Una mirada sobre Ismail Kadaré
Prishtina, la capital de Kosovo, es una ciudad que no llega a ser kafkiana. Aunque es la capital de un país en vías de reconocimiento, su ritmo es indudablemente provinciano. El olor ácido de la envejecida central eléctrica que recuerda los años del socialismo real, se contradice con el olor a grasa chamuscada que sale de los locales de comidas rápidas, con los que se pretende reafirmar la alianza con Occidente. Unos quilómetros al norte, el puente de Mitrovica separa los barrios albaneses de los serbios. El puente roto, dividido, ha sido siempre una metáfora de los Balcanes. Puentes que recuerdan, en su tensión metálica o de hormigón, que hay dos orillas y que esas dos orillas, que podrían estar unidas, están quebradas la una para la otra. La obra de Kadaré también tiene su puente.
Con sus limitaciones incluso podría decirse que es una obra que se planteó a sí misma como puente, entre la tradición occidental y el aislamiento de Albania (El expediente H), entre la Albania que todavía no estaba aislada y el resto del campo socialista (Los dioses de la estepa), entre el carácter cristiano originario y el bando musulmán finalmente escogido en los cinco siglos de dominio turco (Los tambores de la lluvia). Aunque los puentes concretos de Kadaré, por ejemplo el de la novela El puente de tres arcos, tienen menos de la épica de El puente sobre el Drina del yugoslavo Ivo Andric y, al menos a primera vista, son a su vez un puente con otras construcciones metafóricas, como la muralla china, de Kafka. Podría decirse de ese modo si el adjetivo kafkiano, tantas veces usado para la obra de Kadaré, no le quedara algo grande a un autor tan desparejo como el albanés. En cierta forma Kadaré es a Kafka lo que el alma de Prishtina al alma de Praga. Una versión menor pero que no por eso deja de ser un recordatorio, una referencia.
El Príncipe de Asturias de este año es un reconocimiento que sabe a poco para un autor que en el 2000 era señalado como casi seguro candidato al Nobel., y que le llega una década después de terminada la guerra de Kosovo, a consecuencia de la cual todavía hay 3000 albanokosovares y de 800 serbokosovares desaparecidos. Es difícil tener ese dato ante los ojos y no pensar en algunas de las novelas de Kadaré donde el mundo de los muertos que interactúa con el de los vivos para cuestionarlo, para ayudarlo a mirarse sin velos, para darle valor o aleccionarlo. Puede ser, por supuesto, el hermano que sale de su tumba y hace una larga travesía para cumplir con la “besa”, esa sagrada palabra empeñada del ámbito balcánico, y que es el eje de El viaje nupcial, pera también la batalla casi surrealista que libra el protagonista de El general del ejército muerto, que intenta encontrar los cuerpos de los soldados que murieron en una guerra indefinida que parece que acaba de terminar, pero que en realidad no terminará nunca hasta que él encuentre la última tumba sin nombre del último soldado anónimo.
Sin embargo, es en Spiritus donde este diálogo entre muertos y vivos adquiere su voz mejor lograda. Como casi todas las novelas de Kadaré esta es despareja, contiene momentos brillantes y otros que parecen haberse escrito de apuro, y obliga a superar unas primeras páginas que son lo suficientemente maniqueas como para desalentar a cualquier lector riguroso. Pero es necesario seguir adelante, como hacen los personajes de Kadaré. A medida que el lector se interna en el libro encuentra esa combinación típicamente kadaretiana de trama policial, literatura fantástica y novela política. Algo tan concreto como el miedo a una dictadura, en la narrativa de Kadaré se deconstruye, se vuelve un gas (en el sentido que le da Christian Ferrer a las nuevas formas de dominación de la era posindustrial) y se cuela en todas partes, al punto que también la resistencia puede volverse incorpórea y los servicios de seguridad pueden encontrarse, de pronto, persiguiendo la huella de una voz en una grabación sin saber si es la voz de alguien vivo o del hombre que acaban de matar. En esas circunstancias, los pequeños micrófonos que se instalan en las solapas de los abrigos en la ropería de un teatro donde está teniendo lugar la representación de una obra de Chejov, se vuelven fetiches animados.
Pese a lo desparejo, pese a la sobreproducción, pese incluso a cierta necesidad de “trabajar de escritor” en un medio hostil, Kadaré, al menos literariamente, nunca se traicionó a sí mismo. Y lo que no es poco, prohijó un puñado de libros que cualquiera puede leer con la seguridad de que le dejarán con la sensación de estar ante libros únicos y potentes. La maestría de Kadaré está en cómo en todos sus libros, los buenos y los menores, logra mantener un estilo, un tono, en escenarios tan disímiles como la Albania del régimen de Enver Hoxa en plena doble guerra fría (la de Occidente con la Unión Soviética pero también esa de menor duración –pero en la que los albaneses quedaron congelados como si no se hubieran enterado de su final- entre soviéticos y chinos) o la larga noche de la resistencia balcánica a la dominación turca. No hay duda de que Kadaré hizo más libros de los que debía en caso de que quisiera atenerse a un concepto de “obra sólida”. Nada menos rulfiano que la catarata de libros que con ritmo de best seller produjo Kadaré durante la mayor parte de sus años de “escritor en activo”. La razón puede encontrarse en el modo en que los regímenes autoritarios de Europa del Este coptaban a los escritores, les borraban sus aristas más críticas y los ponían (con una combinación a veces sutil y a veces burda de amenazas y lisonjas) a “trabajar de escritores”. Entonces pasar un año sin producir podía implicar perder el empleo, o sea, todo. Por eso Kadaré era aceptado. Por supuesto que era una presencia incómoda porque escribía con cierto aire que daba la posibilidad del siempre peligroso doble sentido, pero necesaria por el modo en que daba una voz literaria a la nación albanesa, esa que Hoxa quería exaltar no sólo por tic de gobernante autoritario sino para levantar una “peculiaridad nacional” frente a la generalización internacionalista que dominaba en las partituras que desde Moscú se quería hacer tocar.
Si Hoxa estaba haciendo una experiencia política paranoica, sociopática y aislada, no sólo necesitaba casamatas de hormigón sino también casamatas que actuaran a nivel de lo simbólico. Pero incluso en esos contextos los servicios de control político ejercían con maestría una de las funciones que históricamente se les ha dado mejor: la crítica literaria. No extraña entonces que uno de sus mejores libros, El Palacio de los sueños, haya sido prohibido cuando ya estaba en las librerías, debido a que alguno de los funcionarios de Hoxa encontró en sus páginas lo que efectivamente había: una crítica dura a un régimen sin alma.
Probablemente si en vez de haber nacido en Albania lo hubiera hecho en el seno de una familia serbia o montenegrina, la tonalidad de su literatura hubiera tendido naturalmente hacia la épica. La tragedia de su pueblo que refleja en sus libros, nunca es la epopeya de Migraciones de Milos Cernianski, el mayor novelista serbio. Mientras en Cernianski los derroteros individuales apenas son un medio para narrar la singladura de un pueblo, en Kadaré lo colectivo es una luz que permite mostrar de un modo diferente los claroscuros de la peripecia individual. Si en El viaje nupcial todo se construye en torno a la palabra que un hijo da a su madre de que irá a buscar a la hija pródiga y la traerá de regreso, y ni siquiera la muerte podrá contra el valor de esa promesa, en Tres cantos fúnebres por Kosovo la “besa” es una “besa étnica”, esa palabra que se empeña desde antes de la cuna sólo por haber nacido de un lado u otro en la interminable repetición de la batalla de 1389, esa que “del otro lado” lleva a los serbios a no olvidar la derrota porque olvidarla sería olvidarse como serbios. Los rapsodas de Tres cantos saben que esa batalla en la que los turcos derrotaron a los serbios y empezaron un dominio de cinco siglos, que también fue dominio del islam sobre la cristiandad, dejó el drama y la épica para los serbios y le reservó a los albaneses un destino trágico. Pudieron prosperar bajo el dominio turco (El palacio de los sueños es una excelente novela sobre una familia de visires albaneses al servicio de los otomanos) a pesar de mantener como héroe nacional a un caballero rebelde contra esos mismos turcos (Kadaré también tuvo tiempo para este momento histórico en Los tambores de la lluvia, una obra menor). Kadaré no olvida que haber estado del lado de los otomanos fue también un gesto de sobrevivencia. “Qué oscura niebla nos envuelve, levantaos albaneses o Kosovo se lo queda el eslavo” dice el rapsoda de Tres cantos, como contracara de la otra mirada, que él mismo es el que canta cuando había dicho, instantes antes, ”espesa niebla cubre el campo de los Mirlos; alzaos serbios, los albaneses nos arrebatan Kosovo”.
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