Etiopía-Eritrea: los príncipes rivales
“Yo siempre recordaré mi primera visión aérea de la aterradora belleza de las trincheras”, escribió Lydia Lobenthal, una de las primeras funcionarias de Naciones Unidas en llegar a la frontera entre Etiopía y Eritrea. Ambos países habían comenzado una nueva guerra en 1998. Dos años y cien mil muertos más tarde firmaron una paz que todavía hace equilibrio en esa delgada y filosa cuerda que separa el papel de la realidad. La BBC dibujó unas líneas punteadas en el mapa de esa frontera. Las rojas son la versión etíope. Las líneas negras corresponden a la cartografía eritrea. El espacio entre ambas es tierra de nadie. Desde allí, una fuerza de paz de Naciones Unidas –incluido un helicóptero con cascos azules uruguayos- mantiene a los bandos separados.
Parece una fatalidad. Como en un trágico deja-vu, el nacimiento de un Estado sigue estando acompañado del olor de la pólvora. Luego de su primera guerra de independencia, cuando su nacionalismo se desató del corsé con el que lo había sujetado la versión africana de la Guerra Fría, todo hacía prever que Eritrea quedaría a salvo de ese destino: quienes habían apoyado a los rebeldes eritreos en su lucha independentista, eran los mismos que habían accedido luego al poder en Etiopía. Aparente garantía de buena vecindad. Pero no fue así. Una combinación de lucha por el control de recursos naturales escasos, y de las respectivas pulseadas por espacios internos de poder en ambos países, volvió a enfrentar a los vecinos. Esa nueva guerra es la que ahora está terminando.
Poniendo en la balanza las causas esgrimidas por los bandos beligerantes (unos kilómetros de terreno, la soberanía sobre una aldea, la política monetaria) y por los analistas (recursos naturales, política tribal), es difícil evitar la sospecha de que esos argumentos se saltean una parte importante de la explicación. Territorio, moneda, poder...agreguémosle en otros casos lengua y cultura; son elementos esenciales de esa compleja combinación de coerción y consenso que llamamos Estado. Coerción física y coerción simbólica. La guerra entre Eritrea y Etiopía fue una de esas guerras que los periodistas occidentales nos vemos tentados con facilidad a calificar de “inexplicables”. Es cierto a primera vista resulta difícil entender cómo pueblos que viven en la miseria destinan suculentas tajadas de sus presupuestos a gastos militares para iniciar guerras por franjas de terreno que no valen nada. A segunda vista todo lector atento lo sabe: no están peleando por lo que ese territorio tiene de concreto, sino por la abstracción que simboliza. En ese sentido, cabría atribuirle a la causalidad de la guerra etíope-eritrea el postulado de Pierre Bourdieu: “El Estado naciente debe afirmar su fuerza física en dos contextos diferentes: en el exterior, en relación con los otros Estados, actuales o potenciales (los príncipes rivales), en y por la guerra por tierra –que impone la creación de ejércitos poderosos-; en el interior, en relación con los contra-poderes (príncipes) y las resistencias (clases dominadas)”.
Mientras tanto, el principal punto de disputa que todavía desvela a los negociadores, la aldea fronteriza de Badme, sigue con su vida de todos los días, poblado de enflaquecidos niños mirando fijamente la cámara de la BBC. No es verosímil que todos los niños africanos sean así –basten como prueba las maravillosas imágenes llenas de vitalidad y belleza, y de sensualidad cuando de adultos se trata, que pueblan los 18 cuadernos de Dan Eldon, ese fotógrafo de Reuters con una vida digna de Rimbaud, muerto a los 21 años lapidado por una turba somalí- es más lógico pensar que ese mirar ausente y extrañado que los informativos endilgan a los infantes aficanos, tiene más que ver con el estereotipo que habita en el imaginario de los editores de telenoticieros. Pero la BBC es la única ventana desde la que pueden verse las calles de Badme. Y allí están los infaltables niños enflaquecidos mirando fijamente la cámara, en este caso acompañados de esqueléticos terneros de cebú, con una línea de chozas de madera como decorado de fondo. No es fácil encontrar a Bourdieu detrás de esas imágenes. Pero allí están. Él y su postulado.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 14 de febrero de 2003)
Parece una fatalidad. Como en un trágico deja-vu, el nacimiento de un Estado sigue estando acompañado del olor de la pólvora. Luego de su primera guerra de independencia, cuando su nacionalismo se desató del corsé con el que lo había sujetado la versión africana de la Guerra Fría, todo hacía prever que Eritrea quedaría a salvo de ese destino: quienes habían apoyado a los rebeldes eritreos en su lucha independentista, eran los mismos que habían accedido luego al poder en Etiopía. Aparente garantía de buena vecindad. Pero no fue así. Una combinación de lucha por el control de recursos naturales escasos, y de las respectivas pulseadas por espacios internos de poder en ambos países, volvió a enfrentar a los vecinos. Esa nueva guerra es la que ahora está terminando.
Poniendo en la balanza las causas esgrimidas por los bandos beligerantes (unos kilómetros de terreno, la soberanía sobre una aldea, la política monetaria) y por los analistas (recursos naturales, política tribal), es difícil evitar la sospecha de que esos argumentos se saltean una parte importante de la explicación. Territorio, moneda, poder...agreguémosle en otros casos lengua y cultura; son elementos esenciales de esa compleja combinación de coerción y consenso que llamamos Estado. Coerción física y coerción simbólica. La guerra entre Eritrea y Etiopía fue una de esas guerras que los periodistas occidentales nos vemos tentados con facilidad a calificar de “inexplicables”. Es cierto a primera vista resulta difícil entender cómo pueblos que viven en la miseria destinan suculentas tajadas de sus presupuestos a gastos militares para iniciar guerras por franjas de terreno que no valen nada. A segunda vista todo lector atento lo sabe: no están peleando por lo que ese territorio tiene de concreto, sino por la abstracción que simboliza. En ese sentido, cabría atribuirle a la causalidad de la guerra etíope-eritrea el postulado de Pierre Bourdieu: “El Estado naciente debe afirmar su fuerza física en dos contextos diferentes: en el exterior, en relación con los otros Estados, actuales o potenciales (los príncipes rivales), en y por la guerra por tierra –que impone la creación de ejércitos poderosos-; en el interior, en relación con los contra-poderes (príncipes) y las resistencias (clases dominadas)”.
Mientras tanto, el principal punto de disputa que todavía desvela a los negociadores, la aldea fronteriza de Badme, sigue con su vida de todos los días, poblado de enflaquecidos niños mirando fijamente la cámara de la BBC. No es verosímil que todos los niños africanos sean así –basten como prueba las maravillosas imágenes llenas de vitalidad y belleza, y de sensualidad cuando de adultos se trata, que pueblan los 18 cuadernos de Dan Eldon, ese fotógrafo de Reuters con una vida digna de Rimbaud, muerto a los 21 años lapidado por una turba somalí- es más lógico pensar que ese mirar ausente y extrañado que los informativos endilgan a los infantes aficanos, tiene más que ver con el estereotipo que habita en el imaginario de los editores de telenoticieros. Pero la BBC es la única ventana desde la que pueden verse las calles de Badme. Y allí están los infaltables niños enflaquecidos mirando fijamente la cámara, en este caso acompañados de esqueléticos terneros de cebú, con una línea de chozas de madera como decorado de fondo. No es fácil encontrar a Bourdieu detrás de esas imágenes. Pero allí están. Él y su postulado.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 14 de febrero de 2003)
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