16 septiembre 2009

El periodista que soñaba con una novela que fuera un seguro de retiro

Cada día, después de su trabajo, Stieg Larsson se dedicaba a la revista Millenium. Un medio mensual, independiente, con el acento puesto en la investigación. Podía describir su redacción con los ojos cerrados y acertar cada noche el orden en que habían quedado las tazas para el café –cada una con el logo de un partido político diferente- prolijamente desordenadas desde la noche anterior. Al cabo de un tiempo, no mucho tiempo, los acontecimientos se fueron acumulando a la par que los números de Milenium ya iban conformando un montoncito que no podía ignorarse, al punto que la redacción fue pasando de la estrechez económica al éxito. Pero en ese viaje también tuvieron que afrontar momentos duros, más que duros en algunos casos.

Algunas tapas llegaron a ser emblemáticas, como aquella que terminó con su redactor jefe en la cárcel por difamación, aunque luego se demostraría que todo, desde el soplo incial hasta buena parte de las pruebas, eran un montaje para acallarlo. Más de una vez, por las tardes, mientras escribía algunos de sus artículos sobre grupos neonazis suecos y se tomaba un descanso de Millenium, Stieg Larsson se estiraba en la silla, apoyaba la cabeza sobre el borde del respaldo, y repasaba mentalmene el aspecto de aquella tapa. Cada vez que lo hacía le cambiaba algún detalle, la paleta de colores, el título, el lugar donde estaba ubicado el logo de Milenium, o incluso –y esto ocurría cuando estaba particularmente de mal humor- se animaba con modiicaciones más radicales y eliminaba la foto del empresario corrupto que la ocupaba en un primer plano y colocaba en su lugar un dibujo, una caricatura que acentuaba sus rasgos más desagradables. Podía hacerlo porque esa tapa no existía en ningún otro lugar que no fuera su imaginación. Todo lo relacionado a Millenium, que con el paso del tiempo se había convertido en una de las revistas más influyentes de la prensa sueca, no era otra cosa que caracteres en un archivo de su computadora. No había tazas para el café, ni desorden, ni redactor jefe. Millenium, que tal vez tenía como modelo la revista imposible en la que a Stiegg Larsson le hubiera gustado trabajar, era el mundo paralelo en el que se sumergía por las noches, un mundo cuyos andamios estaban formados de comida chatarra, bebidas colas y litros de café con sabor a viejo. Un mundo que apenas se apagaba cuando el cansancio lo obligaba a salvar los cambios y dejarlo suspendido hasta la noche siguiente. Pero era su seguro de retiro. Así se lo decía a su mujer, casi a modo de disculpa, cuando le explicaba la razón por la cual pasaba tantas horas encerrado en esa redacción imaginaria.

LA TRILOGÍA En torno a esa revista Stiegg Larsson construyó una historia de serie negra en tres tomos intimidantemente gruesos. La trilogía se llama Millenium y es un acierto editorial que así sea, ya que los títulos son tan largos como la novela que anuncian: Los hombres que no amaban a las mujeres (el mejor), La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (el más flojo, pero igualmente un buen libro); y La princesa del palacio de las corrientes de aire (recupera volumen de juego). La palabra novela está en singular porque los tres libros son precisamente eso, una sola novela. Es cierto que pueden llegar a leerse por separado, pero el conjunto no tiene solamente “un espíritu en común” al estilo –pongamos por caso- de la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster. El conjunto es una historia que empieza en el primer libro y concluye en el tercero. Al menos podría decirse que concluye ahí, ya que de hecho termina como lo hacen todas las cosas, por sorpresa biológica. Probablemente a esta altura el lector ya lo sabe: Stiegg Larsson no encontró en Millenium el seguro de retiro. Es cierto que la serie se convirtió desde el primer día en un éxito de ventas, éxito que luego se volvió mundial, quitandole el sueño a los traductores que debieron digerir, procesar y más o menos traducir una montaña de páginas en desigual carrera contra los lectores que iban devorando cada tomo a un ritmo harrypotteriano, pero nada de eso pudo ser visto por Larsson, quien murió de un infarto (mucha comida chatarra, mucho sedentarismo, poco sueño) antes que el primer tomo saliera de la imprenta. El hecho le agrega morbo a la historia y le da ese carácter peculiar, casi de incunable virtual, que tiene todo libro escrito por un autor que ya no vive, en especial si ese libro es un libro que podría –hipotéticamente- haber tenido una continuación. Y es sabido que los autores que ya han muerto, salvo Sandor Marai, no siguen escribiendo. Pero más allá de estos detalles, de una importancia radical para su autor pero necesariamente anecdóticos para el libro como mundo autónomo, la trilogía es una atrapante novela de serie negra.

EL VIAJE. El protagonista no es un policía, ni un investigador privado, ni un fiscal, ni uno de los tan de moda forenses o psíquicos, sino que se trata de un periodista. Esto hace que su lógica sea distinta. Sus lealtades también. Debe proteger, antes que nada, a sus fuentes. No hay secreto de confesión que equivalga a ese compromiso y el protagonista actúa en consecuencia. Aunque en cada tomo pasan “cosas diferentes”, los tres son necesarios para comprender y seguir la conformación de los personajes. En el primero descubren su personalidad, y en el camino se enfrentan a una tarea hercúlea, que es la que los forja en sus relaciones y en una “maduración” que no tiene que ver con la edad sino con ser algo más abstracto y que podríamos definir como “ser dueños de los propios actos”. En el segundo la tarea es más dura todavía, pero los personajes ya han configurado sus rasgos de personalidad, por lo que en cierta forma todo resulta algo (apenas algo) más previsible, aunque les cuesta mucho más caro. En el tercero Larsson por suerte abandona la necesidad de poner al nuevo lector al tanto de lo que ocurrió en el tomo anterior y lo aborda directamente como una continuación de la historia, por lo que se vuelve, para llamarlo de algún modo, el momento del desenlace. Para permitir a sus personajes transitar este largo viaje, esta salida del capullo, Stiegg Larsson crea un camino prolijamente señalizado, les da tiempo, y va generando una serie de marcas o señales que a lo largo del grueso primer tomo van adquiriendo sentido.

La historia está tan bien contada y su lógica parece tan articulada, que el lector comprende –más o menos por la página 400 de las casi 3000 que forman la obra completa- que el tiempo que se ha tomado Larsson para ir contando la historia es imprescindible. Puede seguir entonces disfrutando con cierta tranquilidad lo que le quedan por delante, seguro de que lo que obtendrá al final, en términos de anécdota, podrían habérselo contado en un libro cinco veces menos extenso. A partir de ahí el grosor del libro (de los libros) juega a su favor. ¿Importa la historia del cirujano que en un determinado momento del tercer tomo sacará una bala del cerebro de uno de los personajes? En el modelo de “averigüe quién es el culpable”, ni siquiera importaría si la bala la quita un cirujano o un curandero filipino. Pero en la lógica que prepara para su novela Stiegg Larsson, saber quién es ese cirujano, conocer el modo en que llegó a ese quirófano y qué tanto le importa si quien está en la mesa de operaciones es culpable o inocente de los delitos por los que supuestamente le están buscando, resulta decisivo. En Millenium no hay un culpable ni un delito. Hay “problemas”. El problema del maltrato a la mujer. El problema de la corrupción. El problema de los grupos de odio. El problema de la trata de blancas. El problema de los servicios de inteligencia que actúan sin control de los poderes institucionales. Cada problema tiene muchos delitos que se cometen en su seno. Muchos culpables. Hay delitos y culpables que involucran más de un problema. Los que son inocentes de algo son culpables de otra cosa. Hay, claro, cuatro o cinco pilares (todos personajes secundarios) que son éticamente modélicos. Todos ellos, sin embargo, son figuras “incompletas” en algún sentido. Pese a esta escasez de “personajes sin fisuras”, la novela no cae en el riesgo del “todo vale”. Los protagonistas tienen códigos, intentan actuar “de un modo moral”, pero no les resulta fácil hacerlo. Parece, en cierto momento, que Larsson quiere hablarnos de la Suecia de su tiempo y que lo hace a través de una novela que podría llamarse de serie negra. Pero en otros momentos hay tensión, intriga, un relato con nervio sobre una pelea en la que dos o tres personajes se juegan la vida. ¿Cuál de los dos platos de la balanza pesa más? Probablemente la respuesta sea que Millenium es, en efecto, “un fresco de la sociedad de su tiempo” (donde ni siquiera falta el misterio Olof Palme, el caso JFK de los suecos) pero el proceso por el cual se llega a ese resultado es un intresantísimo ejercicio de literatura policial.


Larssen vs Mankell

Cuando se habla de un policial sueco se piensa, inmediatamente, en Henning Mankell y su comisario Kurt Wallander. La trilogía de Larssen tiene algunos puntos de contacto, pero muchas diferencias. Mankell presenta una estructura más clásica, una prosa más previsible y cuidada, y tiene un protagonista más sólido que el que logró crear su colega. Larssen le gana en tensión, en crudeza (a veces), y sobre todo en la audacia de jugarse por una novela que no le tenga miedo a ser extensa y salir airosa del intento. Se parecen en los temas que abordan, completamente “societales”, donde lo que pesa no es la maldad individual de un criminal aislado, sino tramas y males sistémicos.
Los protagonistas de ambas sagas ya tienen, además, un rostro. La primera parte de la trilogía Millenium acaba de aparecer en las pantallas de España, con éxito previsible, de la mano de Yellow Bird, una productora que también fue responsable de algunas de las adaptaciones de Mankell. En este terreno Wallander lleva una delantera considerable. El comisario ya ha tenido tres rostros diferentes: el primero –y mejor logrado- fue el del paquidérmico Rolf Lassgard. El segundo rostro fue el del anodino Krister Henriksson, para una serie de televisión en la cual no se adaptaban novelas de Mankell sino historias inspiradas en sus personajes. En este caso los actores secundarios, en especial Ola Rapace en el rol de Stefan Lindman, son los que hacen un mejor trabajo. La versión más reciente es la de la BBC (atento Invernizzi) con Kenneth Branagh en el rol protagónico. Son sólo tres las novelas adaptadas por la televisión pública británica en 2008, pero el resultado está incluso por encima de su estándar habitual de calidad.

Artículo de Roberto López Belloso, publicado en Brecha en setiembre de 2009.

Etiquetas: ,