23 abril 2012

España: La crisis del safari

“Tal vez porque el elefante sea mucho más que un elefante” José Saramago

Roberto López Belloso

Se dice que no estuvo más de media hora en el sitio web de una empresa que organiza safaris. En la era de la viralidad ese tiempo fue suficiente para que se diseminara por toda la red y se volviera una guillotina contra la credibilidad de la monarquía española. Y eso sin que fuera un testimonio directo de la polémica “cacería de elefantes en tiempo de crisis”. Aunque es una vieja foto de una vieja cacería, ilustra una idea difícil de digerir: pese a los 5 millones de desempleados, el jefe de Estado se va de safari. No importa que el safari de la foto hubiera ocurrido en años de la burbuja de la bonanza, porque la foto, una vez puesta a circular, deja de ilustrar el safari específico en el que fue tomada y muta en abstracto aristotélico de “safari irresponsable”, pasando a ilustrarlos todos, y en especial éste, el de la cadera rota del monarca.
En su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (o reproducción, como se corrige en su traducción más reciente), Walter Benjamin analiza cómo las novedades técnicas no pueden conservar la autenticidad, el “aura” de una obra. En el caso de la foto de marras, si bien no es una pieza artística en términos clásicos (aunque si luego se desemboca en una abdicación del rey podría emparentarse –no la foto, sino su viralidad– con aquello que Luis Camnitzer postula como arte conceptual), puede arriesgarse la idea de que se produce el fenómeno inverso. ¿No es acaso su reproducción viral la que la dota de un aura que no tenía?
Pero es necesario rizar el rizo una vez más. ¿Es lo condenable que el rey haya ido de cacería en plena crisis, o es lo condenable la cacería en sí misma?
En todo caso no fue la primera vez en lo que va del año que los elefantes han sido trending topic de las redes sociales. La vez anterior fue a fines de enero con un video que mostraba a un grupo de paquidermos que hacían un ritual de duelo para despedir a una cría que había muerto en el zoológico de Munich. Cynthia Moss, investigadora del Fondo Amboseli, ha detectado comportamientos de este tipo en más de una ocasión. Cuando se topan con esqueletos de ejemplares que pertenecieron a su manada, ha explicado Moss en declaraciones recogidas por la prensa, “siempre se quedan muy quietos, todo el grupo se muestra muy tenso y silencioso, y después se acercan a los huesos y los tocan con mucha delicadeza, a menudo en el cráneo y los colmillos y permanecen al lado durante un rato”. La literatura lo ha dicho con menos precisión etológica pero con más belleza de lenguaje. Por ejemplo Antonio Tabucchi en Tristano muere, cuando pone a su protagonista a hacer un paralelismo entre su sino y el de un elefante que cuando “siente que ha llegado su hora se aleja de la manada, pero no se marcha solo, escoge un compañero que vaya con él, y parten”. ¿Mata el rey a un animal como ése?
“Creo que nunca entenderé a los elefantes, Sepa vuestra señoría que yo vivo con ellos casi desde que nací y todavía no he conseguido entenderlos, Y eso por qué, Tal vez porque el elefante sea mucho más que un elefante.” Así, con comas en vez de puntos, José Saramago hacía dialogar a un oficial portugués y a un cornaca indio en El viaje del elefante. Todo ese libro, cuyo “detrás de cámaras” aparece en el documental José y Pilar que Brecha y Cinemateca trajeron a Montevideo en el Festival de Cine de 2010, es un tratado sobre el vínculo entre humanos y elefántidos. La excusa es el obsequio de Estado que el rey de Portugal, Juan III, le realiza a su colega Maximiliano de Austria. Para llegar a manos del homenajeado, el animal y su séquito deben realizar, mayormente por tierra, un periplo plagado de milagros inducidos, debates teológicos al calor de una hoguera, disparates de intendencia y archiduquesas al borde de un ataque de nervios.
La idea del monarca luso no fue ninguna innovación. Los reyes, aunque casi siempre han cazado, también han tenido tendencia a ver a los elefantes con otro respeto. A veces como algo sagrado, a veces como un obsequio de sangre azul. En la tercera de sus conferencias recogidas en Siete noches, Jorge Luis Borges menciona el asombro de Carlomagno al recibir el elefantiásico regalo del califa de Bagdad, Harun al-Raschid. Un hecho que “posiblemente no ocurrió nunca”, pero “eso no importa” ya que “nada nos impide creer en ese elefante” puesto ahí por la tradición, o por Borges mismo, como ejemplo de la fascinación que siempre ha ejercido Oriente sobre Occidente.
En El libro de los seres imaginarios Borges incluye un texto sobre el elefante que predijo el nacimiento de Buda. Un elefante blanco. Tal vez de ahí provenga su origen sagrado. La política, es cierto, pervierte incluso eso. Sagrados en el sudeste asiático hasta hoy en día, los ejemplares blancos eran por derecho divino propiedad del rey, estuvieran en cautiverio o en libertad. Por eso quedaban eximidos del trabajo a que se sometía cotidianamente a sus parientes grises. Si se piensa que ese mamífero placentario necesita más de 100 quilos de comida al día, la única manera de poder mantenerlo es utilizarlo como animal de trabajo. Pero el carácter de propiedad real de los elefantes blancos les garantiza el ocio de por vida. En esa paradoja los reyes de Siam encontraron un modo de hundir a un noble caído en desgracia: le regalaban un elefante blanco y lo condenaban a la quiebra. En esa retorcida práctica está el origen de la expresión “es un elefante blanco” que se sigue usando para referirse a una posesión con la que no se sabe bien qué hacer.
La etología y la literatura, incluso la política (para no hablar de la espiritualidad de las culturas asiáticas), parecen decir, cada una a su modo, que cazar un elefante es una real canallada. Casi a la altura de una corrida de toros. A propósito cabe citar una frase del libro América, del poeta soviético Vladimir Maiakovsky, souvenir de sus impresiones en una plaza mexicana: “Lo único que lamentaba era que no fuese posible instalar ametralladoras entre los cuernos de los toros y enseñarles a disparar”. Podría ser una buena defensa también para un paquidermo.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 20-IV-2012)

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