28 febrero 2003

El miedo a la sed

La obsesión de los iraquíes no es el petróleo. Es el agua. Los fabricantes clandestinos de bidones de plástico han inundado el mercado negro, y la gente los amontona en todas las habitaciones de sus casas, repletos de agua. La imagen de la Deutsche Welle de un vendedor de bidones atando una quimérica aglomeración de recipientes al cuadro de su bicicleta, hace pensar en esa otra construcción de cuatro mil años atrás, levantada a 90 kilómetros de Bagdad, en la ciudad de Babilonia, la bíblica Babel, que alguna vez gobernó Hammurabi. O también puede verse como parte de una secuencia que completa aquella otra foto de bidones en racimo, éstos atados a la espalda de un niño de Sarajevo que mira a la cámara con una mezcla de resentenimiento y angustia, porque sabe que en unos instantes, mientras el fotógrafo permanecerá a resguardo, él deberá iniciar una carrera desesperada hacia una canilla situada bajo el fuego de los sitiadores.

Las imágenes de las guerras tienen algo de ya visto, que toca al espectador haciendo equilibrio en esa cuerda floja que va del acostumbramiento indiferente al collage zen, sensación repentina de que los distintos fragmentos tomados en tiempos y lugares diferentes no son otra cosa que fotogramas de una misma historia. La ejecución sumaria del prisionero vietcong con una bala en la sien disparada por un general sudvietnamita en las calles de una Saigón devastada. El miliciano que se desploma con los brazos abiertos alcanzado por la espalda en España. La leona atravesada por un haz de flechas de los relieves mesopotámicos encontrados en yacimientos iraquíes, y que ahora puede verse en una de las salas más sobrecogedoras del Museo Británico.

El reportaje de la Deutsche Welle quiere revelar el modo en que los iraquíes esperan el ataque inminente de Estados Unidos. Como todo periodista con poco tiempo para lograr una inmersión en la vida cotidiana del hombre de la calle, el enviado alemán opta por el atajo habitual: convierte a un taxista en personaje de su historia. Como todo taxista que se deja entrevistar, Ahmed jura que no siempre fue taxista. Curiosamente no se dice ingeniero, como prefieren hacer los choferes balcánicos, sino que cuenta un pasado de capitán de buques mercantes, una historia seguramente larga que la sala de edición jibariza hasta transformarla en un titular de un par de segundos. Lo que importan son las imágenes de Ahmed en la cocina de su casa, envuelto como siempre en su turbante roiblanco a cuadros, pero ya sin lentes de sol imitación Rayban, comiendo un ensopado con uno de sus hijos y comentando los sucesos del día con su esposa. A renglón seguido, Ahmed muestra su tesoro escondido: una cisterna de barro con aspecto de gigantesca vasija, en la que guarda decenas de litros de agua. Cuando Estados Unidos comience su campaña aérea lo primero que se cortará será el suministro eléctrico, y sin electricidad no se podrá bombear agua desde los pozos, y los iraquíes deberán enfrentar el peor de sus fantasmas: la sed.

Luego es el turno de un paneo por los barrios adinerados, en los que la gente sigue casándose los jueves en medio de un mar de nieve artificial que los invitados lanzan unos sobre otros con spray portátiles. Lo único que ha cambiado, dice el novio, sonriente, son las trincheras que se han improvisado en cada esquina con bolsas de arena y que cuidan guardias privados. No son para detener a los estadounidenses, sino a los posibles saqueos que se produzcan durante los momentos sin ley que precedan a la supuesta entrada de los marines en la ciudad.

El mayor miedo para las clases privilegiadas de origen sunni, sin embargo, es que los primeros en entrar sean los kurdos, una etnia tradicionalmente oprimida por Saddam. Los kurdos están entrenando a cien mil hombres para atacar al Ejército iraquí apenas comience la guerra. Estados Unidos intenta jugar a dos puntas. Esa presencia de tropas motivadas y conocedoras del terreno le sirve para disminuir las posibles bajas estadounidenses en el combate terrestre, pero por otra parte tiene la presión turca para evitar que los kurdos se beneficien de la caída de Hussein. Casi un calco de lo que ocurrió en Afganistán, cuando Estados Unidos utilizó a la Liga del Norte para combatir a los talibán, pero debió evitar que aprovecharan el vacío de poder, ya que eso no era visto con buenos ojos por Pakistán, el aliado fronterizo que en aquel momento cumplió el rol que ahora le cabe a Turquía.

La revista brasileña Veja calificó a Irak como "la Yugoslavia del Mundo Árabe", por el polvorín étnico que representa. Y en ese escenario los kurdos son la principal preocupación, para tirios y troyanos. Muchos analistas han interpretado la concentración de tropas turcas en la frontera con Irak como una presión para evitar que los kurdos declaren una República del Kurdistán en la zona en la que son mayoría. El 17 por ciento de los iraquíes son kurdos: cuatro millones de personas. Si ellos declaran un Kurdistán independiente, la estabilidad de la región se vería seriamente comprometida, con millones de kurdos viviendo en Irán y Turquía, en áreas que reclaman como parte de ese Kurdistán. Además de cuidar la sensibilidad turca, Estados Unidos tiene que tener en cuenta que en las zonas kurdas de Irak podrían quedar comprendidas importantes reservas petroleras.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha en febrero de 2003)

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