24 noviembre 2006

La persistencia de lo simbólico

El episodio es fuertemente simbólico, en especial para la Europa balcánica. La capital turca, Estambul, todavía es nombrada por los pueblos cristianos ortodoxos con el nombre bizantino de Constantinopla. Ciudad-símbolo de un imperio que duró mil años y que todavía se considera vigente en algunos territorios autónomos, como es el caso de la provincia griega del Monte Athos. Pero si Constantinopla era el emblema de la cristiandad oriental (símbolo canonizado en el martirio de su último emperador, Constantino Paleólogo, que murió al pie de sus murallas defendiendo la ciudad del avance otomano), el símbolo de Constantinopla era la basílica de Santa Sofía.

Tan importante resultaba ese edificio como encarnación del matrimonio de lo terrenal con lo celestial, que luego de tomada la ciudad en 1453, los conquistadores turcos intentaron “exorcizarla” agregándole cuatro minaretes y convirtiéndola en mezquita colocando en su interior dos enormes medallones con los nombre de Alá y de Mahoma. Con el advenimiento de la Turquía moderna, los planes de secularización impulsados por Attaturk eliminaron su carácter de mezquita y la transformaron en museo en 1935. Pese a su nuevo “ecumenismo laico”, si es permitido acuñar ese término, la iglesia de la Sagrada Sabiduría (que eso significa en griego el nombre Agia Sofía) sigue siendo una cápsula de tiempo que insinúa lo que fue Bizancio.

Una vez en su interior se comprende que los cristianos del siglo sexto consideraran la obra de Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto como un milagro en sí mismo. ¿Cómo era posible que se sostuviera esa enorme cúpula que parecía estar suspendida del cielo? Los arquitectos debieron resolver problemas técnicos que nunca se le habían presentado a ningún constructor. Para sus contemporáneos resultaba evidente que tenían que haber contado con la ayuda divina, intermediada, sin duda, por el sagrado emperador. El rosado de la fachada, los mármoles del interior, la fineza de las columnas y los capiteles labrados que sostienen las delicadas galerías laterales; generan un efecto estético que por sí solo alcanzaría para justificar la permanencia de su leyenda. Pero todavía quedan los mosaicos.

Hay que subir al piso superior, atravesando unas escaleras con aspecto de túneles arcaicos, para llegar a dos grupos de imágenes de la liturgia cristiana. El rostro en éxtasis de la Virgen. La despeinada cabellera de Juan el Bautista. Su belleza es tal que los otomanos, a pesar de estar embebidos del ímpetu de los conquistadores, no se atrevieron a destruirlos. Los taparon con una capa de estuco, como si supieran que la posteridad sería más generosa que su presente con esas imágenes. Es probable que al ocultar la obra maestra, estuvieran haciendo uno de los primeros actos de museística, aislando los mosaicos de su carácter religioso, y preservando su componente artístico.

Esta semana la noticia pudo pasar inadvertida, o apenas ser mencionada como un tardío efecto del “discurso de Ratisbona”, con el cual el Papa Benedicto XVI despertó la ira de una parte del mundo musulmán en setiembre de este año. Unos cincuenta islamistas que integran la formación de extrema derecha conocida como “Partido de la Gran Unión”, ocuparon el miércoles último la basílica de Santa Sofía. Lo hicieron en rechazo al arribo del pontífice católico a Turquía, previsto para este martes 28.

Al simbolizar en Santa Sofía el rechazo al Papa (algo que en sí mismo es un error teológico ya que la cristiandad ortodoxa considera herética la pretendida autoridad superior del Papa católico) están reafirmando la persistencia de la potencia simbólica de Constantinopla. A pesar de que hayan transcurrido cinco siglos y medio desde el momento de su caída.


(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 24 de noviembre de 2006)

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