Milosevic y la vieja herida de la identidad
Las mujeres vestidas de negro lloraban como si su muerte hubiera ocurrido esa misma noche. El cuerpo ennegrecido y arrugado del príncipe Lazar revelaba, a pesar de los esfuerzos de los embalsamadores, que se trataba de una muerte antigua. Seiscientos años no es tanto tiempo para los Balcanes, en cuya historia todavía se sigue hundiendo el mito de los héroes de las novelas de caballería, como Marko Kralievic, dueño de una fuerza descomunal y de un caballo capaz de recorrer enormes distancias tomando impulso, de tanto en tanto, con sus cascos herrados en plata
Por eso la repatriación de los restos de Lazar, organizada por Slobodan Milosevic para conmemorar los seis siglos de la Batalla de Kosovo, pareció más un hecho de la agenda política que una efemérides para historiadores. Durante semanas el ataúd del príncipe hizo una peregrinación, ciudad tras ciudad, para recibir el homenaje postergado. En cada estación las autoridades locales reafirmaban la intencionalidad política del recorrido: Lazar, que al luchar contra los turcos en la batalla de 1389 eligió una muerte honorable y sagrada antes que la efímera victoria terrenal, estaba ahí para decirles que Kosovo era la patria espiritual de los serbios. Que las cosas hubieran cambiado en seis siglos y que ahora el 90 por ciento de los kosovares fueran de origen albanés (musulmanes como aquellos turcos), era un detalle demográfico menor, menos trascendente que el testimonio de los monasterios ortodoxos que salpicaban la geografía de la provincia con su arquitectura bizantina.
“Libre y piadoso”
En esa vieja herida de la identidad fue que Milosevic plantó su bandera del oportunismo nacionalista y se encaramó en el poder. Eran tiempos en que un oscuro dirigente del aparato comunista debía aferrarse a cualquier cosa si no quería terminar abruptamente su carrera política. Sus bravuconadas historicistas se volvieron algo mucho más serio cuando varias repúblicas de la entonces Yugoslavia proclamaron su independencia. La irresponsabilidad de Alemania y Austria, que se apresuraron a reconocer a Croacia y Eslovenia sin asegurar garantías para las poblaciones serbias que allí vivían, desató la primera de las modernas guerras balcánicas. El oportunismo de Milosevic y de los líderes croata y bosniomusulmán hicieron el resto, desangrando al país y desmembrándolo en cuatro años. La historia más reciente es conocida. Llevado al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, a efectos de ser juzgado por crímenes contra la humanidad y genocidio, su defensa de sí mismo tuvo el efecto de relanzar su arraigo popular. La muerte ocurrida el 11 de marzo en una celda de La Haya, imputable a una genérica negligencia médica, le da la oportunidad a sus seguidores de colocarlo en el santoral de la ortodoxia serbia. Ya comenzaron a aparecer las imágenes en las que un Slobo desafiante presta su rostro a uno de los santos guerreros que adornan las paredes de las iglesias. Como ocurrió antes con Lazar, ahora es el cuerpo de Milosevic el que regresa en busca de homenaje. A cambio lleva consigo, en la rigidez de la muerte, el rejuvenecido mito del martirio serbio. Fue Lazar un mártir (el profeta Elías le anunció su suerte antes de la batalla portando una carta de la Virgen María, y la decisión de Lazar de concurrir a la muerte profetizada fue la que ató el destino de Serbia a la estética cristiana del cordero que se sacrifica por los otros), y ahora es Slobo, cuyo nombre significa “libre y piadoso”, quien cumple con su destino.
Lugares comunes
Este razonamiento no es sólo de los nacionalistas. Hay un pathos serbio que es parte de su identidad nacional, que hace que incluso los opositores a Milosevic miren al Tribunal de La Haya con desconfianza. Para la prensa internacional fue “el carnicero de los Balcanes”. Para los serbios que se opusieron a su régimen, Milosevic fue una desgracia, pero no fue necesariamente un criminal de guerra. Los otros pueblos balcánicos, que sufrieron las guerras de los noventa, hubieran preferido verlo condenado por sus crímenes. Culpable de los cargos de los que se lo acusaban, Milosevic fue uno de los personajes que causaron más muerte y dolor en la ex Yugoslavia. Pero no fue el único, dicen los serbios de cualquier tendencia política. En cierta forma, el rechazo a la simplificación con la que la prensa internacional los vuelve a bombardear desde el 11 de marzo (reciclando los viejos lugares comunes que mostraban a Serbia como único agresor en las guerras de los noventa), contribuye a dar cierto barniz de consenso a la incómoda figura del obediente cuadro de la nomenclatura titista. Cuando esta nota esté impresa, Milosevic estará siendo velado en Belgrado, frente al Parlamento, y luego de dos días se le llevará a su pueblo natal, Pozarevac, donde será enterrado el sábado. El cronograma está pensado para darle a los homenajes el tono simbólico de una pasión cristiana. Sin embargo podemos asegurar, según fuentes confiables, que al tercer día no resucitará.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en La Diaria el 20 de marzo de 2006)
Por eso la repatriación de los restos de Lazar, organizada por Slobodan Milosevic para conmemorar los seis siglos de la Batalla de Kosovo, pareció más un hecho de la agenda política que una efemérides para historiadores. Durante semanas el ataúd del príncipe hizo una peregrinación, ciudad tras ciudad, para recibir el homenaje postergado. En cada estación las autoridades locales reafirmaban la intencionalidad política del recorrido: Lazar, que al luchar contra los turcos en la batalla de 1389 eligió una muerte honorable y sagrada antes que la efímera victoria terrenal, estaba ahí para decirles que Kosovo era la patria espiritual de los serbios. Que las cosas hubieran cambiado en seis siglos y que ahora el 90 por ciento de los kosovares fueran de origen albanés (musulmanes como aquellos turcos), era un detalle demográfico menor, menos trascendente que el testimonio de los monasterios ortodoxos que salpicaban la geografía de la provincia con su arquitectura bizantina.
“Libre y piadoso”
En esa vieja herida de la identidad fue que Milosevic plantó su bandera del oportunismo nacionalista y se encaramó en el poder. Eran tiempos en que un oscuro dirigente del aparato comunista debía aferrarse a cualquier cosa si no quería terminar abruptamente su carrera política. Sus bravuconadas historicistas se volvieron algo mucho más serio cuando varias repúblicas de la entonces Yugoslavia proclamaron su independencia. La irresponsabilidad de Alemania y Austria, que se apresuraron a reconocer a Croacia y Eslovenia sin asegurar garantías para las poblaciones serbias que allí vivían, desató la primera de las modernas guerras balcánicas. El oportunismo de Milosevic y de los líderes croata y bosniomusulmán hicieron el resto, desangrando al país y desmembrándolo en cuatro años. La historia más reciente es conocida. Llevado al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, a efectos de ser juzgado por crímenes contra la humanidad y genocidio, su defensa de sí mismo tuvo el efecto de relanzar su arraigo popular. La muerte ocurrida el 11 de marzo en una celda de La Haya, imputable a una genérica negligencia médica, le da la oportunidad a sus seguidores de colocarlo en el santoral de la ortodoxia serbia. Ya comenzaron a aparecer las imágenes en las que un Slobo desafiante presta su rostro a uno de los santos guerreros que adornan las paredes de las iglesias. Como ocurrió antes con Lazar, ahora es el cuerpo de Milosevic el que regresa en busca de homenaje. A cambio lleva consigo, en la rigidez de la muerte, el rejuvenecido mito del martirio serbio. Fue Lazar un mártir (el profeta Elías le anunció su suerte antes de la batalla portando una carta de la Virgen María, y la decisión de Lazar de concurrir a la muerte profetizada fue la que ató el destino de Serbia a la estética cristiana del cordero que se sacrifica por los otros), y ahora es Slobo, cuyo nombre significa “libre y piadoso”, quien cumple con su destino.
Lugares comunes
Este razonamiento no es sólo de los nacionalistas. Hay un pathos serbio que es parte de su identidad nacional, que hace que incluso los opositores a Milosevic miren al Tribunal de La Haya con desconfianza. Para la prensa internacional fue “el carnicero de los Balcanes”. Para los serbios que se opusieron a su régimen, Milosevic fue una desgracia, pero no fue necesariamente un criminal de guerra. Los otros pueblos balcánicos, que sufrieron las guerras de los noventa, hubieran preferido verlo condenado por sus crímenes. Culpable de los cargos de los que se lo acusaban, Milosevic fue uno de los personajes que causaron más muerte y dolor en la ex Yugoslavia. Pero no fue el único, dicen los serbios de cualquier tendencia política. En cierta forma, el rechazo a la simplificación con la que la prensa internacional los vuelve a bombardear desde el 11 de marzo (reciclando los viejos lugares comunes que mostraban a Serbia como único agresor en las guerras de los noventa), contribuye a dar cierto barniz de consenso a la incómoda figura del obediente cuadro de la nomenclatura titista. Cuando esta nota esté impresa, Milosevic estará siendo velado en Belgrado, frente al Parlamento, y luego de dos días se le llevará a su pueblo natal, Pozarevac, donde será enterrado el sábado. El cronograma está pensado para darle a los homenajes el tono simbólico de una pasión cristiana. Sin embargo podemos asegurar, según fuentes confiables, que al tercer día no resucitará.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en La Diaria el 20 de marzo de 2006)
Etiquetas: Balcanes 2006/2007, Justicia Internacional, Kosovo, Kosovo 2003/2007, Serbia 2004/2007, Sociedades, Sociedades 2006/2007
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