07 noviembre 2010

Hanoi-Leningrado-Montevideo

Un grupo de muchachos sentados al pie de una estatua parece haberse aburrido definitivamente de sus patinetas. Ya no ensayan esos movimientos de minutos atrás, cuando tomaban impulso, flexionaban las rodillas, abrían los brazos como alas aerodinámicas y parecía que iban a realizar alguna acrobacia de antología, pero se apagaban en un carreteo sin resolución. El pie desalentado buscaba la tierra firme para permitirles detenerse, pensativos, tomar el skate bajo el brazo y volver a su punto de reunión al pie del monumento. Un niño en su vehículo centáurico (cuerpo de triciclo y cabeza de pato de plástico) patrulla la zona que han dejado libre los torpes patinadores. Dos ancianos lo cuidan de lejos mientras juegan al backgamon. Ninguno levanta la mirada hacia el hombre de bronce que está detenido en medio de la plaza. El cuerpo algo inclinado, la pierna izquierda lista a dar el primero de los dos pasos hacia adelante. Con una de sus manos se toma la metálica solapa para que el viento no se lleve el saco hacia atrás. La barba de chivo apunta desafiante hacia la cuadra de enfrente donde una bandera roja con una estrella amarilla ondea sobre una torre de ladrillo. Si cruzara la calle podría tomar un expreso en el Highland Coffee, algo así como el equivalente vietnamita de la cadena Starbucks si no fuera porque en Hanoi el café tiene sabor a café y la pastelería guarda ese eco parisino que dejaron los franceses antes de que Giap y Ho les mandaran de regreso.

El perfil de Vladimir Ilich no tenía la barba de chivo en los días de la revolución. Esa que se llama de octubre pero que para nuestro calendario sucedió en noviembre. Se había afeitado para entrar clandestino a Rusia y sus fotos de entonces tienen algo de la que tendría años más tarde el Che en el pasaporte uruguayo con el que entró a Bolivia para burlar a la policía de Migraciones. Cuando se hace un alto en la lógica social del Montevideo de 2010 y se aprovecha esa cápsula del tiempo que es un ómnibus avanzando cansino por 18 de Julio, se puede intentar un acercamiento a aquella Rusia de 1917. Se haga lo que se haga el chofer igual no va a apurarse, así que bien puede abrirse el libro de John Reed (el único estadounidense enterrado en el Krem­lin) Diez días que estremecieron al mundo. Lo primero que asombra es lo vibrante de esa crónica periodística. Lo segundo es poder asistir al espectáculo de toda una sociedad que puso sus músculos en tensión y se lanzó a discutir y porfiar. Deja la sensación de que perfectamente pudo no haber ocurrido. O haber dado por resultado otra cosa.

El hombre de la plaza de Hanoi, que ahora toma un café en el Highlands Coffee, fue uno de ese puñado que se jugó a forzar la historia para que eso que estaba sucediendo tomara la forma que tomó, y se volviera el proceso político más influyente del siglo xx. Es un placer leer cómo cuenta John Reed que se paraban frente a las asambleas de obreros y soldados (“la mano sobre la baranda, la mirada serena”) y con qué palabras argumentaban y convencían (“cómo puedo decirles lo que tienen que decidir si ustedes mismos ya lo han decidido”), con qué astucia (“no sé lo que se ha decidido en la discusión –interpartidaria–, yo no he participado, pero por otra parte eso ya no tiene ningún valor”), con qué riesgo (“sabemos que ahora la reacción de Europa se organizará contra nosotros”). En la foto no estaba solamente Lenin, sino también Trotsky, que tiene un rol central en la crónica de Reed.

En México está la casa-museo del otro 50 por ciento de la conducción de octubre. Están sus cristales a lo John Lennon partidos por el golpe de la piqueta. “Vienen muchos rusos –cuenta la guía– pero casi no escuchan la explicación de los que les vamos mostrando en las habitaciones. Las recorren en silencio, después se sientan junto a la tumba y se ponen a tomar vodka en vasitos minúsculos.” Lenin y Trotsky también están en los murales que pintó Diego Rivera en el Palacio de Gobierno del DF (ver reporoducción). Sólo entendiendo la dinámica de la sociedad mexicana se puede comprender la permanencia de esas imágenes en un mundo que casi las ha borrado de la faz del ornato público. El ómnibus sigue por 18 de Julio. Pasa por una recreación de La metamorfosis de Kafka que ironiza sobre ciertas vueltas carnero de senadores oficialistas, torpes como aquellos patinetistas de Hanoi. En Zizkov, que es a Praga lo que La Teja a Montevideo, estaba la fábrica de un familiar de Kafka. Ahí trabajó a regañadientes el checo que escribía en alemán. Un Lenin literario que puso la literatura de cabeza “hundiendo al imperio burgués” del preciosismo estéril de las décadas anteriores. Zizkov, el mismo barrio en el que vivió Lenin cuando estuvo en Praga. Ahora hay un cine cerca de esa casa. Pasan El evangelio según San Mateo, de Pasolini. El 2 de noviembre se cumplieron 35 años desde que lo mataron en Ostia. Todavía no se descubrió quién estuvo detrás del crimen del poeta italiano. Una vez escribió sobre el hombre de la estatua de Hanoi: “Mientras Lenin vivía, el lenguaje de su acción todavía era en parte indescifrable, porque todavía era posible y, por lo tanto, modificable por eventuales acciones futuras”. El ómnibus de 18 todavía no llega a destino.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 5 de noviembre de 2010)

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