15 septiembre 2003

Después del Muro

Durante la Guerra Fría, la mayoría de lo que occidente y el mundo socialista sabían sobre “el otro lado”, estaba teñido por la propaganda. La visibilidad era tan baja, que las metáforas que se acuñaron en ese tiempo hablaban de cortinas de hierro y telones de acero. Cuando a mediados de los ochenta se comenzó a vivir un proceso de cambios internos en la Unión Soviética, una de las palabras de moda, glasnot, también refería a la opacidad, aunque por negación. Esta transparencia era más una expresión de deseo que una realidad. Ni siquiera los expertos estaban a salvo de la omnipresente opacidad, como quedó demostrado cuando los servicios de inteligencia occidentales no supieron prever el desplome del viejo enemigo soviético.

Esa difusa neblina dio paso, en los primeros años de los noventa, a una claridad cegadora. De pronto las cámaras de las grandes cadenas de televisión franqueaban las fronteras antiguamente vedadas, y estaban en cada ciudad en la que se tiraba abajo una estatua de Lenin. Esa atención, arrolladora y superficial, sufrió el proceso natural de todo hecho noticioso: aparición abrupta, desarrollo, clímax y desaparición. Los países del antiguo bloque socialista habían ingresado uno tras otro al esquema de economía de mercado y democracia representativa, y lo habían hecho, con la sola excepción de Yugoslavia, de un modo pacífico. Historia terminada.

Pero la realidad es más compleja. Hace quince días el Banco Mundial presentó su informe “Transición, los diez primeros años”. Como ya lo había reconocido el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1999, esa transición fue, en muchos casos, una depresión. Ahora, a comienzos del 2002, el Banco Mundial cuantificó las pérdidas en producto bruto, calidad de vida y nivel de equidad, que sufrieron los países del ex bloque socialista en el salto a la economía de mercado. Para que se entendiera exactamente de qué se estaba hablando, el Banco Mundial comparó esta situación con la más conocida de las crisis de la economía moderna: la Gran Depresión de los años treinta, que siguió al derrumbe de Wall Street de 1929. En aquel momento Estados Unidos vio como su producción acumulaba pérdidas porcentuales de 27 puntos. Hoy, los países de la ex Unión Soviética, con excepción de los Bálticos, perdieron el doble de lo que los norteamericanos habían perdido en aquel período crítico. Algunas repúblicas ex soviéticas, como Georgia, perdieron casi el triple de su nivel de producción anterior al fin del socialismo.

¿Qué significan estas cifras en la vida cotidiana de las personas? Peor calidad de vida y más inequidad. El mismo documento del Banco Mundial asegura que en el momento final de la economía comunista, uno de cada sesenta soviéticos era tan pobre que debía vivir con un dólar por día. Tras diez años de reformas económicas de mercado, esta cifra de pobres se multiplicó por tres. En Armenia, en Rusia, en Tayikistán y en Ucrania, el nivel de inequidad, medido por el llamado coeficiente Gini, se duplicó. Estas cifras, sin embargo, encierran su propia opacidad. Los autores del informe reconocen que la situación puede ser incluso peor que lo que sugieren los estándares internacionales para medir la pobreza.

Hay otros hilos más sutiles que se han perdido para siempre en la trama de la economía de las sociedades del Este, y que son difíciles de leer con los indicadores habituales de la economía. Hilos de una trama que ofrecía lo que ha quedado enterrado en el pasado: seguridad vitalicia dentro de los limitados horizontes de la economía soviética. Al analizar las causas posibles del alarmante crecimiento en el índice de suicidios, el PNUD se acercó más que el Banco Mundial a los efectos concretos de esta seguridad perdida.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha en setiembre de 2003)

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