08 julio 2012

Esquilo el balcánico


por Roberto López Belloso

Nietzsche estaba equivocado. Los orígenes de la tragedia griega no tienen que buscarse en los cultos dionisíacos sino que su magma original debe rastrearse en las bodas y funerales de los Balcanes. La tesis corresponde al escritor albanés Ismaíl Kadaré y es refutada por el filólogo español Carlos García Gual. Al margen de esa polémica, la Comedia Nacional acaba de estrenar la Orestíada en el Solís.

Lo mataron de un balazo en el pecho. Fue una muerte que no asombró a nadie. Todos en el pueblo esperaban que ocurriera en cualquier momento. Tal vez por eso las plañideras, profesionales del oficio de llorar, arribaron enseguida desde una aldea cercana. El muerto está en la habitación de al lado. El padre está sentado a la cabecera de la mesa. Los hermanos parecen retorcerse por la inquietud. Las mujeres de la casa sirven la comida de difuntos. Nadie necesita preguntar quién ha disparado. El que apretó el gatillo está entre los comensales con una cinta negra en el brazo para que todos sepan quien ha sido.
Escenas como esta eran comunes en las montañas del norte de Albania hasta que se abolió el Kanun, código que regía las venganzas de sangre, cosa que recién sucedió al final de la Segunda Guerra Mundial.
También podría haber ocurrido en la Grecia de hace dos mil quinientos años, solo sustituyendo la bala por una lanza. A fin de cuentas, postula el escritor Ismaíl Kadaré, premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2009, esa forma de lidiar con los momentos límite era parte del espacio cultural balcánico que se extendía desde Grecia hasta el norte de la ex Yugoslavia. Pero poco a poco “el viejo código” que normaba las deudas de sangre fue limando sus aristas. Primero en Grecia, ya sea por el énfasis democrático de la Atenas clásica o más adelante por el avance del derecho bizantino, y luego en el resto de la península por el efecto combinado de los derechos bizantino, otomano y austrohúngaro. Pero no se limó su filo en Albania.
Cuenta Kadaré en su novela Abril quebrado, y luego lo retoma en sus ensayos sobre Esquilo, que las venganzas de sangre tenían un mecanismo tan reglamentado que más que una venganza parecían una representación. Por eso el que “se cobra una sangre” matando al que ha matado a un pariente, tiene que ir al velorio de su víctima con una cinta negra y luego queda protegido por una tregua de un mes. Pasado ese tiempo los deudos saldrán a darle caza y la historia recomenzará una vez más envolviendo a las familias rivales durante generaciones.

TESIS. La Orestíada, formada por Agamenón, Las coéforas y Las euménides, es la única trilogía que se conserva completa de la obra de Esquilo, de quien se han perdido 70 de las 77 tragedias que se le atribuyen. Debido a su trama, Kadaré la vincula a la venganza de sangre balcánica. A partir de esa conexión el novelista albanés traza un itinerario conceptual audaz: si se quiere entender la tragedia clásica hay que indagar en las costumbres de los montañeses de Albania. Así lo postula en Esquilo. El gran perdedor, un pequeño pero contundente librito publicado por Siruela en 2006.
Indica que el origen de la tragedia griega no está en las fiestas dionisíacas sino que debe rastrearse analizando las bodas y los funerales de su país, en especial de las zonas más alejadas. Los primeros que se han enterado de una muerte por vendetta se han arañado el rostro antes de ir a anunciarla a los familiares más cercanos, y en esos arañazos habría estado la primera máscara. En el velorio las plañideras lloran y formulan “preceptivamente el dolor desordenado y espontáneo de los allegados del difunto, para ‘representar’ más que para sentir realmente ese dolor”, como un ancestro del coro antiguo. Pero el actor principal, ese que según Kadaré de verdad “dio el paso” de convertir el rito en teatro, es el muerto. “Al principio las plañideras, es decir, el coro, conformaban el drama en su totalidad. Después, los participantes en el duelo, cansados del silencio del muerto, comenzaron a soñar con algo absolutamente temerario, pecaminoso quizás: con que él mismo tomara la palabra. El retorno del difunto, su resurrección, ha constituido sin duda el anhelo supremo del género humano. Ante la imposibilidad de lograrlo, los primeros poetas trágicos crearon su imitación: levantaron al personaje (el difunto) del ataúd para hacerle moverse en escena, para que hablara y diera testimonio”. Por eso, afirma, Nietzsche equivocó el tiro en El origen de la tragedia, de 1871.

ANTÍTESIS. Tal audacia tenía que traer algunos lodos y no todo fueron aplausos en la recepción crítica a la versión española de Esquilo. El gran perdedor. Carlos García Gual, catedrático de filología griega en la Universidad Complutense de Madrid, lo refuta en un artículo publicado en el número de noviembre de 2006 de la Revista de Libros, que edita la Fundación Caja Madrid. El filólogo defiende a su gremio sin ocultar el sarcasmo: “durante siglos los pobres filólogos se han quemado, al parecer, las cejas meditando sobre textos antiguos, contextos históricos, sobre los mitos y los héroes, las máscaras y Dioniso, cuando todo eso era innecesario”. Sostiene que atribuirle a las plañideras un lugar en la genealogía del coro del teatro “es una trivial simpleza” ya que “la tragedia se nutre de sagas míticas y héroes de antaño y no de cantos funerarios de aldea”.
Lo “local” es un guijarro que molesta en el almohadón de la tradición filológica sobre el que se asienta la argumentación de García Gual. Rechaza de plano que se pueda atribuir “a los griegos en general” el origen de la tragedia, cuando en realidad “el teatro es una invención de la polis ateniense de un momento histórico bien definido” y no de “esos griegos vecinos de los balcánicos”. Cabe recordar que para un ateniense o un espartano de la época clásica, los habitantes de la franja norte de la Grecia actual, los macedonios, eran lisa y llanamente bárbaros.
García Gual remata su artículo con un golpe directo a la mandíbula: “no sé si Nietzsche pecó gravemente al no viajar por los montes de Albania y dedicarse sólo al estudio de la filología según la tradición universitaria germánica; pero frecuentar sólo funerales y bodas albanesas para lanzar fáciles hipótesis sobre los orígenes de la tragedia no me parece, a estas alturas, un método recomendable”.

¿SÍNTESIS? Parecería necesario preguntarle al propio Kadaré qué opina de esta refutación. Y además de necesario parecería posible. Brecha entrevistó en 2001 a su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde (foto) y de esa entrevista había quedado una dirección de correo electrónico y un par de intercambios posteriores de mensajes. No sería un trabajo ciclópeo enviar un e-mail y plantear una pregunta que pudiera ser trasladada al escritor. Pero el intento se frustra apenas comenzado: Sánchez Lizarralde murió en julio del año pasado. Es una pérdida de una magnitud esquílea que sólo puede calibrarse si se piensa que a él se deben las versiones españolas de 30 novelas de Kadaré. No en vano en el obituario de El País de Madrid escribió Carlos Fortea, decano de la Facultad de Traducción y Documentación de la Universidad de Salamanca: “el domingo, en Asturias, se nos murió a los traductores Ramón Sánchez Lizarralde, e Ismail Kadaré se quedó sin voz, presa de una súbita afonía, y como en una extraña interferencia sus lectores de lengua española pensaron que había enmudecido”.
Hay que buscar otra ayuda entonces. En primer lugar (y para actuar luego por analogía) se puede recurrir a una de las novelas de Kadaré, El expediente H, que narra la visita a Albania de dos doctorandos irlandeses que con el desparpajo de la juventud están seguros de poder descubrir “algo nuevo” sobre la tantas veces batida y rebatida “cuestión homérica”. La ficción tiene un soporte en hechos reales. Un estadounidense, Milman Parry, considerado el padre de los estudios sobre la tradición oral, hizo ese viaje junto a su entonces estudiante Albert Lord, que luego se convertiría en un respetado catedrático de Harvard hasta su retiro ocurrido en 1983.
Hacía poco que un Parry de tan solo 26 años había publicado un artículo que, según los entendidos, revolucionó los estudios homéricos. Más o menos decía que podía encontrarse en Homero el uso de algo parecido a los leit motiv en la música. Su profesor en la Sorbonne, Antoine Meillet, lejos de lanzarle un anatema le presentó a un colega búlgaro, Matija Murko, especialista en épica oral balcánica. Fue Murko quien lo puso en contacto con la única parte del mundo en el que el “taller homérico” podía encontrarse todavía “en funcionamiento”, creando y recreando viejos cantos: los Balcanes.
Si se hace la analogía con el Homero que encontraron los filólogos anglosajones, se entiende lo que busca Kadaré en Esquilo. Una lectura superficial (o enojada) de Esquilo. El gran perdedor puede llevar a la interpretación literal de que la tragedia surgió de los velorios y bodas balcánicas y desde ahí llegó a los teatros de la Atenas clásica. Pero en verdad el libro dice otra cosa: que es en los velorios y bodas balcánicas donde hasta más o menos la Segunda Guerra mundial podía verse todavía, en funcionamiento, la materia prima que, en otro contexto, el de la Atenas clásica, dio origen a la tragedia. Porque tampoco en El expediente H Kadaré dice que Homero fuera un recopilador de mitos balcánicos, sino que dice aquello que Parry, Lord y Murko descubrieron con todas las herramientas de la ciencia: que es en los rapsodas de los Balcanes donde podía verse aquella materia prima homérica todavía en la línea de producción.

DE ARGOS A MONTEVIDEO. La segunda ayuda puede pedírsele al propio Esquilo. La Orestíada comienza a las puertas de Argos. Una puerta, la de Esquilo, que en definitiva es siempre más que la puerta material alguna vez existente en alguna ciudad concreta. Y si la guerra de Troya, mediada por Homero, puede ser vista como el símbolo de todas las guerras y su asedio como el símbolo de todos los asedios, también esa puerta trágica, mediada por Esquilo, es símbolo de todos los umbrales donde se produce –desde que se teje hasta que se concreta– una venganza de sangre. Por eso Pier Paolo Pasolini puede situarla en una nación africana “algo maoísta” en Apuntes para una Orestíada africana, o un elenco mexicano puede trasladarla a la época actual en una “narcotragedia” muy comentada por la prensa de ese país en abril de 2010, o Theo Angelopoulos en El viaje de los comediantes puede colocarla en la Grecia de posguerra con un Orestes partisano y una Clitemnestra amancebada con un Egisto colaboracionista.
Esa puerta de Argos también se ha abierto en Montevideo. En estos momentos la Comedia Nacional, con dirección de Levón, pone en escena (foto) la trilogía esquiliana en el Teatro Solís.
Ya desde el comienzo, cuando el vigía del palacio divisa la hoguera que marca el fin de la guerra de Troya, se escucha uno de los elementos que Kadaré destaca en su “tesis balcánica”: el verso que habla de “la mesa deshonrada” como excusa para esa guerra. “Lo que tuvo de especial, aquello que transformó el rapto (de Helena) en una verdadera calamidad , no fue la proeza del rapto en sí, sino la vulneración de los deberes de la hospitalidad, la deshonra de la mesa”, escribe en Esquilo. El gran perdedor. El Kanun albanés indica que la casa es un lugar sagrado porque “pertenece a Dios y al huésped”, por lo tanto si había una deshonra imperdonable (jurídicamente imperdonable) era la producida contra el huésped. O, en espejo, por el huésped contra el anfitrión. Fue esa ofensa, y no el adulterio en sí, la excusa para la guerra de Troya.
Curiosamente Kadaré no hace ninguna referencia a otro elemento que podría haber aportado para sostener su tesis. Cuando los príncipes griegos disputaban la mano de Helena juraron que quien la obtuviera recibiría el apoyo de los otros para defenderla. No imaginaban a un príncipe troyano raptándola sino que se protegían de sí mismos y de la tentación de obtener por la fuerza lo que no habían logrado por la persuasión. Al igual que la hospitalidad, esa “palabra empeñada” es un elemento central de la literatura tradicional balcánica. Si un joven balcánico llegó a levantarse de su tumba para no dejar una promesa sin cumplir (leyenda que se repite en las tradiciones de todos los pueblos del área), ¿cómo no iba a servir como excusa para que los caudillos griegos fueran a la guerra en auxilio de Menelao?
La obra sigue. El coro griego que interpreta un puñado de actores de la Comedia Nacional tiene algo de aquellos comediantes del viaje de Angelopoulos, en su vestuario, en el tono, en la naturalidad con que dicen su parte como si fueran un grupo de griegos tertuliando en las sillas de una ouzerie en un pueblo cualquiera. Consultado por Brecha Levón reconoce que ya se lo han dicho, pero la referencia no fue consciente. Si Esquilo “es la catedral”, dice el director, el coro “es como un mosaico y yo pensé un poco más en Eurípides que trabaja sobre la individuación y los puse en esa especie de plaza contando la espera y eso dio, sin pensar en Angelopoulos, la posibilidad de un vínculo que hizo que el público escuchara lo que se dice; en un momento en que el teatro es imagen, fuerza, violencia y movimiento, quise correr ese riesgo”.
Luego la trama conocida se va desarrollando ante el espectador. El asesinato de Agamenón apenas regresa de Troya, cometido por Clitemnestra para vengar a su hija Ifigenia que Agamenón había sacrificado como víctima propiciatoria para tener el favor de los dioses en el viaje a Asia y la campaña militar (“pudo no haberlo hecho -comenta Levón- pero las ansias de poder lo llevaron a hacerlo”), y luego las maquinaciones de Electra y Orestes para vengar a su vez a su padre, dando por resultado la muerte de Clitemnestra a manos de su hijo varón.
En más de una oportunidad, en las tres partes de la trilogía, se hace referencia a una túnica, una red, la que envolvía a Agamenón al momento de morir, la que luego Orestes encuentra, tiempo después, en casa de su madre, la que va envolviendo a los personajes en el ciclo interminable de la venganza de sangre. Escribe Kadaré: “el hecho de que Orestes halle la túnica de forma inmediata (a pesar del tiempo transcurrido desde el crimen) acredita que no se la ha hecho desaparecer, y no porque estuviera oculta o quedara olvidada en cualquier lugar, sino porque, al contrario, ha permanecido colocada en un lugar visible del palacio”. Una situación por demás curiosa, por lo que postula que “es perfectamente perceptible que algo se ha perdido aquí. Algo que los hombres de aquel tiempo sabían y que nosotros ignoramos”. Al igual que ha ocurrido por siglos en las venganzas de sangre de los balcánicos, “Clitemnestra está atenta a las manchas de sangre sobre la túnica, dado que constituyen la única información que ella recibe acerca de las tentativas de la víctima de enviar mensajes sobre la tierra”, plantea Kadaré. Y cuando tan lejos de Albania como de la Atenas de Pericles, con un café de por medio en un bar ubicado frente al teatro Solís, se le pregunta a Levón, dice que esa túnica, esa red, le habla de “algo que se está tejiendo desde muy atrás”. Por eso la tuvo como una carta fundamental que debía ser jugada. Por ejemplo “en ese terremoto que yo creo artificialmente para descubrir la tumba de Agamenón y que Electra se aferre a su padre, que es parte también de otra red”. El novelista albanés no podría estar más de acuerdo con esa afirmación del director uruguayo: “según los griegos –recuerda Kadaré– una venganza de sangre no podía coronarse con éxito sin contar con el beneplácito y la ayuda del muerto desde su morada subterránea”.
¿Debe Orestes cobrarse la sangre de su padre matando a Clitemnestra? ¿O matando a su madre cometerá un crimen sin perdón? Esa parte final de la obra, con las erinias pidiendo la cabeza del vengador hasta que son calmadas por Atenea dando paso al imperio de la ley por encima del imperio de la venganza, también se conecta con la tesis kadaretiana. Allá, “en las cumbres de Albania” había hasta hace poco “ancianas que hacían recordar a las erinias, con sorprendentes vestidos semejantes a los de las ánforas micénicas, vigilaban no fuera a ser que los jóvenes eludieran la venganza de sangre”, escribe en Esquilo. El gran perdedor.
Las erinias son otra de las claves de la puesta del Solís. “En el entreacto –apunta Levón– la sangre de Agamenón es lavada por tres mujeres, y luego son esas mismas esclavas a las que yo hago que sean como las erinias o vengadoras de Casandra (la esclava que trajo Agamenón de Troya viviendo a su lado) y más tarde se vuelven las vengadoras de la tierra devastada por los griegos… me parecía interesante que ese tejido estuviera presente”.
El tejido de la venganza de sangre, diría Kadaré. En realidad el de la búsqueda de la justicia, matizaría Levón.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 15 de junio de 2012)

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