Cuaderno de Vietnam III: Saigón, espejismos del pasado
por Roberto López Belloso
Su nombre oficial es Ciudad Ho Chi Minh. Se trata de Saigón, que fuera la ciudad principal de la Cochinchina francesa y años después la capital de Vietnam del Sur. Los restos de ese pasado, ecos de Graham Greene o Marguerite Duras, conviven con los signos de la prosperidad económica que –más aquí que en otras partes– parece haber traído el “doi moi”, esa curiosa convivencia entre la economía de mercado y el partido único.
La brisa trepa la cuesta que lleva del río Saigón al centro histórico de Ciudad Ho Chi Minh. Una anciana que vende cigarrillos y piastras de Indochina es apenas una anomalía, una isla de pasado en una calle donde lo que prima es el lujo como promesa. En la esquina, un enorme local de Louis Vuitton, la grifa de carteras francesas, compite con los diseños italianos de Gucci que está instalado enfrente. A modo de exorcismo ante tanto despliegue capitalista, también en esta calle, Dong Khoi, la antigua rue Catinat, se han colgado los estandartes de seda roja que penden verticales de las columnas de alumbrado. Están en pares: uno con la estrella amarilla al centro, el otro con una hoz y un martillo. Decoran toda la ciudad conviviendo con el encaje de luces navideñas que envuelve los troncos de los árboles.
El tráfico se torna caótico apenas se llega al edificio de la ópera. Es el sancto sanctorum de la ciudad francesa. Frente a la ópera, el legendario Hotel Continental donde Graham Greene sitúa parte de la acción de El americano impasible. Aunque en las últimas traducciones la novela se llama El americano tranquilo, el viejo título en español será, para siempre, el mejor título de esa historia de espionaje, intervenciones e intereses coloniales que transcurre durante el final del dominio francés.
El malhumorado personal de recepción parece cansado de los visitantes que entran a percibir algo del alma de Indochina en las áreas comunes sin desembolsar los cien dólares que cuesta cada noche. Una ganga al lado de los trescientos que se cobran en el Metropol de Hanoi, su equivalente en la capital del norte, donde supo dormir Jane Fonda cuando fue a dar su apoyo a las huestes de tío Ho, y años antes el propio Greene que ahora tiene un trago con su nombre en La Terrase, el café del Metropol. Pero aquí, en Saigón, es posible subir las escaleras del Continental en un descuido del portero uniformado de marinero y curiosear en los pasillos interminables. No es sólo el uniforme de los botones, todo exuda un aspecto de transa-tlántico. O de hospital de tísicos en los Alpes alemanes. Las mucamas pendulan entre las habitaciones y un centro de comando regenteado por una mujer entrada en años que despacha almohadas, ropa de cama y pequeños frascos de champú con eficiencia de oficial de logística. Delante de la puerta de uno de los cuartos hay dos hombres de particular montando guardia. Una escalera señorial induce a regresar a la planta baja antes que la curiosidad despierte al gato. Lleva directo a un restorán exóticamente dedicado a la cocina italiana cuyos mozos –más incomprensible todavía– trabajan disfrazados con bermudas y sombrero de exploradores.
Definitivamente el único sitio donde se encontrará algo del espíritu Greene es el bar. Con sillones de mimbre y una cerca de arbustos que lo separa del ajetreo de la calle, permite leer la prensa francesa del día y tomar algo a un precio más que razonable. No hay mozos-exploradores sino aburridas camareras vestidas de negro y blanco, como visten las camareras en los bares de hotel de cualquier parte.
NUEVOS COLONOS. “La primera vez que Pyle se encontró con Fuong fue también en el Continental, unos dos meses después de su llegada. Todavía no era de noche; las bujías ya estaban encendidas en los puestos de las callejuelas laterales, en ese fresco transitorio que cae cuando el sol acaba de ponerse. Los dados repiqueteaban sobre las mesas donde los franceses jugaban al ochenta y uno, y las muchachas con sus pantalones blancos de seda regresaban a casa en bicicleta por la rue Catinat”. El que habla es Fowler, el corresponsal inglés que aunque Greene no se enterase tuvo desde siempre el rostro de Michael Caine. Pyle es el americano impasible, de quien todo Saigón ya sabía “que desempeñaba uno de esos servicios tan inapropiadamente llamados secretos”. Fuong es la mujer que ambos disputan. Cuando Fowler conoció a Pyle, también en el bar del Continental, notó que el americano tenía “una cara inconfundiblemente joven y todavía sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo”. Así veía la vieja Europa a los nuevos colonizadores. Una bandada naif y peligrosa. Pero Fowler no puede convencer a Pyle de la insensatez de su cruzada anticomunista. Lo intenta más de una vez, incluso mientras están atrapados en una torreta de vigilancia en medio del campo, esperando el ataque de los hombres de Ho Chi Minh. Ya se ha dicho pero vale la pena repetirlo: si los estrategas de Washington hubieran leído ese libro, tal vez habrían evitado involucrarse dos décadas más tarde en una guerra que de antemano era un callejón sin salida.
Actualmente frente al Continental hay un café cuyas paredes están decoradas con fotos históricas. En esta esquina parece que lo único que ha cambiado es el ejército de motos y autos último modelo. Sustituyen a los rickshaw en los que porteadores de pies descalzos paseaban a europeos vestidos con trajes de lino color marfil. El marco edilicio, las tres plantas del hotel y las líneas curvas de la ópera, están prácticamente incambiadas. Pero en esta ciudad toda sensación de “tiempo detenido” es un espejismo. “La vieja viciosa del sur”, como se la llamaba en el norte en los años de la guerra americana, sigue teniendo el ritmo de una metrópolis. Vuitton y Gucci no son los únicos que aprovechan las nuevas reglas del doi moi, esa peculiar perestroika vietnamita. En una galería frente al hotel de Graham Greene se anuncia un tratamiento para blanquear la dentadura. “Revolución del brillo”, reza el eslogan en medio de un cartel con los retratos de una sonriente Marilyn Monroe y un pensativo Che Guevara. En diagonal, una tienda de ropa de diseño ostenta en su vidriera un chaleco bordado a mano con el rostro de Ho Chi Minh tal como se lo ve en los carteles de propaganda. Su precio: 5 mil dólares americanos.
NÔTRE DAME. El barrio francés no se reduce al Continental y la ópera. Si se camina en una dirección está la alcaldía, construida a imagen y semejanza de su similar parisina. Delante del edificio la estatua de Ho Chi Minh acompañado de una niña corporiza la metáfora del padre de la patria. En la otra dirección están el correo (aquí la estatua es de dos carteros proletarios con actitud de cosmonautas) y la iglesia de Nôtre Dame. Greene la llama “la horrible catedral rosada”. No es del todo justo. Ese injerto neogótico tiene su encanto, sobre todo por el acierto de haber usado ladrillo en lugar del gris de la piedra. El interior es bastante más insulso. Sólo llama la atención la capilla lateral con una imagen de la virgen. Sus paredes están tapizadas con pequeñas plaquetas de agradecimiento. Discretas líneas de un diálogo de tú a tú con lo trascendente. Bajo la palabra merci sólo una fecha. Bien sabe la virgen por qué es que se le agradece. A veces, como ayudamemoria para quien ha dispensado tantos favores, aparece un nombre, para que quede claro quién es el agradecido. Los exvotos más recientes están escritos en vietnamita.
Diciembre es temporada de bodas. Por todas partes y en todo lo largo del territorio se ven parejas tomándose fotos de recuerdo. Ellos en traje de tres piezas, las novias de riguroso blanco. En Hanoi pudo verse una de estas escenas junto a uno de los impecables autos de colección que usa el Metropol para recoger a sus huéspedes en el aeropuerto. Tras comprobar en el visor de la cámara que todo hubiera salido bien, los novios volvían caminando a la realidad. Pero esta es Saigón, la ciudad principal del próspero sur, así que no extraña que aquí la pareja no tenga que tomar prestado como fondo “de prestigio” un coche de otro, sino que llegue en su auto deportivo rojo. Las fotos se hacen con el marco de la catedral. Eso sí: el fotógrafo deberá cuidar el encuadre si no quiere que se entrometa, por detrás, la fachada de cristal del shopping center Diamond Plaza. Una catedral detrás de otra catedral, podría apuntarse con un recurso facilista. Pero es lo que parece cuando se está de paso y no se tiene más tiempo que el de una mirada.
TIEMPO DETENIDO. Para llegar desde Nôtre Dame a la siguiente atracción de la ciudad hay que caminar poco más de cinco cuadras. La avenida es ancha como varias de las arterias de Saigón. El anacronismo del topónimo es voluntario. Aquí más que en ninguna otra parte es apropiado ese viejo nombre con el que la mayoría de sus habitantes se siguen refiriendo a la actual Ciudad Ho Chi Minh. El Palacio de la Reunificación había sido desde siempre el edificio de gobierno. Primero lo fue del poder francés y luego, reconstruido con una arquitectura que en su momento fue de vanguardia, se convirtió en sede de la presidencia de Vietnam del Sur. Cuando las tropas del norte derribaron sus portones, en sus salas se firmó la reunificación del país. Ahora es un museo. Los vencedores lo mantuvieron exactamente igual que como lucía en los tiempos del país dividido. Recorrerlo es un verdadero viaje en el tiempo. Las salas del consejo de ministros, los despachos del vicepresidente y del presidente (con teléfonos rosados y un par de felinos disecados como decoración), la sala de juegos, todo tiene un auténtico aire “años sesenta”. Un funcionario trepado a una silla limpia los vidrios del salón ceremonial donde la primera dama brindaba sus recepciones. La mesa está tendida con sus varios juegos de cubiertos, su vajilla importada y sus copas.
También se puede visitar el cine donde se realizaban proyecciones privadas para el presidente y sus invitados, los dormitorios y comedores, o la terraza “de los cuatro puntos cardinales”. En el subsuelo está la central de comando desde la que se dirigían los movimientos de las tropas del sur. Largos pasillos pintados de gris, escritorios metálicos con aspecto de pertenecer a alguna vieja oficina pública, trasmisores, teletipos, mapas con chinchetas de colores que mostraban el avance del enemigo, un pequeño cuarto donde dormía el mandatario cuando la situación se volvía particularmente peligrosa.
Menos claustrofóbica es la zona de la cocina con sus enormes calderos y máquinas para fabricar pastas o batir helados. Su tamaño imperial hace pensar en las enormes cocinas de la nobleza en la Francia de Vatel. Junto a esas dependencias de servicio hay una pequeña muestra fotográfica. Puede verse, por ejemplo, a las autoridades del sur en el momento de la rendición, o a un oficial norvietnamita anunciando que a partir de ese 30 de abril de 1975 todo el país está bajo el control del norte comunista. En una vitrina se exhibe la bandera, el rifle de asalto y el casco del primer soldado que entró al recinto presidencial de los enemigos derrotados. Una foto muestra el momento en que el tanque irrumpe en los jardines. En otra, los tanquistas posan junto al blindado. Parecen campesinos adolescentes. Delgados, de baja estatura, con una sonrisa que no puede ocultar cierta turbación. Se diría que prefieren mil veces batirse con el enemigo. Los visitantes también pueden tener su propia foto junto al tanque, ya que en los jardines se exhibe el histórico carro de combate 390.
Luego de ver el lujo en el que vivían y trabajaban el presidente de Vietnam del Sur y su círculo de ministros, es imposible no compararlo con la sencillez de Ho Chi Minh. La distancia entre este palacio de enormes estancias y la sencilla cabaña de Hanoi desde la que el líder comunista dirigía la otra mitad del país es el mejor manifiesto sobre dos formas de entender el mundo. Esa distancia, el abstracto que esa distancia simboliza –y no los edificios concretos– es el verdadero museo, podría pensarse.
CRAZY BUFFALO. Pasa casi siempre. Cuando años después se intenta visitar los lugares que la literatura dotó de contenido, se los encuentra vacíos de aquella aura o, tal vez, el espíritu debe llevarlo consigo el visitante. Remeras con el rostro de Kafka en Praga, malhumorados camareros en un Café de Flore lleno de turistas que buscan “la experiencia parisina”, las mercantilizadas góndolas de Venecia. Todo está desfasado. El desfasaje del tiempo trae también un desfasaje geográfico. ¿Dónde queda, entonces, el alma de Indochina? Si se la trata de encontrar en Saigón (no vale buscarla en Camboya) será necesario traducirla. Analizar las equivalencias. Cuando se hace el intento, tal vez aquello que Fowler encontraba en el Continental esté a unas quince cuadras de distancia. Se lo conoce como Pham Ngu Lao. Se le podría llamar el “barrio de los mochileros” pero no se parece en nada a Khao San, su similar de Bangkok, que es el que ha generado el molde para estos guetos. Pham Ngu Lao es mucho menos comercial, menos estandarizado, más permisivo con el ejercicio de la nostalgia. Su integración con lo occidental se ha producido de manera más natural, podría decirse.
En la esquina donde se cruzan las dos calles principales del barrio se levanta Crazy Buffalo. En la planta baja, bar para todo el día. En los tres pisos superiores, discoteca. A toda hora engulle visitantes con su fachada color burdeos en la que hay, mitad pintado mitad esculpido, el rostro enorme de un búfalo coronado por un par de cuernos que le dan un aspecto diabólico más que demencial. En las arterias circundantes, motos, puestos callejeros de comida iluminados por precarias instalaciones eléctricas, minimercados abiertos las 24 horas, tiendas de artesanías que no parecen conservadas en formol, boutiques que se adaptan a la moda barata y algo exótica que reclaman los viajeros para ir mimetizándose con esa vestimenta uniformemente distinta que lucen luego de algunas semanas en el Sudeste. A media cuadra de la discoteca, en la vidriera de una casa de t-shirts están los rostros de Fidel Castro y el subcomandante Marcos. Adentro, las camisetas con motivos de Ho Chi Minh compiten con otras que ironizan sobre el caos urbano: filas interminables de motos o el enredo incomprensible de los cables del tendido eléctrico. Sin embargo no es el caos ni la “vida loca” lo que define al barrio. Todo tiene un ritmo tranquilo en su constante animación. Los bares con nombres como Miss Saigón tienen lugar para clientes solitarios que acumulan botellas vacías de cerveza sin emborracharse. Puede pensarse fácilmente en el personaje de Harvey Keitel en Tres estaciones. Es esa vida intensa que fluye vibrante pero no impostada, la que dota de autenticidad a Pham Ngu Lao. Como si ahora fuera ahí, y no en el bar del Continental, donde Fowler citaría a Pyle para arreglar ese incómodo asunto de que su rival por el cuerpo o el corazón de Fuong (cada uno pensaba que deseaba una cosa distinta) le haya salvado la vida unos días atrás.
LOS AMANTES. Pham Ngu Lao también rebosa de agencias de viajes con excursiones a los túneles Cu Chi, esa ciudad subterránea desde la que el Vietcong burlaba a la parafernalia militar de la superpotencia. Sin embargo en ninguna saben nada sobre la pequeña ciudad del delta del Mekong donde espera la casa rosada de la madre, el hermano pequeño, el hermano mayor y la muchacha: la empobrecida familia de colonos. Tampoco conocen el nombre de Marguerite Duras, la escritora francesa nacida en el sur de Vietnam cuando todavía era Cochinchina, y que escribió esa historia en tres novelas y una obra de teatro.
Jan Dodd y Mark Lewis cuentan que lo que resta de la casa en la que la escritora pasó su infancia son las ruinas de una casona colonial venida a menos, hoy reconvertida en escuela. Dicen que pese a su decadencia aun permanecen los postigos verdes y que “los arcos de ladrillos vidriados que coronan las ventanas todavía brillan insolentemente bajo el sol”.
Fue cuando dejaba Sadec rumbo a Saigón que encontró al joven heredero de un rico banquero chino. En el primer libro, Un dique contra el Pacífico, lo nombra como un pretendiente algo tonto, marioneta de la familia francesa de la chica de la que se ha enamorado y que le saca el dinero sin pudor. Después, cuando la madre muere, cuando ya no están los hermanos, ya no es necesario esconder la realidad tras la máscara de la castidad. Entonces, en El Amante no se pone ningún dique contra ninguna inmensidad, sino que la muchacha revela el modo en que se entrega al hombre en el caos de una Saigón que ya no es europea sino cada vez más asiática: “El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso”. Medio siglo después, en 1990, al enterarse de la muerte de aquel hombre ahora lejano, Marguerite Duras vuelve a esa misma historia. El resultado es otra novela, El amante de la China del Norte. “En el primer libro ella había dicho que el ruido de la ciudad era tan cercano que se oía su roce contra las persianas como si la gente atravesara la habitación (…). Y una vez más lo digo aquí”.
En 2010 Cholón, el barrio donde estaba la pieza de soltero del rico heredero chino, seguía siendo lo opuesto a la Indochina de los europeos. La maraña de gente caminando por sus veredas, los comercios donde conviven las telas con los plásticos, los callejones llenos de polvo. La ausencia total de “pintoresquismo”. No tiene, por supuesto, ninguna semejanza con los barrios chinos de Occidente. Casi no hay lámparas rojas ni carteles con cuidada caligrafía. Tampoco los templos están fácilmente visibles. La única religión parece el comercio. Un barrio donde “el tropel” avanzaba en todas direcciones. A sus ojos de europea habituada a los campesinos de las concesiones agrarias, era un tropel extraño, “una multitud de China”. Al ver Cholón en pleno siglo xxi también hay tropel, pero lo más seguro es que esta multitud sea muy diferente de aquella que veía Marguerite. Cholón ya no es una ciudad separada sino que es un barrio más de esa urbe de 9 millones de habitantes en que se ha convertido la antigua Saigón. Ya no es Indochina, sino Vietnam.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 21-I-2011)
Su nombre oficial es Ciudad Ho Chi Minh. Se trata de Saigón, que fuera la ciudad principal de la Cochinchina francesa y años después la capital de Vietnam del Sur. Los restos de ese pasado, ecos de Graham Greene o Marguerite Duras, conviven con los signos de la prosperidad económica que –más aquí que en otras partes– parece haber traído el “doi moi”, esa curiosa convivencia entre la economía de mercado y el partido único.
La brisa trepa la cuesta que lleva del río Saigón al centro histórico de Ciudad Ho Chi Minh. Una anciana que vende cigarrillos y piastras de Indochina es apenas una anomalía, una isla de pasado en una calle donde lo que prima es el lujo como promesa. En la esquina, un enorme local de Louis Vuitton, la grifa de carteras francesas, compite con los diseños italianos de Gucci que está instalado enfrente. A modo de exorcismo ante tanto despliegue capitalista, también en esta calle, Dong Khoi, la antigua rue Catinat, se han colgado los estandartes de seda roja que penden verticales de las columnas de alumbrado. Están en pares: uno con la estrella amarilla al centro, el otro con una hoz y un martillo. Decoran toda la ciudad conviviendo con el encaje de luces navideñas que envuelve los troncos de los árboles.
El tráfico se torna caótico apenas se llega al edificio de la ópera. Es el sancto sanctorum de la ciudad francesa. Frente a la ópera, el legendario Hotel Continental donde Graham Greene sitúa parte de la acción de El americano impasible. Aunque en las últimas traducciones la novela se llama El americano tranquilo, el viejo título en español será, para siempre, el mejor título de esa historia de espionaje, intervenciones e intereses coloniales que transcurre durante el final del dominio francés.
El malhumorado personal de recepción parece cansado de los visitantes que entran a percibir algo del alma de Indochina en las áreas comunes sin desembolsar los cien dólares que cuesta cada noche. Una ganga al lado de los trescientos que se cobran en el Metropol de Hanoi, su equivalente en la capital del norte, donde supo dormir Jane Fonda cuando fue a dar su apoyo a las huestes de tío Ho, y años antes el propio Greene que ahora tiene un trago con su nombre en La Terrase, el café del Metropol. Pero aquí, en Saigón, es posible subir las escaleras del Continental en un descuido del portero uniformado de marinero y curiosear en los pasillos interminables. No es sólo el uniforme de los botones, todo exuda un aspecto de transa-tlántico. O de hospital de tísicos en los Alpes alemanes. Las mucamas pendulan entre las habitaciones y un centro de comando regenteado por una mujer entrada en años que despacha almohadas, ropa de cama y pequeños frascos de champú con eficiencia de oficial de logística. Delante de la puerta de uno de los cuartos hay dos hombres de particular montando guardia. Una escalera señorial induce a regresar a la planta baja antes que la curiosidad despierte al gato. Lleva directo a un restorán exóticamente dedicado a la cocina italiana cuyos mozos –más incomprensible todavía– trabajan disfrazados con bermudas y sombrero de exploradores.
Definitivamente el único sitio donde se encontrará algo del espíritu Greene es el bar. Con sillones de mimbre y una cerca de arbustos que lo separa del ajetreo de la calle, permite leer la prensa francesa del día y tomar algo a un precio más que razonable. No hay mozos-exploradores sino aburridas camareras vestidas de negro y blanco, como visten las camareras en los bares de hotel de cualquier parte.
NUEVOS COLONOS. “La primera vez que Pyle se encontró con Fuong fue también en el Continental, unos dos meses después de su llegada. Todavía no era de noche; las bujías ya estaban encendidas en los puestos de las callejuelas laterales, en ese fresco transitorio que cae cuando el sol acaba de ponerse. Los dados repiqueteaban sobre las mesas donde los franceses jugaban al ochenta y uno, y las muchachas con sus pantalones blancos de seda regresaban a casa en bicicleta por la rue Catinat”. El que habla es Fowler, el corresponsal inglés que aunque Greene no se enterase tuvo desde siempre el rostro de Michael Caine. Pyle es el americano impasible, de quien todo Saigón ya sabía “que desempeñaba uno de esos servicios tan inapropiadamente llamados secretos”. Fuong es la mujer que ambos disputan. Cuando Fowler conoció a Pyle, también en el bar del Continental, notó que el americano tenía “una cara inconfundiblemente joven y todavía sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo”. Así veía la vieja Europa a los nuevos colonizadores. Una bandada naif y peligrosa. Pero Fowler no puede convencer a Pyle de la insensatez de su cruzada anticomunista. Lo intenta más de una vez, incluso mientras están atrapados en una torreta de vigilancia en medio del campo, esperando el ataque de los hombres de Ho Chi Minh. Ya se ha dicho pero vale la pena repetirlo: si los estrategas de Washington hubieran leído ese libro, tal vez habrían evitado involucrarse dos décadas más tarde en una guerra que de antemano era un callejón sin salida.
Actualmente frente al Continental hay un café cuyas paredes están decoradas con fotos históricas. En esta esquina parece que lo único que ha cambiado es el ejército de motos y autos último modelo. Sustituyen a los rickshaw en los que porteadores de pies descalzos paseaban a europeos vestidos con trajes de lino color marfil. El marco edilicio, las tres plantas del hotel y las líneas curvas de la ópera, están prácticamente incambiadas. Pero en esta ciudad toda sensación de “tiempo detenido” es un espejismo. “La vieja viciosa del sur”, como se la llamaba en el norte en los años de la guerra americana, sigue teniendo el ritmo de una metrópolis. Vuitton y Gucci no son los únicos que aprovechan las nuevas reglas del doi moi, esa peculiar perestroika vietnamita. En una galería frente al hotel de Graham Greene se anuncia un tratamiento para blanquear la dentadura. “Revolución del brillo”, reza el eslogan en medio de un cartel con los retratos de una sonriente Marilyn Monroe y un pensativo Che Guevara. En diagonal, una tienda de ropa de diseño ostenta en su vidriera un chaleco bordado a mano con el rostro de Ho Chi Minh tal como se lo ve en los carteles de propaganda. Su precio: 5 mil dólares americanos.
NÔTRE DAME. El barrio francés no se reduce al Continental y la ópera. Si se camina en una dirección está la alcaldía, construida a imagen y semejanza de su similar parisina. Delante del edificio la estatua de Ho Chi Minh acompañado de una niña corporiza la metáfora del padre de la patria. En la otra dirección están el correo (aquí la estatua es de dos carteros proletarios con actitud de cosmonautas) y la iglesia de Nôtre Dame. Greene la llama “la horrible catedral rosada”. No es del todo justo. Ese injerto neogótico tiene su encanto, sobre todo por el acierto de haber usado ladrillo en lugar del gris de la piedra. El interior es bastante más insulso. Sólo llama la atención la capilla lateral con una imagen de la virgen. Sus paredes están tapizadas con pequeñas plaquetas de agradecimiento. Discretas líneas de un diálogo de tú a tú con lo trascendente. Bajo la palabra merci sólo una fecha. Bien sabe la virgen por qué es que se le agradece. A veces, como ayudamemoria para quien ha dispensado tantos favores, aparece un nombre, para que quede claro quién es el agradecido. Los exvotos más recientes están escritos en vietnamita.
Diciembre es temporada de bodas. Por todas partes y en todo lo largo del territorio se ven parejas tomándose fotos de recuerdo. Ellos en traje de tres piezas, las novias de riguroso blanco. En Hanoi pudo verse una de estas escenas junto a uno de los impecables autos de colección que usa el Metropol para recoger a sus huéspedes en el aeropuerto. Tras comprobar en el visor de la cámara que todo hubiera salido bien, los novios volvían caminando a la realidad. Pero esta es Saigón, la ciudad principal del próspero sur, así que no extraña que aquí la pareja no tenga que tomar prestado como fondo “de prestigio” un coche de otro, sino que llegue en su auto deportivo rojo. Las fotos se hacen con el marco de la catedral. Eso sí: el fotógrafo deberá cuidar el encuadre si no quiere que se entrometa, por detrás, la fachada de cristal del shopping center Diamond Plaza. Una catedral detrás de otra catedral, podría apuntarse con un recurso facilista. Pero es lo que parece cuando se está de paso y no se tiene más tiempo que el de una mirada.
TIEMPO DETENIDO. Para llegar desde Nôtre Dame a la siguiente atracción de la ciudad hay que caminar poco más de cinco cuadras. La avenida es ancha como varias de las arterias de Saigón. El anacronismo del topónimo es voluntario. Aquí más que en ninguna otra parte es apropiado ese viejo nombre con el que la mayoría de sus habitantes se siguen refiriendo a la actual Ciudad Ho Chi Minh. El Palacio de la Reunificación había sido desde siempre el edificio de gobierno. Primero lo fue del poder francés y luego, reconstruido con una arquitectura que en su momento fue de vanguardia, se convirtió en sede de la presidencia de Vietnam del Sur. Cuando las tropas del norte derribaron sus portones, en sus salas se firmó la reunificación del país. Ahora es un museo. Los vencedores lo mantuvieron exactamente igual que como lucía en los tiempos del país dividido. Recorrerlo es un verdadero viaje en el tiempo. Las salas del consejo de ministros, los despachos del vicepresidente y del presidente (con teléfonos rosados y un par de felinos disecados como decoración), la sala de juegos, todo tiene un auténtico aire “años sesenta”. Un funcionario trepado a una silla limpia los vidrios del salón ceremonial donde la primera dama brindaba sus recepciones. La mesa está tendida con sus varios juegos de cubiertos, su vajilla importada y sus copas.
También se puede visitar el cine donde se realizaban proyecciones privadas para el presidente y sus invitados, los dormitorios y comedores, o la terraza “de los cuatro puntos cardinales”. En el subsuelo está la central de comando desde la que se dirigían los movimientos de las tropas del sur. Largos pasillos pintados de gris, escritorios metálicos con aspecto de pertenecer a alguna vieja oficina pública, trasmisores, teletipos, mapas con chinchetas de colores que mostraban el avance del enemigo, un pequeño cuarto donde dormía el mandatario cuando la situación se volvía particularmente peligrosa.
Menos claustrofóbica es la zona de la cocina con sus enormes calderos y máquinas para fabricar pastas o batir helados. Su tamaño imperial hace pensar en las enormes cocinas de la nobleza en la Francia de Vatel. Junto a esas dependencias de servicio hay una pequeña muestra fotográfica. Puede verse, por ejemplo, a las autoridades del sur en el momento de la rendición, o a un oficial norvietnamita anunciando que a partir de ese 30 de abril de 1975 todo el país está bajo el control del norte comunista. En una vitrina se exhibe la bandera, el rifle de asalto y el casco del primer soldado que entró al recinto presidencial de los enemigos derrotados. Una foto muestra el momento en que el tanque irrumpe en los jardines. En otra, los tanquistas posan junto al blindado. Parecen campesinos adolescentes. Delgados, de baja estatura, con una sonrisa que no puede ocultar cierta turbación. Se diría que prefieren mil veces batirse con el enemigo. Los visitantes también pueden tener su propia foto junto al tanque, ya que en los jardines se exhibe el histórico carro de combate 390.
Luego de ver el lujo en el que vivían y trabajaban el presidente de Vietnam del Sur y su círculo de ministros, es imposible no compararlo con la sencillez de Ho Chi Minh. La distancia entre este palacio de enormes estancias y la sencilla cabaña de Hanoi desde la que el líder comunista dirigía la otra mitad del país es el mejor manifiesto sobre dos formas de entender el mundo. Esa distancia, el abstracto que esa distancia simboliza –y no los edificios concretos– es el verdadero museo, podría pensarse.
CRAZY BUFFALO. Pasa casi siempre. Cuando años después se intenta visitar los lugares que la literatura dotó de contenido, se los encuentra vacíos de aquella aura o, tal vez, el espíritu debe llevarlo consigo el visitante. Remeras con el rostro de Kafka en Praga, malhumorados camareros en un Café de Flore lleno de turistas que buscan “la experiencia parisina”, las mercantilizadas góndolas de Venecia. Todo está desfasado. El desfasaje del tiempo trae también un desfasaje geográfico. ¿Dónde queda, entonces, el alma de Indochina? Si se la trata de encontrar en Saigón (no vale buscarla en Camboya) será necesario traducirla. Analizar las equivalencias. Cuando se hace el intento, tal vez aquello que Fowler encontraba en el Continental esté a unas quince cuadras de distancia. Se lo conoce como Pham Ngu Lao. Se le podría llamar el “barrio de los mochileros” pero no se parece en nada a Khao San, su similar de Bangkok, que es el que ha generado el molde para estos guetos. Pham Ngu Lao es mucho menos comercial, menos estandarizado, más permisivo con el ejercicio de la nostalgia. Su integración con lo occidental se ha producido de manera más natural, podría decirse.
En la esquina donde se cruzan las dos calles principales del barrio se levanta Crazy Buffalo. En la planta baja, bar para todo el día. En los tres pisos superiores, discoteca. A toda hora engulle visitantes con su fachada color burdeos en la que hay, mitad pintado mitad esculpido, el rostro enorme de un búfalo coronado por un par de cuernos que le dan un aspecto diabólico más que demencial. En las arterias circundantes, motos, puestos callejeros de comida iluminados por precarias instalaciones eléctricas, minimercados abiertos las 24 horas, tiendas de artesanías que no parecen conservadas en formol, boutiques que se adaptan a la moda barata y algo exótica que reclaman los viajeros para ir mimetizándose con esa vestimenta uniformemente distinta que lucen luego de algunas semanas en el Sudeste. A media cuadra de la discoteca, en la vidriera de una casa de t-shirts están los rostros de Fidel Castro y el subcomandante Marcos. Adentro, las camisetas con motivos de Ho Chi Minh compiten con otras que ironizan sobre el caos urbano: filas interminables de motos o el enredo incomprensible de los cables del tendido eléctrico. Sin embargo no es el caos ni la “vida loca” lo que define al barrio. Todo tiene un ritmo tranquilo en su constante animación. Los bares con nombres como Miss Saigón tienen lugar para clientes solitarios que acumulan botellas vacías de cerveza sin emborracharse. Puede pensarse fácilmente en el personaje de Harvey Keitel en Tres estaciones. Es esa vida intensa que fluye vibrante pero no impostada, la que dota de autenticidad a Pham Ngu Lao. Como si ahora fuera ahí, y no en el bar del Continental, donde Fowler citaría a Pyle para arreglar ese incómodo asunto de que su rival por el cuerpo o el corazón de Fuong (cada uno pensaba que deseaba una cosa distinta) le haya salvado la vida unos días atrás.
LOS AMANTES. Pham Ngu Lao también rebosa de agencias de viajes con excursiones a los túneles Cu Chi, esa ciudad subterránea desde la que el Vietcong burlaba a la parafernalia militar de la superpotencia. Sin embargo en ninguna saben nada sobre la pequeña ciudad del delta del Mekong donde espera la casa rosada de la madre, el hermano pequeño, el hermano mayor y la muchacha: la empobrecida familia de colonos. Tampoco conocen el nombre de Marguerite Duras, la escritora francesa nacida en el sur de Vietnam cuando todavía era Cochinchina, y que escribió esa historia en tres novelas y una obra de teatro.
Jan Dodd y Mark Lewis cuentan que lo que resta de la casa en la que la escritora pasó su infancia son las ruinas de una casona colonial venida a menos, hoy reconvertida en escuela. Dicen que pese a su decadencia aun permanecen los postigos verdes y que “los arcos de ladrillos vidriados que coronan las ventanas todavía brillan insolentemente bajo el sol”.
Fue cuando dejaba Sadec rumbo a Saigón que encontró al joven heredero de un rico banquero chino. En el primer libro, Un dique contra el Pacífico, lo nombra como un pretendiente algo tonto, marioneta de la familia francesa de la chica de la que se ha enamorado y que le saca el dinero sin pudor. Después, cuando la madre muere, cuando ya no están los hermanos, ya no es necesario esconder la realidad tras la máscara de la castidad. Entonces, en El Amante no se pone ningún dique contra ninguna inmensidad, sino que la muchacha revela el modo en que se entrega al hombre en el caos de una Saigón que ya no es europea sino cada vez más asiática: “El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso”. Medio siglo después, en 1990, al enterarse de la muerte de aquel hombre ahora lejano, Marguerite Duras vuelve a esa misma historia. El resultado es otra novela, El amante de la China del Norte. “En el primer libro ella había dicho que el ruido de la ciudad era tan cercano que se oía su roce contra las persianas como si la gente atravesara la habitación (…). Y una vez más lo digo aquí”.
En 2010 Cholón, el barrio donde estaba la pieza de soltero del rico heredero chino, seguía siendo lo opuesto a la Indochina de los europeos. La maraña de gente caminando por sus veredas, los comercios donde conviven las telas con los plásticos, los callejones llenos de polvo. La ausencia total de “pintoresquismo”. No tiene, por supuesto, ninguna semejanza con los barrios chinos de Occidente. Casi no hay lámparas rojas ni carteles con cuidada caligrafía. Tampoco los templos están fácilmente visibles. La única religión parece el comercio. Un barrio donde “el tropel” avanzaba en todas direcciones. A sus ojos de europea habituada a los campesinos de las concesiones agrarias, era un tropel extraño, “una multitud de China”. Al ver Cholón en pleno siglo xxi también hay tropel, pero lo más seguro es que esta multitud sea muy diferente de aquella que veía Marguerite. Cholón ya no es una ciudad separada sino que es un barrio más de esa urbe de 9 millones de habitantes en que se ha convertido la antigua Saigón. Ya no es Indochina, sino Vietnam.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 21-I-2011)
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