Varsovia y el museo de las catacumbas
Con su pasado arquitectónico borrado de la faz de la tierra por causa de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, Varsovia tiene, gracias a la pericia con que fue reconstruida, un simulacro de centro antiguo. No hay nada de engaño en ese simulacro, ya que los folletos turísticos y los paneles informativos que están emplazados en cada sitio de interés hacen permanente referencia a que no se trata de la ciudad original.
Hay una suerte de orgullo nacional en eso, una insistencia en el carácter de hogar levantado desde las cenizas muy coherente con lo que ha sido la historia de Polonia. Las postales que tienen más éxito entre los visitantes son aquellas que, como los anuncios de tratamientos para adelgazar, muestran "el antes y el después", utilizando fotografías de la ciudad destruida junto a otras posteriores a la reconstrucción. El efecto es sorprendente, y caminando por las estrechas calles del supuesto barrio histórico, se tiene la sensación de estar verdaderamente paseando entre edificios con siglos sobre sus espaldas y no entre modernas construcciones de apenas unas cuatro o cinco décadas.
Varsovia incluso puede ofrecer un castillo a sus visitantes. La honestidad de la reconstrucción es tal, que el castillo no fue llevado a su etapa medieval o gótica, períodos que "venden mejor" en el imaginario turístico, sino que se dejó tal y como estaba al momento de caer la primera bomba, con un aspecto barroco que se debe a los soberanos más modernos. El resultado es una serie de salas, en su mayoría de mal gusto, decoradas en un estilo versallesco pero sin la fastuosidad del Versailles francés. No importa esta desilusión momentánea, ya que el verdadero viaje al pasado que ofrece el castillo de Varsovia no está en su arquitectura ni en lo que alojan sus salas. Es mucho más vivo y más inquietante que eso.
Si se llega en las primeras horas de la mañana en un día de finales de otoño, es casi seguro que el visitante no tendrá la compañía de otros turistas. Empezará descendiendo unas escaleras hasta la ropería y desde allí ingresará en el laberinto de salas. En cada una de las decenas de puertas que se abren a su paso hay dos guardianes mujeres, en su mayoría de más de sesenta años de edad. Nunca hay menos que cuatro por sala. No es posible arrancarles una sonrisa ni hacerles una pregunta en otro idioma que no sea el polaco. Y aún así responden de mala gana y dando información falsa para evitar que el visitante vea todas las salas y lograr que se vaya rápido. Al cabo de la visita se cuentan más de sesenta cuidadoras; observadas en conjunto, con su uniforme y su mala disposición, es imposible no pensar en carceleras. Ese ejército de las sombras, excesivo para los fines de cuidar las escasas piezas del museo, demasiado numeroso para cualquier política de racionalidad en los gastos de la institución, permite que la fantasía elabore las más rebuscadas explicaciones sobre los motivos de su existencia.
Es posible imaginar al nuevo director del castillo sentado en su escritorio rumiando una solución para un museo en el que prácticamente no hay nada, pero en el que esa nada se despliega en decenas de salas decoradas con excesos y mal gusto, a cuyo cuidado está asignada una plantilla de decenas de mujeres por encima de la barrera de los sesenta años. Se podría llegar a imaginar, con cierto esfuerzo, la mañana en la que el semblante de preocupación habitual en el nuevo director comienza a cambiar, luego de varios días de pensar en su museo sin encontrar la forma en la que volverlo rentable o al menos útil. Por fin lo sabe: hará de ese elefante blanco, sin decirlo, una metáfora de lo que fue su país en los años del socialismo real. Las gordas y corpulentas cuidadoras, malhumoradas y mal dispuestas, que pasan el tiempo cuchicheando entre sí en los rincones o desplazándose amenazadoras por las salas vacías en las que no hay nada para disfrutar, serán las involuntarias piezas de ese vivo museo de una sociedad opresiva. Para dar el golpe de gracia en su puesta en escena, dispondrá el primer control de tickets de tal forma que el visitante deba, primero, bajar hasta el primer sótano y luego subir a las salas por una escalera secundaria, para que él también sea parte de esa coreografía de las catacumbas. El resultado actual es ese, aunque nunca nadie se lo haya propuesto y ni siquiera exista un "joven director del castillo de Varsovia preocupado por su suerte".
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
Hay una suerte de orgullo nacional en eso, una insistencia en el carácter de hogar levantado desde las cenizas muy coherente con lo que ha sido la historia de Polonia. Las postales que tienen más éxito entre los visitantes son aquellas que, como los anuncios de tratamientos para adelgazar, muestran "el antes y el después", utilizando fotografías de la ciudad destruida junto a otras posteriores a la reconstrucción. El efecto es sorprendente, y caminando por las estrechas calles del supuesto barrio histórico, se tiene la sensación de estar verdaderamente paseando entre edificios con siglos sobre sus espaldas y no entre modernas construcciones de apenas unas cuatro o cinco décadas.
Varsovia incluso puede ofrecer un castillo a sus visitantes. La honestidad de la reconstrucción es tal, que el castillo no fue llevado a su etapa medieval o gótica, períodos que "venden mejor" en el imaginario turístico, sino que se dejó tal y como estaba al momento de caer la primera bomba, con un aspecto barroco que se debe a los soberanos más modernos. El resultado es una serie de salas, en su mayoría de mal gusto, decoradas en un estilo versallesco pero sin la fastuosidad del Versailles francés. No importa esta desilusión momentánea, ya que el verdadero viaje al pasado que ofrece el castillo de Varsovia no está en su arquitectura ni en lo que alojan sus salas. Es mucho más vivo y más inquietante que eso.
Si se llega en las primeras horas de la mañana en un día de finales de otoño, es casi seguro que el visitante no tendrá la compañía de otros turistas. Empezará descendiendo unas escaleras hasta la ropería y desde allí ingresará en el laberinto de salas. En cada una de las decenas de puertas que se abren a su paso hay dos guardianes mujeres, en su mayoría de más de sesenta años de edad. Nunca hay menos que cuatro por sala. No es posible arrancarles una sonrisa ni hacerles una pregunta en otro idioma que no sea el polaco. Y aún así responden de mala gana y dando información falsa para evitar que el visitante vea todas las salas y lograr que se vaya rápido. Al cabo de la visita se cuentan más de sesenta cuidadoras; observadas en conjunto, con su uniforme y su mala disposición, es imposible no pensar en carceleras. Ese ejército de las sombras, excesivo para los fines de cuidar las escasas piezas del museo, demasiado numeroso para cualquier política de racionalidad en los gastos de la institución, permite que la fantasía elabore las más rebuscadas explicaciones sobre los motivos de su existencia.
Es posible imaginar al nuevo director del castillo sentado en su escritorio rumiando una solución para un museo en el que prácticamente no hay nada, pero en el que esa nada se despliega en decenas de salas decoradas con excesos y mal gusto, a cuyo cuidado está asignada una plantilla de decenas de mujeres por encima de la barrera de los sesenta años. Se podría llegar a imaginar, con cierto esfuerzo, la mañana en la que el semblante de preocupación habitual en el nuevo director comienza a cambiar, luego de varios días de pensar en su museo sin encontrar la forma en la que volverlo rentable o al menos útil. Por fin lo sabe: hará de ese elefante blanco, sin decirlo, una metáfora de lo que fue su país en los años del socialismo real. Las gordas y corpulentas cuidadoras, malhumoradas y mal dispuestas, que pasan el tiempo cuchicheando entre sí en los rincones o desplazándose amenazadoras por las salas vacías en las que no hay nada para disfrutar, serán las involuntarias piezas de ese vivo museo de una sociedad opresiva. Para dar el golpe de gracia en su puesta en escena, dispondrá el primer control de tickets de tal forma que el visitante deba, primero, bajar hasta el primer sótano y luego subir a las salas por una escalera secundaria, para que él también sea parte de esa coreografía de las catacumbas. El resultado actual es ese, aunque nunca nadie se lo haya propuesto y ni siquiera exista un "joven director del castillo de Varsovia preocupado por su suerte".
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
Etiquetas: Crónicas, Detrás del muro, Europa del Este, Polonia
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