Delhi, la nueva y la vieja: Vislumbres mínimos
Es mediodía en Nueva Delhi. Para almorzar en el supuesto “orden” de Connaught Place, la zona de manzanas concéntricas en forma de herradura nacida del urbanismo británico, no se puede escoger un sitio mejor que la Coffee Home, un gran galpón aireado y luminoso en el que recalan los oficinistas que trabajan en las cercanías. El plato estrella son las dosas, una gigantesca lasca de pan doblada en forma de cucurucho rellena de puré de papas especiadas. Viene acompañada de unas salsas opalescentes con textura de mostaza y una minúscula taza de caldo. Casi no entra en la bandeja de acero inoxidable en la que la sirven.
Entre los comensales muchos tienen bolsas de compras. Es posible que vengan del mercado subterráneo situado a un par de manzanas de distancia. El aire plácido de la Coffee Home les permite tomarse un respiro de aquél enredado centro comercial con aspecto de búnker que tiene detectores de metal y soldados armados a guerra en las siete puertas. A toda hora el enjambre de clientes se somete con resignación kármica a esos controles y se deja engullir por el laberinto de tiendas que los espera con ropa barata, partes de computadora y juguetes a control remoto. Después de los atentados de Mumbai de 2008 la seguridad de los espacios públicos se toma muy en serio. En algunos aeropuertos pueden verse ametralladoras de pie protegidas por sacos de arena y cada pieza de equipaje de mano, incluso las riñoneras en las que se lleva el pasaporte y algo de dinero, requiere tener una etiqueta sellada para que se pueda subir al avión. Pero ahora estamos en la Coffee Home y ninguna preocupación puede perturbar el almuerzo, parecen pensar los comensales mientras dejan las mesas del interior y se van al patio a tomar un café de sobremesa.
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Al salir, de nuevo la duda de la orientación. No hay brújula que pueda con esta ciudad. ¿Cómo encontrar algo en una Vieja Delhi que como dice Paz es una maraña de “calles y callejuelas hirvientes de vida popular” que “evocan lo que podrían haber sido las grandes ciudades del oriente en los siglos XVII y XVIII, tal como las describen los relatos de los viajeros europeos”? Puede ser. También es cierto que si se tiene suerte no hay mejor consejero que un indio con el que se ha entablado conversación dentro del fuerte, donde ha ido con su familia, y que recomienda el mejor camino para llegar a la tumba de Humayum. O si se tiene más suerte todavía es posible que ese nuevo conocido ayude en la negociación del precio del taxi, que nunca será brusca, apenas un suave regateo, casi un amable intercambio de sugerencias.
A más de media hora de trayecto se obtiene el premio de un lugar que atrapa con un magnetismo que permite entender a quienes caen presa del imán místico de la India, aunque en este caso el sitio no sea hindú sino que pertenezca a esa forma peculiar del arte musulmán que dejó como legado la dinastía de los mughales. Es un mausoleo octogonal, achaparrado, con columnas casi enanas que encierran un laberinto de pasadizos en el centro de un parque de pequeñas dimensiones rodeado por una muralla de piedra rojiza. Un cartel explica los detalles históricos del lugar y de nuevo se descubre que se está en el lugar equivocado. Apenas se cree saber con cierta seguridad qué palmo de tierra se está pisando, la India enseña la humildad de la duda. Esta no es la tumba de Humayun sino la de Isa Khun, de veinte años antes. La tumba principal está doscientos metros más lejos. Se camina por un sendero de balastro y al pasar el portal se la ve como una aparición tahmahaliana. Imposible no coincidir con Paz cuando la describe: “Como si la geometría hubiese decidido transformarse en agua corriente y columnatas de árboles (…) un conjunto de formas simultáneamente sólidas y ligeras, creadoras de otro espacio hecho, por decirlo así, de aire”.
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(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 25-II-2011)
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