03 enero 2012

Havel

Hace casi dos semanas me llega la noticia de que ha muerto Vaclav Havel. Era el presidente de la república en ese lejano 1999 en que viví en Praga. Cuando los checos lo nombraban lo hacían siempre con una familiaridad tal que resultaba imposible no imaginarse charlando con él en una de las mesas de la taberna del buey negro ante una jarra de cerveza negra de Moravia. O en el café Slavia, donde hay una blanquísima escultura que lo muestra con el saco al hombro, sonriente, dando un paso que es más el paso de un profesor de letras que de un político profesional. Voy a mi biblioteca y tomo el folleto sobre la Galería Nacional de Praga. Trae una foto tomada por Pavel Štecha en la que Havel está junto a un cuadro del Maestro Teodorico. El modo descontracturado con el que posa como escuchando lo que ese pintor checo del siglo XIV tiene para decirle, es propio de un escritor que llegó a la primera magistratura del país sin creerse la ficción de la pompa del poder. Como buen dramaturgo sabía que eso no era más que una puesta en escena. Su buen humor -su excesivo buen humor a mis ojos de aguafiestas- lo situó siempre en las antípodas de la crispación. Fue uno de los principales intelectuales del “grupo de los 77” que una década después de aplastada la Primavera de Praga levantaron su voz contra la falta de libertades. Fue valiente entonces y fue más valiente todavía años más tarde, ya presidente, cuando condecoró al maratonista Zatopek por sus méritos deportivos, a pesar de que Zatopek fue uno de los que condenaron públicamente al manifiesto de los 77 en tiempos del socialismo real. Havel lideró las manifestaciones que llevaron a la caída de ese régimen en noviembre de 1989, pero no lo hizo con el puño crispado sino con el teatral y burlón gesto de un juego de llaves que se hace tintinear en una plaza. Un gesto repetido por decenas de miles de compatriotas en la concentración de Plaza Wenceslao para decirle a los gobernantes de entonces que era hora de que se fueran para sus casas. Fue la llamada “revolución de terciopelo” conducida por el menos crispado de los disidentes. Ahora ha muerto y las fotos de las agencias de noticias muestran a los soldados que transportan su ataúd frente a la catedral de San Vito, en el kafkiano castillo de Praga. Nada más alejado de su espíritu. Deberían haberlo velado en la galería Lucerna, ese edificio modernista diseñado por su abuelo, en cuyo hall central hay una escultura de cartón piedra con el caballo invertido de San Wenceslao que saca la lengua. Eso sí habría sido un gesto haveliano.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29-XII-2011)