Las transformaciones de la década: después del 11S
por RLB
Los atentados contra objetivos civiles en el corazón de Occidente, la llegada a la “jerga de actualidad” de algunas palabras como “islamista” y la resignificación de otras como “fundamentalista”, un nuevo “enemigo” más parecido a un gas que a un bloque, la comprobación de que las posguerras son más costosas en vidas que las guerras mismas, los hitos que se resumen en fechas escritas en clave (11S, 11M, 7J). Signos de un siglo nuevo que demasiado pronto comenzó a diferenciarse del anterior.
Roberto López Belloso
CUANDO EL 23 de marzo de 2001 la estación espacial MIR cayó hacia la Tierra y se desintegró al ingresar en la atmósfera, muchos pensaron que lo que se estaba deshaciendo eran los últimos jirones del siglo XX. Hija tardía de la supremacía espacial soviética, su desaparición podía ser un símbolo del adiós a un siglo pautado por la Guerra Fría. Ese razonamiento, sin embargo, encerraba una interrogante difícil de despejar. Si aquello que más caracterizó al siglo pasado recién comenzó a prefigurarse en el año 17, ¿no será algo apresurado hablar del signo de los nuevos tiempos a menos de noventa días de inaugurado el futuro? Unos meses después se tuvo la respuesta. Los atentados del 11 de setiembre de 2001 ya son recordados como el inicio del siglo XXI.
Lo cambiaron todo. El enemigo global, las vulnerabilidades, el modo de viajar. Era la primera vez que la entonces potencia hegemónica recibía un ataque de esas características. Se hicieron paralelismos con el bombardeo japonés sobre la flota estadounidense anclada en Pearl Harbor, pero ahora los aviones no era enemigos, sino propios, y no había ningún territorio al que dirigir claramente las represalias. Aviones de pasajeros tomados en vuelo por un puñado de islamistas se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York y contra el Pentágono de Washington DC, en tanto que un cuarto cayó a tierra, tal vez en medio de la lucha por el control de la aeronave entre los secuestradores y algunos pasajeros. Las cámaras de televisión mostraron la inverosímil imagen de los aviones impactando en los dos emblemáticos rascacielos y, minutos más tarde, cómo la parte más reconocible de la más célebre “línea del horizonte” colapsaba y se volvía una nube de polvo y escombros.
La sospecha, hermana siamesa del miedo, miraba a los propios como extraños. Cualquier avión podía ser un misil encubierto, cualquier pasajero un secuestrador.
AL QAEDA. Los atentados de setiembre de 2001 trajeron también algunos nombres propios. El más repetido fue (sigue siendo) el de Osama bin Laden. Un millonario yemení que fuera aliado de Washington en su lucha contra los soviéticos en el frente afgano y que ahora estaba apuntando su mira contra sus antiguos patrocinadores. Protegido primero por los talibán, el inasible (y supuesto) cerebro de los atentados se habría mudado a una cueva paquistaní luego de la invasión de Afganistán. El juego de alianzas también debió resetearse. Con Bin Laden llegó otro nombre, Al Qaeda. Intraducible por más que tenga traducción. ¿Cómo llamarla “La red” que es lo que significa en árabe? Pronto se demostró que era una organización de nuevo tipo. Un gas, podría decirse, tomando la metáfora prestada de la forma en que los teóricos del neoanarquismo definían el poder a fines del siglo pasado. Como un gas era difícil de ver y mucho más de atrapar. Quedaba entonces, sin traducir, asociada para siempre a momentos que se resumían en fechas jibarizadas: 11S por Nueva York 2001, 11M por Madrid 2004, 7J por Londres 2005.
¿Eran ataques realizados por Al Qaeda o esa organización gaseosa e inasible era más bien un marco general, una inspiración para células relativamente independientes que actuaban de manera tan descentralizada que casi no tenían contacto con un centro imposible de localizar? Muchas veces quedaba la sensación de que Al Qaeda, una organización de los tiempos de la Internet 2.0, era combatida por Estados Unidos con métodos de una era anterior, cuando la metáfora del enemigo era algo tan concreto y palpable como “un bloque”, una “cortina de hierro”, un “muro”.
Los atentados, el miedo, el enemigo, todo era de nuevo tipo. Sin embargo se los combatía con el reflejo de otros tiempos. Y se mezclaban las barajas. El presidente Bush tenía una vieja cuenta pendiente con Saddam Hussein, y con la excusa de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron derrocó al hombre fuerte de Bagdad. En una ceremonia realizada en la cubierta de un portaviones decretó “misión cumplida”. Otro de los signos de esta primera década sería la confirmación de que las guerras no son tan costosas en vidas y recursos como la gestión de las posguerras. Estados Unidos, que ya se había empantanado en Afganistán, se empantanaba todavía más en Irak.
NUEVOS ACTORES. En paralelo con aquellas imposibilidades, Washington veía cómo el tablero global se resignificaba también en otros terrenos. El multilateralismo llegaba de la peor manera para sus intereses ya que no nacía de su conducción sino que se afirmaba ante su debilidad como potencia hegemónica. Para Estados Unidos el mundo no sólo era un lugar más inseguro. También empezaba a ser ajeno. China ya no era el gigante que avanzaba con pie de seda sino que ahora no caminaba solo. La primera década ha visto al gigante asiático coordinar sus pasos con Rusia, India y Brasil en el grupo BRIC, y ya no es tan adecuado hablar solamente de “potencias emergentes” sino de la consolidación de un multilateralismo en casi todos los planos.
Esos nuevos actores no sólo pesan económicamente sino que no se limitan a sus supuestas “zonas de influencia”. Esa es otra de las transformaciones de estos años. Si se excluye la serie de crisis de seguridad surgidas de los atentados de 2001 y sus sagas de Afganistán e Irak, y se deja también de lado el recurrente diferendo palestino-israelí, la nueva problemática de esta primera década ha sido Irán.
El régimen de los ayatolás puede ser visto como un “estudio de caso” de los nuevos fenómenos de este siglo. Por una parte, sirve como una muestra más de la miopía de Washington a la hora de tejer su política de alianzas.
Como ya se dijo en estas páginas (Véase Brecha, 10-IX-10) citando una investigación de Michael Axworthy (Irán: una historia desde Zoroastro hasta hoy. Ediciones Turner, Madrid, 2010), profesor de estudios de Oriente Medio de la Universidad británica de Essex, lo primero que se olvida cuando se recurre al axioma de Irán como integrante del “eje del mal” es que el gobierno de ese país condenó públicamente los atentados del 11 de setiembre. No sólo los sectores reformistas sino incluso su ayatolá máximo. Lo otro que se deja de lado es que no se trata de una sociedad de fanáticos religiosos, ya que sólo el 1,4 por ciento de los iraníes concurren todas las semanas a la “oración de los viernes”, en la que –a veces– la fe se mezcla con la agitación política.
Axworthy asegura que esa reacción no fue sólo oficial, sino que en las calles de Teherán tuvieron lugar vigilias en solidaridad con las víctimas de los atentados, en parte porque el antioccidentalismo de los iraníes es menor que el de otras poblaciones de la región. El analista se asombra de que Washington haya cometido la torpeza de agudizar su retórica antiiraní luego de ese gesto, y sobre todo después de la oferta iraní de mediación en Afganistán, primero, y en Irak después, un ofrecimiento que en su momento se conoció como “Gran pacto” ya que incluía una posible solución a la crisis nuclear y el reconocimiento de facto del Estado de Israel.
¿PROFECÍA AUTOCUMPLIDA? Si sólo se pusiera el foco en Irán sería posible ver las transformaciones de la década como un conjunto de posibilidades desperdiciadas. En los primeros años del nuevo siglo se vio el avance del reformismo que pareció dar cuerpo a una sociedad de nuevo tipo. Un régimen en el que una forma peculiar de democracia podía coexistir con una teocracia. ¿Acaso una democracia adaptada a Oriente Medio? Al menos un intento diferente al de aquellas “libertades” impuestas por dinastías nacidas de un sargento erigido en monarca por las potencias coloniales, como había ocurrido en la Persia de los Phalevi.
Impulsado por los votos de las capas medias educadas de las ciudades, por los jóvenes y por las mujeres, un clérigo reformista, Muhammad Jatami, avanzó durante el primer lustro del siglo XXI hacia una sociedad cada vez más tolerante y abierta.
Estados Unidos no lo entendió. Lo acosó con su retórica, le puso las cosas difíciles en el frente exterior sin detenerse a pensar que no las tenía fáciles en el ámbito doméstico. Esos factores, sumados a una mala situación económica y a la poca simpatía con la que la teocracia más tradicional veía las reformas, abrió las puertas para que Majmud Ajmadineyad (foto) llegara al poder en 2005.
Irán ahora sí desafiaba directamente a Occidente, su presidente negaba el derecho de Israel a existir, dudaba de que alguna vez hubiera ocurrido el Holocausto de los años de la Segunda Guerra Mundial, y retomaba en un camino que parece ser sin retorno el programa nuclear iraní.
MÁS NUEVO TODAVÍA. En ese contexto, en enero de 2009 llega a la Casa Blanca el demócrata Barack Obama. Mulato, con parte de su infancia pasada en un país musulmán, defensor de los derechos de tercera generación, con un estilo más dinámico y progresista que el de su antecesor, provocó una ola de esperanza de cambio en todo el mundo. Sus primeras señales fueron el anuncio, ahora con fecha, de la retirada de las tropas estadounidenses de Irak y la promesa del cierre de la cárcel de Guantánamo, donde personas acusadas de pertenecer a grupos islamistas son detenidas sin las garantías del debido proceso. El mundo con el que se encuentra Obama no se parece en nada al que tuvo por delante el anterior presidente demócrata, Bill Clinton. Y no sólo por Wikileaks. Aquella Guerra Fría que había dado lugar a una pax americana con Estados Unidos como potencia hegemónica, ya tiene sucesor en la “lucha contra el terrorismo”, y la fugaz hegemonía ha sido sustituida por un mapa de múltiples actores influyentes (uno de ellos, emergente es cierto, pero cada vez más consolidado, nuestro vecino Brasil). El Golfo Pérsico y los países del “eje del mal” que luego conceptualizaría Bush no pueden ser vistos solamente como el objetivo de ataques quirúrgicos con los que distraer a la opinión pública de algún escándalo de faldas. Ahora, para Obama y su canciller (Hillary Clinton, esposa de Bill), es un casillero mucho más problemático en un “tablero global” que parece haber dejado atrás las dinámicas del siglo XX.
UNA NUEVA FORMA DE VOLAR. Antes de llegar al mostrador de la aerolínea una funcionaria de seguridad hace las preguntas de rutina. ¿Armó el equipaje usted mismo? ¿Lo tuvo siempre a su lado? ¿Alguna persona le dio algo para llevar? No hay nada más aburrido que un diálogo en el que las dos partes saben lo que van a decirse. Al recibir las respuestas esperadas la funcionaria muestra una cartilla con fotografías de elementos prohibidos. Hay armas, cuchillos, productos en aerosol, y hasta un paquete de dinamita como esos que usaba el Coyote para intentar dar caza al Correcaminos. El viajero se siente un poco de regreso en el jardín de infantes, y mientras niega con un movimiento de cabeza piensa que no es serio tratar como párvulos a los potenciales secuestradores aéreos.
Después de recibir el primer visto bueno, hacer un tramo más de fila y obtener el pase de abordar, llega el momento de un control de seguridad un poco más adulto. Es cierto que mal de muchos consuelo de casi todos, pero es inevitable sentirse un poco destratado cuando hay que quitarse los zapatos y el cinturón y seguir caminando. Con una mano es necesario asegurar el pantalón y con la otra quitar la computadora portátil de su estuche. En ese precario equilibrio se pasa por un escáner. En algunos aeropuertos se trata de los polémicos aparatos que permiten que el empleado de seguridad vea a través de la ropa de los pasajeros. Tal vez por eso en los países árabes, o en la India, hay filas separadas para hombres y mujeres. Las parejas occidentales se desconciertan ante esa costumbre y aquí también parecen de nuevo en el primer día de clase, torciendo el cuello y poniéndose en puntas de pie para no perder contacto visual, aunque sepan que ambas filas confluyen en el mismo lugar. Cuando los viajeros optan por un reclamo de igualdad de género lo único que obtienen es retrasar a los demás, y no hay equidad que resista decenas de voces clamando para que alguien haga algo para regresar a los herejes a la bifurcación dispuesta por el patriarcado. A fin de cuentas el avión no va a esperar porque a un par de nórdicos se les ocurra que es discriminatorio para una mujer ser revisada por otra mujer mientras a su marido lo revisa un hombre. Unos metros más adelante se comprende un poco mejor la separación por sexos. Al final del escáner, tal vez por la poca fe en ese fetiche occidental que es la tecnología, en India espera un control adicional: el viejo y artesanal cacheo para buscar armas escondidas entre la vestimenta. Son el equivalente oriental a las revisiones integrales que se hacen en algunos países centrales, supuestamente realizadas al azar pero con un azar que suele tener predilección por las fisonomías más alejadas del WASP (blanco-anglosajón-protestante, según la sigla en inglés). Herencias del miedo a que se repitan los atentados del 11 de setiembre o los ataques contra Mumbay de noviembre de 2008.
En cuanto a aquellas viejas costumbres de abrir la cabina para que algún niño pueda mirar los controles de la aeronave, parecen ser cosa tan del pasado que ya se duda de que alguna vez hayan sido algo más que un mito.
PALABRAS MUTANTES. Las palabras también comenzaron a mutar. Tras los primeros balbuceos de la retórica se empezó a intentar nombrar lo nuevo. Estaba claro que no era políticamente sostenible cargar las culpas sobre una religión en su conjunto, por lo que se empezó a hablar de “fundamentalistas”. El concepto, aunque anterior, quedó instalado y fue tomado incluso por quienes se opusieron a las simplificaciones iniciales. Había fundamentalistas entre los que participaron y se alegraron por los atentados, pero también entre los que pedían una nueva cruzada como forma de castigo. Las acciones de la administración Bush, primero con el derrocamiento del régimen talib en Afganistán y sobre todo después con la guerra contra Irak, mostraron lo acertado de esa doble presencia de los merecedores de este término.
Otra palabra que ingresó en el dominio público fue “islamistas”, para a esa minoría de fieles islámicos que a su fundamentalismo le aplicaban una radicalidad tal que los hacía cometer o justificar atentados.
Y por último, aunque estuviera al principio, la palabra “terrorismo”. Difícil vocablo. Contaminada por el uso que hicieron las dictaduras de derecha o los gobiernos estadounidenses que la concedían generosamente a los movimientos de liberación nacional de los años sesenta y setenta, aun a sabiendas de que la acepción de aplicar el terror como método no podía aplicarse tanto a esas guerrillas como sí a los mecanismos con los cuales se las combatía. Por eso, a medida que se producían los procesos de redemocratización la palabra terrorismo era resignificada y ya no se la pronunciaba sola, sino que pasó a aceptarse que había existido algo llamado “terrorismo de Estado”. Los gobiernos estadounidenses ya no tenían el rol de asignar el calificativo a quienes les convenía, sino que sus aliados de aquellas décadas pasaron a ser señalados, sobre todo en los noventa y a principios de los años 2000 como los ejecutores de las políticas de terrorismo de Estado contra opositores de izquierda e integrantes del movimiento popular. Entonces llega el siglo XXI y la palabra terrorismo parece retomar –en la prensa, en los discursos, en los comentarios– su solitaria acepción original, aunque no pierda del todo su retrogusto.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 30-XII-2010)
Los atentados contra objetivos civiles en el corazón de Occidente, la llegada a la “jerga de actualidad” de algunas palabras como “islamista” y la resignificación de otras como “fundamentalista”, un nuevo “enemigo” más parecido a un gas que a un bloque, la comprobación de que las posguerras son más costosas en vidas que las guerras mismas, los hitos que se resumen en fechas escritas en clave (11S, 11M, 7J). Signos de un siglo nuevo que demasiado pronto comenzó a diferenciarse del anterior.
Roberto López Belloso
CUANDO EL 23 de marzo de 2001 la estación espacial MIR cayó hacia la Tierra y se desintegró al ingresar en la atmósfera, muchos pensaron que lo que se estaba deshaciendo eran los últimos jirones del siglo XX. Hija tardía de la supremacía espacial soviética, su desaparición podía ser un símbolo del adiós a un siglo pautado por la Guerra Fría. Ese razonamiento, sin embargo, encerraba una interrogante difícil de despejar. Si aquello que más caracterizó al siglo pasado recién comenzó a prefigurarse en el año 17, ¿no será algo apresurado hablar del signo de los nuevos tiempos a menos de noventa días de inaugurado el futuro? Unos meses después se tuvo la respuesta. Los atentados del 11 de setiembre de 2001 ya son recordados como el inicio del siglo XXI.
Lo cambiaron todo. El enemigo global, las vulnerabilidades, el modo de viajar. Era la primera vez que la entonces potencia hegemónica recibía un ataque de esas características. Se hicieron paralelismos con el bombardeo japonés sobre la flota estadounidense anclada en Pearl Harbor, pero ahora los aviones no era enemigos, sino propios, y no había ningún territorio al que dirigir claramente las represalias. Aviones de pasajeros tomados en vuelo por un puñado de islamistas se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York y contra el Pentágono de Washington DC, en tanto que un cuarto cayó a tierra, tal vez en medio de la lucha por el control de la aeronave entre los secuestradores y algunos pasajeros. Las cámaras de televisión mostraron la inverosímil imagen de los aviones impactando en los dos emblemáticos rascacielos y, minutos más tarde, cómo la parte más reconocible de la más célebre “línea del horizonte” colapsaba y se volvía una nube de polvo y escombros.
La sospecha, hermana siamesa del miedo, miraba a los propios como extraños. Cualquier avión podía ser un misil encubierto, cualquier pasajero un secuestrador.
AL QAEDA. Los atentados de setiembre de 2001 trajeron también algunos nombres propios. El más repetido fue (sigue siendo) el de Osama bin Laden. Un millonario yemení que fuera aliado de Washington en su lucha contra los soviéticos en el frente afgano y que ahora estaba apuntando su mira contra sus antiguos patrocinadores. Protegido primero por los talibán, el inasible (y supuesto) cerebro de los atentados se habría mudado a una cueva paquistaní luego de la invasión de Afganistán. El juego de alianzas también debió resetearse. Con Bin Laden llegó otro nombre, Al Qaeda. Intraducible por más que tenga traducción. ¿Cómo llamarla “La red” que es lo que significa en árabe? Pronto se demostró que era una organización de nuevo tipo. Un gas, podría decirse, tomando la metáfora prestada de la forma en que los teóricos del neoanarquismo definían el poder a fines del siglo pasado. Como un gas era difícil de ver y mucho más de atrapar. Quedaba entonces, sin traducir, asociada para siempre a momentos que se resumían en fechas jibarizadas: 11S por Nueva York 2001, 11M por Madrid 2004, 7J por Londres 2005.
¿Eran ataques realizados por Al Qaeda o esa organización gaseosa e inasible era más bien un marco general, una inspiración para células relativamente independientes que actuaban de manera tan descentralizada que casi no tenían contacto con un centro imposible de localizar? Muchas veces quedaba la sensación de que Al Qaeda, una organización de los tiempos de la Internet 2.0, era combatida por Estados Unidos con métodos de una era anterior, cuando la metáfora del enemigo era algo tan concreto y palpable como “un bloque”, una “cortina de hierro”, un “muro”.
Los atentados, el miedo, el enemigo, todo era de nuevo tipo. Sin embargo se los combatía con el reflejo de otros tiempos. Y se mezclaban las barajas. El presidente Bush tenía una vieja cuenta pendiente con Saddam Hussein, y con la excusa de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron derrocó al hombre fuerte de Bagdad. En una ceremonia realizada en la cubierta de un portaviones decretó “misión cumplida”. Otro de los signos de esta primera década sería la confirmación de que las guerras no son tan costosas en vidas y recursos como la gestión de las posguerras. Estados Unidos, que ya se había empantanado en Afganistán, se empantanaba todavía más en Irak.
NUEVOS ACTORES. En paralelo con aquellas imposibilidades, Washington veía cómo el tablero global se resignificaba también en otros terrenos. El multilateralismo llegaba de la peor manera para sus intereses ya que no nacía de su conducción sino que se afirmaba ante su debilidad como potencia hegemónica. Para Estados Unidos el mundo no sólo era un lugar más inseguro. También empezaba a ser ajeno. China ya no era el gigante que avanzaba con pie de seda sino que ahora no caminaba solo. La primera década ha visto al gigante asiático coordinar sus pasos con Rusia, India y Brasil en el grupo BRIC, y ya no es tan adecuado hablar solamente de “potencias emergentes” sino de la consolidación de un multilateralismo en casi todos los planos.
Esos nuevos actores no sólo pesan económicamente sino que no se limitan a sus supuestas “zonas de influencia”. Esa es otra de las transformaciones de estos años. Si se excluye la serie de crisis de seguridad surgidas de los atentados de 2001 y sus sagas de Afganistán e Irak, y se deja también de lado el recurrente diferendo palestino-israelí, la nueva problemática de esta primera década ha sido Irán.
El régimen de los ayatolás puede ser visto como un “estudio de caso” de los nuevos fenómenos de este siglo. Por una parte, sirve como una muestra más de la miopía de Washington a la hora de tejer su política de alianzas.
Como ya se dijo en estas páginas (Véase Brecha, 10-IX-10) citando una investigación de Michael Axworthy (Irán: una historia desde Zoroastro hasta hoy. Ediciones Turner, Madrid, 2010), profesor de estudios de Oriente Medio de la Universidad británica de Essex, lo primero que se olvida cuando se recurre al axioma de Irán como integrante del “eje del mal” es que el gobierno de ese país condenó públicamente los atentados del 11 de setiembre. No sólo los sectores reformistas sino incluso su ayatolá máximo. Lo otro que se deja de lado es que no se trata de una sociedad de fanáticos religiosos, ya que sólo el 1,4 por ciento de los iraníes concurren todas las semanas a la “oración de los viernes”, en la que –a veces– la fe se mezcla con la agitación política.
Axworthy asegura que esa reacción no fue sólo oficial, sino que en las calles de Teherán tuvieron lugar vigilias en solidaridad con las víctimas de los atentados, en parte porque el antioccidentalismo de los iraníes es menor que el de otras poblaciones de la región. El analista se asombra de que Washington haya cometido la torpeza de agudizar su retórica antiiraní luego de ese gesto, y sobre todo después de la oferta iraní de mediación en Afganistán, primero, y en Irak después, un ofrecimiento que en su momento se conoció como “Gran pacto” ya que incluía una posible solución a la crisis nuclear y el reconocimiento de facto del Estado de Israel.
¿PROFECÍA AUTOCUMPLIDA? Si sólo se pusiera el foco en Irán sería posible ver las transformaciones de la década como un conjunto de posibilidades desperdiciadas. En los primeros años del nuevo siglo se vio el avance del reformismo que pareció dar cuerpo a una sociedad de nuevo tipo. Un régimen en el que una forma peculiar de democracia podía coexistir con una teocracia. ¿Acaso una democracia adaptada a Oriente Medio? Al menos un intento diferente al de aquellas “libertades” impuestas por dinastías nacidas de un sargento erigido en monarca por las potencias coloniales, como había ocurrido en la Persia de los Phalevi.
Impulsado por los votos de las capas medias educadas de las ciudades, por los jóvenes y por las mujeres, un clérigo reformista, Muhammad Jatami, avanzó durante el primer lustro del siglo XXI hacia una sociedad cada vez más tolerante y abierta.
Estados Unidos no lo entendió. Lo acosó con su retórica, le puso las cosas difíciles en el frente exterior sin detenerse a pensar que no las tenía fáciles en el ámbito doméstico. Esos factores, sumados a una mala situación económica y a la poca simpatía con la que la teocracia más tradicional veía las reformas, abrió las puertas para que Majmud Ajmadineyad (foto) llegara al poder en 2005.
Irán ahora sí desafiaba directamente a Occidente, su presidente negaba el derecho de Israel a existir, dudaba de que alguna vez hubiera ocurrido el Holocausto de los años de la Segunda Guerra Mundial, y retomaba en un camino que parece ser sin retorno el programa nuclear iraní.
MÁS NUEVO TODAVÍA. En ese contexto, en enero de 2009 llega a la Casa Blanca el demócrata Barack Obama. Mulato, con parte de su infancia pasada en un país musulmán, defensor de los derechos de tercera generación, con un estilo más dinámico y progresista que el de su antecesor, provocó una ola de esperanza de cambio en todo el mundo. Sus primeras señales fueron el anuncio, ahora con fecha, de la retirada de las tropas estadounidenses de Irak y la promesa del cierre de la cárcel de Guantánamo, donde personas acusadas de pertenecer a grupos islamistas son detenidas sin las garantías del debido proceso. El mundo con el que se encuentra Obama no se parece en nada al que tuvo por delante el anterior presidente demócrata, Bill Clinton. Y no sólo por Wikileaks. Aquella Guerra Fría que había dado lugar a una pax americana con Estados Unidos como potencia hegemónica, ya tiene sucesor en la “lucha contra el terrorismo”, y la fugaz hegemonía ha sido sustituida por un mapa de múltiples actores influyentes (uno de ellos, emergente es cierto, pero cada vez más consolidado, nuestro vecino Brasil). El Golfo Pérsico y los países del “eje del mal” que luego conceptualizaría Bush no pueden ser vistos solamente como el objetivo de ataques quirúrgicos con los que distraer a la opinión pública de algún escándalo de faldas. Ahora, para Obama y su canciller (Hillary Clinton, esposa de Bill), es un casillero mucho más problemático en un “tablero global” que parece haber dejado atrás las dinámicas del siglo XX.
UNA NUEVA FORMA DE VOLAR. Antes de llegar al mostrador de la aerolínea una funcionaria de seguridad hace las preguntas de rutina. ¿Armó el equipaje usted mismo? ¿Lo tuvo siempre a su lado? ¿Alguna persona le dio algo para llevar? No hay nada más aburrido que un diálogo en el que las dos partes saben lo que van a decirse. Al recibir las respuestas esperadas la funcionaria muestra una cartilla con fotografías de elementos prohibidos. Hay armas, cuchillos, productos en aerosol, y hasta un paquete de dinamita como esos que usaba el Coyote para intentar dar caza al Correcaminos. El viajero se siente un poco de regreso en el jardín de infantes, y mientras niega con un movimiento de cabeza piensa que no es serio tratar como párvulos a los potenciales secuestradores aéreos.
Después de recibir el primer visto bueno, hacer un tramo más de fila y obtener el pase de abordar, llega el momento de un control de seguridad un poco más adulto. Es cierto que mal de muchos consuelo de casi todos, pero es inevitable sentirse un poco destratado cuando hay que quitarse los zapatos y el cinturón y seguir caminando. Con una mano es necesario asegurar el pantalón y con la otra quitar la computadora portátil de su estuche. En ese precario equilibrio se pasa por un escáner. En algunos aeropuertos se trata de los polémicos aparatos que permiten que el empleado de seguridad vea a través de la ropa de los pasajeros. Tal vez por eso en los países árabes, o en la India, hay filas separadas para hombres y mujeres. Las parejas occidentales se desconciertan ante esa costumbre y aquí también parecen de nuevo en el primer día de clase, torciendo el cuello y poniéndose en puntas de pie para no perder contacto visual, aunque sepan que ambas filas confluyen en el mismo lugar. Cuando los viajeros optan por un reclamo de igualdad de género lo único que obtienen es retrasar a los demás, y no hay equidad que resista decenas de voces clamando para que alguien haga algo para regresar a los herejes a la bifurcación dispuesta por el patriarcado. A fin de cuentas el avión no va a esperar porque a un par de nórdicos se les ocurra que es discriminatorio para una mujer ser revisada por otra mujer mientras a su marido lo revisa un hombre. Unos metros más adelante se comprende un poco mejor la separación por sexos. Al final del escáner, tal vez por la poca fe en ese fetiche occidental que es la tecnología, en India espera un control adicional: el viejo y artesanal cacheo para buscar armas escondidas entre la vestimenta. Son el equivalente oriental a las revisiones integrales que se hacen en algunos países centrales, supuestamente realizadas al azar pero con un azar que suele tener predilección por las fisonomías más alejadas del WASP (blanco-anglosajón-protestante, según la sigla en inglés). Herencias del miedo a que se repitan los atentados del 11 de setiembre o los ataques contra Mumbay de noviembre de 2008.
En cuanto a aquellas viejas costumbres de abrir la cabina para que algún niño pueda mirar los controles de la aeronave, parecen ser cosa tan del pasado que ya se duda de que alguna vez hayan sido algo más que un mito.
PALABRAS MUTANTES. Las palabras también comenzaron a mutar. Tras los primeros balbuceos de la retórica se empezó a intentar nombrar lo nuevo. Estaba claro que no era políticamente sostenible cargar las culpas sobre una religión en su conjunto, por lo que se empezó a hablar de “fundamentalistas”. El concepto, aunque anterior, quedó instalado y fue tomado incluso por quienes se opusieron a las simplificaciones iniciales. Había fundamentalistas entre los que participaron y se alegraron por los atentados, pero también entre los que pedían una nueva cruzada como forma de castigo. Las acciones de la administración Bush, primero con el derrocamiento del régimen talib en Afganistán y sobre todo después con la guerra contra Irak, mostraron lo acertado de esa doble presencia de los merecedores de este término.
Otra palabra que ingresó en el dominio público fue “islamistas”, para a esa minoría de fieles islámicos que a su fundamentalismo le aplicaban una radicalidad tal que los hacía cometer o justificar atentados.
Y por último, aunque estuviera al principio, la palabra “terrorismo”. Difícil vocablo. Contaminada por el uso que hicieron las dictaduras de derecha o los gobiernos estadounidenses que la concedían generosamente a los movimientos de liberación nacional de los años sesenta y setenta, aun a sabiendas de que la acepción de aplicar el terror como método no podía aplicarse tanto a esas guerrillas como sí a los mecanismos con los cuales se las combatía. Por eso, a medida que se producían los procesos de redemocratización la palabra terrorismo era resignificada y ya no se la pronunciaba sola, sino que pasó a aceptarse que había existido algo llamado “terrorismo de Estado”. Los gobiernos estadounidenses ya no tenían el rol de asignar el calificativo a quienes les convenía, sino que sus aliados de aquellas décadas pasaron a ser señalados, sobre todo en los noventa y a principios de los años 2000 como los ejecutores de las políticas de terrorismo de Estado contra opositores de izquierda e integrantes del movimiento popular. Entonces llega el siglo XXI y la palabra terrorismo parece retomar –en la prensa, en los discursos, en los comentarios– su solitaria acepción original, aunque no pierda del todo su retrogusto.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 30-XII-2010)
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