanías. Mientras espero, compro waffles caseros a una vendedora ambulante, que muy seriamente me extiende un recibo como comprobante de mi pago. Todavía lo conservo. Ese papel celeste rellenado a birome en una lengua incomprensible, es mi souvenir de la frontera imperial.

(Artículo de la serie "Cartogramas", de Roberto López Belloso)

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