Balance incompleto: El año de la indignación
Roberto López Belloso
Un zapato envuelto en el polvo de tres décadas y media asomando en la excavación de los antropólogos. Parece un detalle minimalista. Tiene, sin embargo, la materialidad de lo definitivo. Lo que reveló la aparición de los restos de Julio Castro -en la foto- (las características de la ejecución, el lugar donde fue encontrado, la imposibilidad de inscribirlo en la devaluada “teoría de los dos demonios” o en la “lógica de los combatientes”) fue elocuente en muchos planos. Y para muchas audiencias. Tal es así que parece haber abierto varias compuertas (“conciencias que estaban dormidas”, dijo el secretario de la presidencia) para que la información sobre los desaparecidos empiece a fluir desde los militares que estuvieron involucrados en los hechos.
En Uruguay fue el hecho clave de un 2011 que en términos de derechos humanos estuvo pleno de episodios significativos. A nivel político y jurídico fue el año del fin práctico de la ley de impunidad. Pero también fue el año de las denuncias masivas de las víctimas de la dictadura, incluyendo las denuncias de mujeres que, con su rostro y su nombre, pusieron en la agenda pública por primera vez (al menos con esa contundencia) el tema de la violación y el abuso sexual por parte de las fuerzas de seguridad de entonces.
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Fuera de fronteras el 2011 comenzó pautado por la llamada primavera árabe. Rebeliones de masas cansadas del autoritarismo de décadas, no libres de la contaminación del oportunismo político de algunos y de incidencias externas no siempre claras. El primero en sacudirse el yugo de una familia que actuaba como si un país fuera su propia hacienda, fue Túnez. Comparativamente el tunecino, tal vez por ser el primero, sería el más pacífico de esos procesos y también el que llegaría, dentro de los límites artificiales del año, a completar la convocatoria y realización de elecciones, así como el encarcelamiento e inicio del juicio al dictador. Luego vino la fuerza arrolladora de las manifestaciones egipcias, la más mediática de las revueltas, seguramente por la importancia regional del país. Después la inconclusa Yemen y la todavía opaca situación siria, desde donde llegan día a día noticias e imágenes tomadas con celulares que dan cuenta de la represión de las protestas por parte del ejército. Para el final debe dejarse a Libia. Tanto por la reacción violenta de Gaddafi ante las primeras manifestaciones, como por la incidencia de la OTAN que rápidamente sobrepasó su intención declarada de crear una zona de exclusión aérea, pero sobre todo por la represión y caza de brujas que los rebeldes instalaron en las zonas liberadas, el caso Libia se salió de la matriz relativamente pacífica de la caída de los otros regímenes autoritarios. El linchamiento de Gaddafi fue, en ese sentido, el símbolo de cierta “pérdida de la inocencia” de las revueltas del norte de África.
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Si la mirada se amplía, la palabra del año en términos internacionales fue la palabra crisis. Y su respuesta: indignados. En la cobertura de la sección Mundo de este número hay varios artículos que abundan en este particular, y ya en la edición pasada las miradas de nuestro corresponsal en Washington, Jorge Bañales, y de Raúl Zibechi se refirieron al asunto.
Para no abundar sobre lo ya dicho, baste consignar dos aspectos de la indignación global. El primero es que esta ciudadanía trasnacional de la protesta no es nueva. Lleva al menos una década. Tras la inmovilidad que siguió al estupor inicial por el fin del bloque socialista, sectores contrarios a la globalización unipolar y al “reinado de los mercados” comenzaron a organizarse. La sensación de orfandad de los primeros tiempos y el avance de las comunicaciones que corrió en paralelo al crecimiento del movimiento, favoreció, sobre todo en Europa, el nomadismo de la protesta. El “enemigo” se identificaba con las instituciones financieras multilaterales y con los países más poderosos, y donde iban sus cumbres iba la protesta. Lo que ocurrió con la crisis (ayudada por el hecho de que el poder global comenzó a multilateralizarse y cambiar de eje) fue que el centro de aquello contra lo que se quería protestar comenzó a estar en la plaza de la ciudad de cada quien. La crisis multiplicó las anclas locales de la protesta global y también multiplicó a los que protestaban. El puñado de los alter, entonces, se transformó en la multitud de los indignados. Lo segundo que hay que consignar con respecto al fenómeno es precisamente eso: el rol de la crisis como motor para su salto en calidad. Decían los viejos bolcheviques: en los momentos de lucha social es cuando más se crece en cantidad de militantes.
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Ante esos protagónicos, hechos como la retirada de Estados Unidos de Irak, la captura y ejecución de Bin Laden, las novedades en el régimen de propiedad en Cuba, el fin de Berlusconi o la debacle electoral socialista en España, quedan como roles secundarios en la película del 2011. El mundo no se toma vacaciones, por lo que el año, en sus dos últimas semanas, mostró el enfrentamiento entre el Likud y colonos israelíes fundamentalistas y la cíclica violencia de los islamistas nigerianos contra los católicos de ese país. Otro de los hechos de esta recta final del calendario, tal vez el que tiene más potencialidad para generar sus propias transformaciones, es la protesta de los rusos contra el fraude que habría cometido el tándem Putin-Medvjed en las recientes elecciones. En un país donde el 54 por ciento de la población, según las últimas encuestas, dice añorar los tiempos de la Unión Soviética, las voces anti Putin son cada vez más fuertes, tanto desde los nostálgicos de la era roja como desde los que buscan una democratización real del país. ¿Después de la primavera árabe vendrá la primavera rusa? Difícil. Pero no imposible.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29-XII-2011)
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