09 febrero 2012

“Más que ganar las elecciones, el objetivo debería ser cambiar la sociedad”

por Daniel Erosa y Roberto Lopez Belloso / Foto: Oscar Bonilla

Aunque considera que los dos primeros gobiernos del Frente Amplio (Uruguay) tuvieron menos "potencial transformador" que el primer y el segundo batllismo, el historiador Aldo Marchesi* los ve como el punto de partida de "una nueva forma de política" que vaya más allá del interés electoral. El desafío –opina– es recuperar la vocación de "ganar las cabezas de la gente". Esta es la tercera entrevista de la serie "pretemporada", con la que Brecha propone "pensar el país" más allá de la coyuntura

—Cuando la izquierda estaba en la oposición una de sus fortalezas era su capacidad de generar pensamiento sobre el país, por ejemplo en su vínculo con la academia, ¿eso se perdió a la hora de gobernar?

—Desde los sesenta el movimiento político y social que ha sido la izquierda uruguaya siempre tuvo que ver con la Universidad, al menos en alguna medida. Eso se reavivó en la transición democrática pero luego cada vez más ha habido como una desconexión entre el mundo de la política y el mundo académico.

—¿A qué lo atribuye?

—Sería injusto hablar de una razón única, como lo planteaba (James) Petras en los ochenta hablando de la traición de los intelectuales. Pero es cierto que después del posmodernismo y de toda la crítica a los paradigmas teóricos más fuertes de la izquierda, el mundo académico se ha vuelto un mundo mucho más diverso y fragmentado que en los sesenta.

—El fin del intelectual orgánico.

—Exactamente. El otro elemento relevante que se da desde los noventa es el proceso global de la constitución de un mundo académico cada vez con mayor especialización y profesionalización, cuyo prestigio ya no está tan relacionado con lo público sino con la propia carrera profesional. Es un mundo con mucha más autonomía de lo político. Desde el lado de la política, y en especial desde el lado de la izquierda, yo creo que desde los noventa ha habido un desinterés por la reflexión que requiere algún tipo de diálogo con los académicos; llamémosle reflexión teórica en el sentido de qué es una identidad de izquierda en el siglo xxi, o llamémosle reflexión programática.

LOS SESENTA: TAN LEJOS Y TAN CERCA

—Esa identidad de izquierda del siglo XXI es algo de lo que mucho se habla, pero cuando se lo plantea parece que se está ante un gran bolsón que no se sabe muy bien qué tiene adentro. ¿Qué tiene adentro?

—No lo sé (se ríe). Lo que sé es que (comienza a hacer un breve y rápido esquema en una hoja en blanco) hay un tema de forma y un tema de contenido. La izquierda ha mantenido un lenguaje que ha construido históricamente, que viene de la década del 60 y que confluye en lo que es el Frente Amplio; luego vino la resistencia a la dictadura, la transición democrática y todo un período que conocemos todos. En ese tiempo se va construyendo un lenguaje sobre lo que es ser de izquierda que, en muchos sentidos, hoy empieza a ser interpelado por el accionar del gobierno. Hay un divorcio fuerte entre el lenguaje que se maneja, lo que yo llamo "la forma", y lo que se quiere decir con ese lenguaje, "el contenido".

—¿Por ejemplo?

—Si uno mira los documentos actuales de los partidos de izquierda –hace poco hice ese ejercicio–, siguen hablando de socialismo, de liberación nacional, de pueblo como concepto aglutinador ligado a lo antioligárquico. Pero todo eso es forma. Es algo que funciona identitariamente, porque uno va a un congreso del FA y van a usar ese vocabulario, todos van a pensar que están de acuerdo en eso, pero en realidad no se sabe bien de qué están hablando. La distancia que hay entre la discusión política de los sesenta y hoy es enorme. Por más que haya quienes apelan a mantener viva la mística de los sesenta, es imposible y hasta mentiroso. Es otro mundo, otro nivel de conflicto y de una intensidad que no es para nada comparable. Por eso cuando vemos la forma y el contenido, uno ve que el lenguaje de hoy tiene que ver con aquello, pero en un mundo que es muy diferente. En los sesenta había una lucha global donde se ponían en juego proyectos alternativos al capitalismo (sin pretender decir que eran mejores), pero la revolución y el cambio radical eran centrales. Hoy vivimos lo contrario. Tenemos sociedades más desiguales que en los sesenta, y en ese sentido podemos decir que la izquierda perdió ese conflicto. Cuando se retorna a las democracias –hablando regionalmente– se vuelve bajo otros términos: defender los derechos humanos, tratar de que las sociedades fueran más igualitarias, en los noventa se integra la agenda de género, pero la crítica fuerte al capitalismo desaparece. Y hoy en Uruguay, después de dos períodos de gobierno del FA, nadie se plantea salir del capitalismo. La propia noción de pueblo se debe redefinir. ¿De qué se habla cuando se dice que se es una fuerza política que defiende los intereses del pueblo?

—¿De qué se habla?

—Es una categoría que viene de una construcción de la idea de pueblo de los sesenta que provenía del Congreso del Pueblo, que representaba a los empleados públicos y a sectores de los trabajadores formales, como la construcción, el metal, etcétera. Pero las transformaciones que se han dado desde entonces, en términos de la estructura social y la desigualdad, son enormes. Hoy hablar de pueblo y hablar de que una fuerza política defiende los intereses del pueblo implica repensar cómo está constituido ese pueblo. Cuando uno mira las discusiones políticas dentro del FA ve que hay muchos sectores sociales que no existen en términos de representación o capacidad de incidencia, y que, en un planteo teórico, serían claramente de los sectores menos privilegiados.

—¿Los sectores marginales por ejemplo?

—Claramente, ¿no? Es muy llamativo. En Uruguay los sectores marginales tienen una expresión cultural pero no tienen visibilidad pública ni en lo político ni en lo social. No tienen organizaciones sociales y eso en el mediano plazo seguramente va a tener consecuencias, hay algo como de cierta bomba de tiempo. Hay una serie de problemáticas que no están instaladas en la izquierda y que tienen que ver con problemas de izquierda. Por ejemplo la problemática de las cárceles, donde el discurso de izquierda está en completo divorcio con la realidad del sistema carcelario. Un discurso que plantee la defensa de los derechos humanos lo primero que tiene que tener en cuenta es su carácter universal. Y la situación de las cárceles, con la cantidad de muertos por ajustes de cuentas, el hacinamiento y casos como el incendio de la cárcel de Rocha, es claramente violatoria de los derechos humanos.

—También hay una cierta indiferencia social sobre ese tema.

—Es que tiene que ver con cómo se construye la política de izquierda sobre esos asuntos. O también el discurso crítico sobre la desigualdad social, que junto a los derechos humanos es un elemento constitutivo de la izquierda. El desafío es cómo articular el interés electoral de la izquierda con una elaboración política que sea integradora del otro, que tenga una pretensión humanista. Eso es difícil pero hay que empezar a construirlo.

RIESGO Y TIMIDEZ

—Volviendo a lo de forma y contenido, una cosa es tratar de hacer una mejor distribución de la riqueza y otra es ser anticapitalista.

—La experiencia de la izquierda uruguaya no es la de otras, como las europeas, que están llenas de ejemplos en los cuales en determinado congreso optan por una línea más moderada que implica abandonar el leninismo... En el caso uruguayo no. Eso tiene un elemento positivo, que es que todavía hay una apuesta al riesgo (se ríe), una apuesta a la transformación, pero también tiene el riesgo de la esquizofrenia, de hablar de cosas que no tienen nada que ver con la realidad. Y por otro lado Mujica dice que hay que hacer un capitalismo en serio. En un mundo donde ahora el capitalismo está en una crisis enorme. Algo que en términos de desigualdad no es nuevo, sino que desde la crisis del Estado de bienestar, no hay país en Europa en el que no haya crecido de manera aguda la desigualdad desde los ochenta hasta ahora.

—¿Ha habido timidez en las propuestas de cambio de los dos gobiernos del Frente Amplio?

—Estos son los primeros intentos de construir algo diferente a lo que han sido los proyectos autoritarios y los proyectos neoliberales. En ese sentido yo tampoco tengo una crítica dura a estos gobiernos progresistas. Son diez años en los que se ha empezado a superar algo que tiene muchas décadas. Por eso yo creo que los miedos de estos gobiernos tienen que ver con el desmadre económico y el volver a situaciones conflictivas políticas. De todos modos, si se hace una mirada histórica del siglo xx uno podría decir que el neobatllismo tuvo un potencial mucho más transformador a nivel social que los últimos dos gobiernos de izquierda, y ni que hablar del primer batllismo, que tuvo la capacidad de construir un país totalmente diferente al anterior.

—¿Se podría haber hecho otra cosa?

—Tal vez lo que abrieron estos dos gobiernos de izquierda fue la posibilidad de discutir, de pensar otras agendas y de ir construyendo una nueva forma de política, más que las acciones concretas que parecen haber sido bastante limitadas.

—Uruguay vive una suerte de bonanza económica y hasta se habla de un cambio en los estados de ánimo de la población. ¿Se pueden encontrar paralelismos con otros momentos históricos de optimismo y crecimiento económico? ¿Cuáles son las similitudes y las diferencias con eso que se ha dado en llamar el fenómeno del "nuevo uruguayo"?

—El primero es el fútbol. El segundo es el crecimiento económico. Son los dos elementos más evidentes. En cuanto a eso del "nuevo uruguayo" yo lo veo con cierto escepticismo. Hay una diferencia en términos de la situación de relativa prosperidad. Ahora venimos de un período más largo de crisis que la que se registró antes de los cincuenta. Venimos de una larga crisis estructural que empieza a revertirse en los noventa. A nivel político esa crisis tuvo repercusiones muy importantes. Ahí hay una diferencia. La prosperidad de hoy es más de­sigual que la de los cincuenta, porque esta es una sociedad mucho más fragmentada. El crecimiento también es mucho más fragmentado. Y es una fragmentación que no ha sido frenada por la prosperidad, sino que incluso ha sido agudizada.

SINDICATOS Y PASTEURIZACIÓN

—Hablábamos de que no había muchos vasos comunicantes entre la academia y la política. ¿Qué pasa hoy entre el sindicalismo y el gobierno? ¿Hay un nuevo sindicalismo, más "resultadista", menos ideológico?


—Parece bastante racional que en un país en crecimiento pueda funcionar ese tipo de sindicalismo. La relación entre ideología y movimiento sindical tiene que ver con momentos precisos de la historia cuando tal vez había que oponerse claramente a la ideología del gobierno. Pero la izquierda administrando ha tenido un rol en la defensa de la actividad sindical. Este es uno de los cambios relevantes de estos años de gobiernos del Frente. Y viene la pregunta de si la izquierda se parece más al batllismo o a un proyecto de izquierda. Pasa algo parecido en Argentina, el renacimiento peronista implica poner en el centro a los años cuarenta y cincuenta. Hay como un resurgir de los momentos históricos que tuvieron que ver con los principales desarrollos del Estado benefactor. Y quizás tiene que ver con esa suerte de crisis en el discurso de izquierda, que vuelve a la idea de un Estado activo, con fuerte desarrollo de lo social, que busca la integración, que limita mediante regulaciones laborales el peso del capital...

—La izquierda para ganar tuvo que pasteurizar muchos discursos. Eso no es fácil de revertir, porque luego para gobernar no se puede despegar de esa postura más light.


—Es un dilema que siempre tienen las fuerzas políticas cuando deben ganar elecciones habiendo balotaje. Tenés que convencer a la mitad más uno de la población. Y eso es muy difícil en sociedades tan complejas y diversas. La clave es generar debates públicos hacia la izquierda en asuntos que se consideren centrales. La seguridad es un buen ejemplo. Cómo se construye pensamiento de izquierda en ese tema sin caer en miradas ingenuas. No sólo se trata de ganar los votos, hay que ganar las cabezas de la gente. Y eso se ha perdido. Se ha perdido la vocación por intentar convencer a la gente. Los gobiernos piensan mucho en lo electoral, pero también los procesos electorales tienen que ver con las ideas.

—En ese sentido también el FA se tradicionalizó, el gobierno parasitó al partido y quienes antes se encargaban de la elaboración política ahora están gestionando.

—Hay una cantidad de gente, que es la base política del partido, que pasó de la militancia al gobierno. También ha habido cierta actitud de resignación frente a la discusión pública política. Como que asumieron que la gente piensa de una forma y nadie la puede convencer, lo único que se puede hacer es ganar las elecciones. Una lógica pragmática que descarta todo lo demás. Y el problema es grave, porque más que ganar las elecciones, el objetivo debería ser cambiar la sociedad. No es un dilema nuevo. Lo tuvo Allende en el 70. Pero para construir una fuerza política que tenga potencial transformador, eso es central. La pata de convencer es la que se ha debilitado más en Uruguay.

INDIGNADOS

—¿Qué opina del fenómenos de los indignados?

—A mí me llama la atención todo lo que pasó a nivel global con los indignados, con la primavera árabe, la ocupación de Wall Street. Son movimientos que en el Primer Mundo han tenido un peso importante en la discusión ideológica y política sobre los problemas del capitalismo para construir sociedades medianamente equitativas. Y sin embargo nada de eso es tomado en Uruguay. Incluso en el ambiente de izquierda hay hasta cierto desprecio a todo eso. Marca otro paso más hacia una izquierda que se está quedando sin horizonte político, sin horizonte ideológico. Es cierto que acá estamos, hoy, en un contexto de prosperidad, que no sabemos hasta cuándo va a durar. Seguramente luego veremos de otra forma esos procesos que se están dando a nivel global. También es cierto que Uruguay es el país que parece tener más reticencia a los movimientos sociales en América del Sur. En los demás países el proceso de los noventa hasta la actualidad estuvo marcado por al menos un momento de aparición de un movimiento social o un actor social que marcó la cancha.

—Los Sin Tierra en Brasil, por ejemplo.

—Y el movimiento piquetero en Argentina. En Bolivia la fuerza que lleva a Evo Morales a la presidencia es un movimiento social que luego se transformó en político.

—¿Por qué es eso?

—Lo que va a decir la mayoría de los estudiosos es que Uruguay tiene un sistema de partidos muy fuerte y logra mediar con la sociedad civil a la hora de resolver los conflictos. Pero no siempre fue así. Los sesenta fueron un período con una fuerte centralidad del movimiento sindical, en el que los partidos no tienen tanto que ver, por lo menos hasta la creación del Frente Amplio. Incluso aquello de la "medianía" y "ausencia de conflicto" es una esencialización de la identidad uruguaya que no siempre es así. Lo que pasa es que luego en la construcción histórica se hacen una serie de operaciones en las que eso se termina perdiendo.

Ficha

* Graduado en el Instituto de Profesores Artigas, Aldo Marchesi (Uruguay, 1970) es actualmente candidato a doctor en historia latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Es docente en dos facultades de la Udelar: en Humanidades y Ciencias de la Educación (Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos) y en Ciencias Sociales (Instituto de Ciencia Política). Integra el Grupo de Estudios Interdisciplinarios sobre el Pasado Reciente, dirigido por Álvaro Rico.

(Entrevista realizada por Roberto López Belloso y Daniel Erosa. Publicado en Brecha el 26-I-2012)

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