25 febrero 2011

Delhi, la nueva y la vieja: Vislumbres mínimos

Texto y fotos: RLB

Es mediodía en Nueva Delhi. Para almorzar en el supuesto “orden” de Connaught Place, la zona de manzanas concéntricas en forma de herradura nacida del urbanismo británico, no se puede escoger un sitio mejor que la Coffee Home, un gran galpón aireado y luminoso en el que recalan los oficinistas que trabajan en las cercanías. El plato estrella son las dosas, una gigantesca lasca de pan doblada en forma de cucurucho rellena de puré de papas especiadas. Viene acompañada de unas salsas opalescentes con textura de mostaza y una minúscula taza de caldo. Casi no entra en la bandeja de acero inoxidable en la que la sirven.
Entre los comensales muchos tienen bolsas de compras. Es posible que vengan del mercado subterráneo situado a un par de manzanas de distancia. El aire plácido de la Coffee Home les permite tomarse un respiro de aquél enredado centro comercial con aspecto de búnker que tiene detectores de metal y soldados armados a guerra en las siete puertas. A toda hora el enjambre de clientes se somete con resignación kármica a esos controles y se deja engullir por el laberinto de tiendas que los espera con ropa barata, partes de computadora y juguetes a control remoto. Después de los atentados de Mumbai de 2008 la seguridad de los espacios públicos se toma muy en serio. En algunos aeropuertos pueden verse ametralladoras de pie protegidas por sacos de arena y cada pieza de equipaje de mano, incluso las riñoneras en las que se lleva el pasaporte y algo de dinero, requiere tener una etiqueta sellada para que se pueda subir al avión. Pero ahora estamos en la Coffee Home y ninguna preocupación puede perturbar el almuerzo, parecen pensar los comensales mientras dejan las mesas del interior y se van al patio a tomar un café de sobremesa.

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Después de comer espera el Fuerte Rojo, en plena Vieja Delhi, como se le llama actualmente a la ciudad del nieto de Akbar el Magnífico, que fuera el principal gobernante de la India de los mughales. Una ciudad que “aunque dañada por la plétora de habitantes y la pobreza, contiene edificios muy hermosos, por desgracia maltratados por el tiempo y la incuria.”, dice, casi advierte, Octavio Paz en su libro Vislumbres de la India. En efecto la ciudadela está dañada y en efecto la pobreza es una constante, aunque visto desde esta primera aproximación no parece que el Fuerte Rojo esté descuidado. Luego de comprar la entrada en una caja reservada para extranjeros se franquean las puertas y se llega a un bazar que inopinadamente aparece dentro de las murallas. Al dejarlo atrás ya se está en el Fuerte Rojo, “poderoso como una fortaleza y gracioso como un palacio”. Y de nuevo hay que volver la vista hacia Paz - imprescindible compañero de viaje- para comprobar si es cierto que “en sus vastas salas, sus jardines y sus espejos de agua la soberana es la simetría”. En parte sí. La simetría debe de haber reinado en el conjunto, pero ahora las grandes fuentes ya no son espejos de agua sino que están totalmente secas. De cualquier manera el conjunto sigue siendo imponente. El salón del trono y las demás dependencias palaciegas relucen con un mármol lustroso. Contra el blanco se recortan los saris de vivos colores que visten las mujeres indias. Más al fondo aparecen las cúpulas redondeadas de la mezquita del complejo. Sí, es mejor que las fuentes no tengan agua. De lo contrario la belleza sería demasiada.

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Al salir, de nuevo la duda de la orientación. No hay brújula que pueda con esta ciudad. ¿Cómo encontrar algo en una Vieja Delhi que como dice Paz es una maraña de “calles y callejuelas hirvientes de vida popular” que “evocan lo que podrían haber sido las grandes ciudades del oriente en los siglos XVII y XVIII, tal como las describen los relatos de los viajeros europeos”? Puede ser. También es cierto que si se tiene suerte no hay mejor consejero que un indio con el que se ha entablado conversación dentro del fuerte, donde ha ido con su familia, y que recomienda el mejor camino para llegar a la tumba de Humayum. O si se tiene más suerte todavía es posible que ese nuevo conocido ayude en la negociación del precio del taxi, que nunca será brusca, apenas un suave regateo, casi un amable intercambio de sugerencias.
A más de media hora de trayecto se obtiene el premio de un lugar que atrapa con un magnetismo que permite entender a quienes caen presa del imán místico de la India, aunque en este caso el sitio no sea hindú sino que pertenezca a esa forma peculiar del arte musulmán que dejó como legado la dinastía de los mughales. Es un mausoleo octogonal, achaparrado, con columnas casi enanas que encierran un laberinto de pasadizos en el centro de un parque de pequeñas dimensiones rodeado por una muralla de piedra rojiza. Un cartel explica los detalles históricos del lugar y de nuevo se descubre que se está en el lugar equivocado. Apenas se cree saber con cierta seguridad qué palmo de tierra se está pisando, la India enseña la humildad de la duda. Esta no es la tumba de Humayun sino la de Isa Khun, de veinte años antes. La tumba principal está doscientos metros más lejos. Se camina por un sendero de balastro y al pasar el portal se la ve como una aparición tahmahaliana. Imposible no coincidir con Paz cuando la describe: “Como si la geometría hubiese decidido transformarse en agua corriente y columnatas de árboles (…) un conjunto de formas simultáneamente sólidas y ligeras, creadoras de otro espacio hecho, por decirlo así, de aire”.

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El otro punto alto de la herencia musulmana en Delhi es un yacimiento arqueológico ubicado en las afueras. Se trata del Qtab Minar, levantado en el siglo XIII: “El color rojizo de la piedra, contrastado con la transparencia del aire y el azul del cielo, le dan al monumento un dinamismo vertical, como un inmenso cohete que pretendiese perforar las alturas. Es una ‘torre de victoria’ bien plantada en el suelo y que asciende, inflexible, prodigioso árbol pétreo”. Es inútil intentar describirlo mejor que con esas palabras, y también parece inútil tratar de fotografiarlo ya que casi nunca se logra que quepa entero en el ojo de la cámara. Hecho el duelo de esa doble imposibilidad es necesario internarse en el resto del yacimiento. Está poblado de paredes labradas con la caligrafía árabe, de construcciones que parecen puertas que llevan hacia espacios palaciegos pero que en realidad abren paso –o lo cierran- hacia una de las mezquitas más lujosas de las que erigieron los mughales. Está en ruinas pero puede adivinarse su esplendor. Las estrellas caladas en las celosías de piedra de las ventanas hacen pensar, también aquí, en Andalucía. Pero si bien los juegos de círculos concéntricos que forman el reverso de las cúpulas parecen los siete cielos del Islam interpretados por la yesería de la Alhambra, el bosque de columnas no se asemeja en nada al de la mezquita-catedral de Córdoba. Aquí son delgadas, sin arco, y tienen a mitad de altura dos o tres bloques repujados. Los motivos vegetales sumados al paso del tiempo podrían confundirse con figuras humanas, pero es una ilusión óptica. También parece un espejismo el avión que pasa a baja altura. Si se lo detiene con un disparo de la cámara, se lo dejará para siempre casi pegado al minarete, como una conjunción imposible de dos momentos de la genialidad humana. Se tendrá entonces la tentación del cliché. De pensar –y después escribir– que la India es precisamente esa conjunción armónica de distintas aristas de lo humano: espiritualidad, desmesura artística, prodigio científico, pujanza económica, y también miseria, caos, inequidad. Mejor espantar ese pensamiento. No hay definición ni asociación de ideas ni metáfora –ni suma de contradicciones– que puedan encerrar por sí solas ese país que es, en toda la dimensión del término, una civilización.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 25-II-2011)

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