Centenario de Lawrence Durrell: Un alejandrino en Corfú
Uno de los escritores más exitosos de la segunda posguerra, Lawrence Durrell, ha sido injustamente olvidado por el gran público. Su entonces célebre Cuarteto de Alejandría le puso a la cabeza de las apuestas para el Nobel en más de una oportunidad. Aunque por décadas fue diplomático británico, la leyenda dice que no tenía ciudadanía inglesa. Rechazaba a Inglaterra y amaba a Grecia más que a ninguna otra parte del mundo. El lunes 27 de febrero se cumplieron cien años de que nació en la India británica. A continuación un fragmento de la nota publicada por Roberto López Belloso en Brecha.
“Es abril y hemos tomado una vieja casa de pescadores en el extremo norte de la isla, Kalami. A diez millas por mar y unos treinta quilómetros por carretera desde la ciudad, ofrece todos los encantos de la soledad. Una casa blanca puesta como un dado sobre una roca venerable ya con las cicatrices del viento y el agua. La montaña sube hasta el cielo, detrás de ella (…) Esto ha venido a ser nuestro hogar no lamentado”.
No es abril de 1937 sino fines de agosto de 2011. La vieja casa de pescadores que menciona en La celda de Próspero ya tiene dos plantas. La segunda la hizo construir Durrel y ahora se alquila a seiscientos euros la semana. Los actuales inquilinos son una familia rusa que no tiene idea de quien era ese escritor en cuya mesa de trabajo amontonan las toallas y la ropa sucia, pero dispone del dinero para pagar por dormir al borde de un mar obscenamente cristalino. ¿Y los encantos de la soledad? Toda la isla parece haberse llenado de rusos últimamente, tanto que en varias tiendas hay carteles en cirílico. Sin embargo es cierto que acá, en este rincón alejado desde el que parece que puede tocarse Albania con los dedos, hay menos turistas que en el lado opuesto, el de las playas de arena que vuelven la espalda a los Balcanes y miran a Italia. La casa sigue siendo blanca y con forma de dado. En la planta baja viven los hijos de la familia que la habitaba cuando llegó Durrell. Fue una compra extraña. No les compró la casa propiamente dicha sino el derecho a construir en ella una segunda planta para sí. En la de abajo podrían seguir viviendo sus dueños originarios. Y ahí siguen. En el porsche han instalado un restorán en el que sirven el desayuno a los inquilinos y en el que también aceptan otros clientes. Está decorado con fotos del excéntrico escritor inglés que hizo de Kalami su “hogar no lamentado”.
Desde ahí, con 25 años, le escribió a Henry Miller: “¿Por qué toda esta angustia por el papel, la tinta, las palabras cuando la vida huye como un lebrel, y todo se siente con demasiada intensidad, con demasiada pasión para tratar de escribirlo? Entonces tomo el Van Norden (su pequeño barquito corfiota), levo las velas y huyo de mí mismo”.
La correspondencia entre los dos escritores continúa por años y a pesar de que Durrell las remite desde sus diferentes destinos (Buenos Aires, Belgrado, Chipre), siempre se regresa en ellas a Grecia. Veinte años después de que Durrell dejara la casa blanca, Miller la menciona de nuevo: “Y ahora te recuerdo en la terraza de tu casita de Corfú (foto), con tu cuaderno y tu lápiz, escribiendo, borroneando, corrigiendo, puliendo tu estilo, volviendo a escribir, escribiendo algo más, bañándote, bebiendo, cantando, riéndote, pero volviendo siempre al cuaderno y al lápiz. Se advierte claramente cómo has peleado para dominar el medio, y no sólo el medio sino el lenguaje mismo, el inglés, el inglés del rey. Ahora te leo con envidia”.
Para regresar a la ciudad hay que remontar la montaña que, efectivamente, sube hasta el cielo ya que la cuesta parece que no va a terminar nunca. Pero finalmente se llega a la ruta. La parada de ómnibus es un minúsculo refugio de lata y madera costanera: ilusoria protección contra los automóviles que toman esa curva como poseídos, incluso adelantándose unos a otros aunque no puedan ver lo que viene, en bajada, por el carril opuesto. Desde ahí el ómnibus pone casi una hora para llegar a Corfú Town, pero el paisaje en esa carretera marítima es de una belleza tal que dan ganas que el conductor derrape y se vaya a estrellar allá abajo en ese azul imposible. Por suerte no ocurre y la ciudad recibe con su arquitectura veneciana.
CORFU TOWN. “Las casas sobre el puerto viejo están elegantemente construidas en delgados peldaños con estrechas callejas y columnatas entre ellas; rojas, amarillas, rosadas, pardas: una mezcolanza de tonos pastel que la luna transforma en una ciudad deslumbradoramente blanca”.
A pocas cuadras del puerto viejo queda la iglesia de San Espiridón, el patrono de la isla. Los corfiotas cargaron su cuerpo desde Constantinopla y a cambio les salvó de la peste y de los turcos, más de una vez. Ya es de noche y la iglesia está a punto de cerrar, pero todavía puede entrarse y ver cómo queda desmentido el prejuicio de quien llega esperando encontrar una iglesia provinciana, folklórica. Los candelabros y lámparas de plata parecen tener el tono exacto para una iglesia en cuyo techo los frescos –aunque relativamente modernos- denotan la maestría de su factura. Pero es sólo el prólogo. La pequeña capilla en forma de cripta donde está el ataúd con las reliquias del santo emana una energía que no sólo proviene de la romería constante de fieles que van a besar su tapa plateada, sino también del carácter de gruta, de sus frescos enmohecidos, estos sí algo difusos por el tiempo, y de la línea tupida de lámparas que tiene encendidas a media altura. Las cosas siguen siendo como las vio Durrell hace tres cuartos de siglo: San Espiridón “yace en quietud hibernante en su ataúd ricamente labrado, cuyo caparazón exterior de plata está permanente empañado por el aliento de los fieles que se inclinan para besarlo. La oscuridad está llena de cálices y estandartes: todo el oropel de la decoración eclesiástica bizantina. Un estilo de arte que es literal más que figurativo: el santo tiene un verdadero nimbo de plata metido en el lienzo en torno a su cara oval de poseso. Ojos de oliva negra miran impenitentes desde todas las paredes”.
ALEJANDRIA. Cuando los nazis se adueñaron de Grecia tras la batalla de Creta, Durrell se evacua junto al ejército inglés hacia Alejandría. “Europa ha quedado detrás de nosotros”, escribirá más tarde sobre la ciudad donde conoce a Eve, una judía alejandrina que será su segunda esposa (foto). Se dice que en ella basó el personaje de Justine, la protagonista de El cuarteto de Alejandría. La ciudad se vuelve un lugar irreal, el fondo adecuado para una tetralogía pensada como “una investigación del amor moderno”. La obra es un mosaico de personajes, cuatro de los cuales dan nombre a sus partes, aunque hay otros, como Nessim, que son incluso más importantes en el desarrollo narrativo. Pese a esta multitud coral, el centro es siempre Justine, que “como todos los seres morales está en el límite de la diosa”. Tanto que “si nuestro mundo fuera un mundo de verdad, habría templos donde Justine podría refugiarse y encontrar la paz que busca”.
En una nota introductoria al segundo tomo, Balthazar, el novelista explica: “Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la Relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo (…) Sin embargo las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial. El tiempo está en suspenso. Solo la última parte representará el tiempo y será una verdadera sucesora”.
Pese a la influencia de Alejandría en la obra de Durrell, el Cuarteto no fue escrito en esa ciudad egipcia sino en Chipre. En diciembre de 1953, en otra de sus cartas a Miller, escribe: “Sigo adelante, literalmente palabra por palabra, con mi libro sobre Alejandría. Estoy cansado como un perro a la hora que llego a casa por las tardes pero todos mis momentos de vigilia le pertenecen, de modo que durante los fines de semana, cuando paso en limpio mis garabatos, suelo tener unas 1500 palabras. Me siento como una de esas máquinas para destilar agua: cae gota a gota, en contra de la fatiga física (…) Te estoy escribiendo a las 4.50 de la mañana. Un pálido amanecer malva en medio de un deslumbrante plenilunio. Fantasmagórico. Los ruiseñores cantan embriagados por las primeras lluvias. Todo húmedo de rocío. Dentro de un ratito sacaré el coche y me arrastraré por el camino hacia un amanecer que llega desde el Asia Menor como el Paraíso Perdido”.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 24-II-2012)
“Es abril y hemos tomado una vieja casa de pescadores en el extremo norte de la isla, Kalami. A diez millas por mar y unos treinta quilómetros por carretera desde la ciudad, ofrece todos los encantos de la soledad. Una casa blanca puesta como un dado sobre una roca venerable ya con las cicatrices del viento y el agua. La montaña sube hasta el cielo, detrás de ella (…) Esto ha venido a ser nuestro hogar no lamentado”.
No es abril de 1937 sino fines de agosto de 2011. La vieja casa de pescadores que menciona en La celda de Próspero ya tiene dos plantas. La segunda la hizo construir Durrel y ahora se alquila a seiscientos euros la semana. Los actuales inquilinos son una familia rusa que no tiene idea de quien era ese escritor en cuya mesa de trabajo amontonan las toallas y la ropa sucia, pero dispone del dinero para pagar por dormir al borde de un mar obscenamente cristalino. ¿Y los encantos de la soledad? Toda la isla parece haberse llenado de rusos últimamente, tanto que en varias tiendas hay carteles en cirílico. Sin embargo es cierto que acá, en este rincón alejado desde el que parece que puede tocarse Albania con los dedos, hay menos turistas que en el lado opuesto, el de las playas de arena que vuelven la espalda a los Balcanes y miran a Italia. La casa sigue siendo blanca y con forma de dado. En la planta baja viven los hijos de la familia que la habitaba cuando llegó Durrell. Fue una compra extraña. No les compró la casa propiamente dicha sino el derecho a construir en ella una segunda planta para sí. En la de abajo podrían seguir viviendo sus dueños originarios. Y ahí siguen. En el porsche han instalado un restorán en el que sirven el desayuno a los inquilinos y en el que también aceptan otros clientes. Está decorado con fotos del excéntrico escritor inglés que hizo de Kalami su “hogar no lamentado”.
Desde ahí, con 25 años, le escribió a Henry Miller: “¿Por qué toda esta angustia por el papel, la tinta, las palabras cuando la vida huye como un lebrel, y todo se siente con demasiada intensidad, con demasiada pasión para tratar de escribirlo? Entonces tomo el Van Norden (su pequeño barquito corfiota), levo las velas y huyo de mí mismo”.
La correspondencia entre los dos escritores continúa por años y a pesar de que Durrell las remite desde sus diferentes destinos (Buenos Aires, Belgrado, Chipre), siempre se regresa en ellas a Grecia. Veinte años después de que Durrell dejara la casa blanca, Miller la menciona de nuevo: “Y ahora te recuerdo en la terraza de tu casita de Corfú (foto), con tu cuaderno y tu lápiz, escribiendo, borroneando, corrigiendo, puliendo tu estilo, volviendo a escribir, escribiendo algo más, bañándote, bebiendo, cantando, riéndote, pero volviendo siempre al cuaderno y al lápiz. Se advierte claramente cómo has peleado para dominar el medio, y no sólo el medio sino el lenguaje mismo, el inglés, el inglés del rey. Ahora te leo con envidia”.
Para regresar a la ciudad hay que remontar la montaña que, efectivamente, sube hasta el cielo ya que la cuesta parece que no va a terminar nunca. Pero finalmente se llega a la ruta. La parada de ómnibus es un minúsculo refugio de lata y madera costanera: ilusoria protección contra los automóviles que toman esa curva como poseídos, incluso adelantándose unos a otros aunque no puedan ver lo que viene, en bajada, por el carril opuesto. Desde ahí el ómnibus pone casi una hora para llegar a Corfú Town, pero el paisaje en esa carretera marítima es de una belleza tal que dan ganas que el conductor derrape y se vaya a estrellar allá abajo en ese azul imposible. Por suerte no ocurre y la ciudad recibe con su arquitectura veneciana.
CORFU TOWN. “Las casas sobre el puerto viejo están elegantemente construidas en delgados peldaños con estrechas callejas y columnatas entre ellas; rojas, amarillas, rosadas, pardas: una mezcolanza de tonos pastel que la luna transforma en una ciudad deslumbradoramente blanca”.
A pocas cuadras del puerto viejo queda la iglesia de San Espiridón, el patrono de la isla. Los corfiotas cargaron su cuerpo desde Constantinopla y a cambio les salvó de la peste y de los turcos, más de una vez. Ya es de noche y la iglesia está a punto de cerrar, pero todavía puede entrarse y ver cómo queda desmentido el prejuicio de quien llega esperando encontrar una iglesia provinciana, folklórica. Los candelabros y lámparas de plata parecen tener el tono exacto para una iglesia en cuyo techo los frescos –aunque relativamente modernos- denotan la maestría de su factura. Pero es sólo el prólogo. La pequeña capilla en forma de cripta donde está el ataúd con las reliquias del santo emana una energía que no sólo proviene de la romería constante de fieles que van a besar su tapa plateada, sino también del carácter de gruta, de sus frescos enmohecidos, estos sí algo difusos por el tiempo, y de la línea tupida de lámparas que tiene encendidas a media altura. Las cosas siguen siendo como las vio Durrell hace tres cuartos de siglo: San Espiridón “yace en quietud hibernante en su ataúd ricamente labrado, cuyo caparazón exterior de plata está permanente empañado por el aliento de los fieles que se inclinan para besarlo. La oscuridad está llena de cálices y estandartes: todo el oropel de la decoración eclesiástica bizantina. Un estilo de arte que es literal más que figurativo: el santo tiene un verdadero nimbo de plata metido en el lienzo en torno a su cara oval de poseso. Ojos de oliva negra miran impenitentes desde todas las paredes”.
ALEJANDRIA. Cuando los nazis se adueñaron de Grecia tras la batalla de Creta, Durrell se evacua junto al ejército inglés hacia Alejandría. “Europa ha quedado detrás de nosotros”, escribirá más tarde sobre la ciudad donde conoce a Eve, una judía alejandrina que será su segunda esposa (foto). Se dice que en ella basó el personaje de Justine, la protagonista de El cuarteto de Alejandría. La ciudad se vuelve un lugar irreal, el fondo adecuado para una tetralogía pensada como “una investigación del amor moderno”. La obra es un mosaico de personajes, cuatro de los cuales dan nombre a sus partes, aunque hay otros, como Nessim, que son incluso más importantes en el desarrollo narrativo. Pese a esta multitud coral, el centro es siempre Justine, que “como todos los seres morales está en el límite de la diosa”. Tanto que “si nuestro mundo fuera un mundo de verdad, habría templos donde Justine podría refugiarse y encontrar la paz que busca”.
En una nota introductoria al segundo tomo, Balthazar, el novelista explica: “Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la Relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo (…) Sin embargo las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial. El tiempo está en suspenso. Solo la última parte representará el tiempo y será una verdadera sucesora”.
Pese a la influencia de Alejandría en la obra de Durrell, el Cuarteto no fue escrito en esa ciudad egipcia sino en Chipre. En diciembre de 1953, en otra de sus cartas a Miller, escribe: “Sigo adelante, literalmente palabra por palabra, con mi libro sobre Alejandría. Estoy cansado como un perro a la hora que llego a casa por las tardes pero todos mis momentos de vigilia le pertenecen, de modo que durante los fines de semana, cuando paso en limpio mis garabatos, suelo tener unas 1500 palabras. Me siento como una de esas máquinas para destilar agua: cae gota a gota, en contra de la fatiga física (…) Te estoy escribiendo a las 4.50 de la mañana. Un pálido amanecer malva en medio de un deslumbrante plenilunio. Fantasmagórico. Los ruiseñores cantan embriagados por las primeras lluvias. Todo húmedo de rocío. Dentro de un ratito sacaré el coche y me arrastraré por el camino hacia un amanecer que llega desde el Asia Menor como el Paraíso Perdido”.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 24-II-2012)
Etiquetas: Grecia, Literatura
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