El bonzo y el maratonista
Le llamaban la locomotora humana. A los 76 años de edad todavía conservaba el récord de haber sido el único atleta que ganó todas las carreras de fondo en una misma competencia olímpica. Ocurrió en 1952 cuando el checo Emil Zátopek ganó tres medallas de oro en los Juegos de Helsinki. El camino que lo condujo a un total de cuatro medallas de oro y dieciocho plusmarcas mundiales, comenzó cuando el entonces aprendiz de zapatero de 19 años se anotó por aburrimiento en una carrera estudiantil. Tan meditada como esa fue la decisión de correr la maratón en Helsinki. Acababa de ganar su segunda medalla de oro, en los 10 mil metros, y no tenía experiencia como maratonista. Su esposa, que en los mismos Juegos rompió el récord olímpico de lanzamiento de jabalina, lo animó a que lo intentara. Como no sabía qué paso llevar durante la carrera de maratón, simplemente se pegó al favorito y le siguió el ritmo hasta que en los últimos kilómetros lo sobrepasó y quedó como único líder, ganando su tercer medalla de oro y pasando a la historia de los Juegos Olímpicos.
Pero su vida no sólo estuvo marcada por el deporte. Zátopek era Coronel del Ejército Checoslovaco al momento de la invasión de los tanques soviéticos ocurrida en 1968. Y se opuso. En castigo, un año más tarde, durante el llamado período de normalización que siguió a la aplastada Primavera de Praga, fue purgado de las filas militares y obligado a trabajar en una mina. Luego de eso, Zátopek pagó el precio de ser Zátopek. Se esperaba que la Locomotora Humana soportara las penurias del trabajo forzado demostrando la misma resistencia con la que había superado los 42 kilómetros de la maratón que le llevaron el oro olímpico. Pero una cosa es una pista de atletismo y otra muy distinta el socavón de una mina. Entonces Zátopek hizo lo que hicieron muchos otros en su lugar: se retractó. La diferencia estaba en que un ciudadano común podía retractarse sin que todo un país se enterara de su flaqueza. Pero Zátopek no era un ciudadano común.
A partir de ese momento fue compañero de ruta de casi todos los pronunciamientos públicos del régimen comunista de su país. Rechazó públicamente la Carta 77 en la que un grupo de intelectuales reclamaban la vigencia de los derechos humanos, y en 1984 apoyó el boicot soviético a los Juegos Olímpicos de Los Angeles. Afortunadamente para Zátopek, el fin del comunismo no implicó un ajuste de cuentas con su pasado: sus conciudadanos no le castigaron por no haber sido, además de héroe olímpico, un héroe a secas. El Presidente Vaclav Havel, uno de los principales impulsores de la Carta 77 que Zátopek había condenado, le condecoró con la Orden del León Blanco en octubre de 1998.
A pesar de esta suerte de rehabilitación, probablemente Zátopek nunca llegará a tener una plaza céntrica con su nombre. Sí la tiene Jan Palach. Es una plaza amplia e inhóspita, sobre el malecón que bordea el río Voltava, rodeada por los rieles de varias líneas de tranvías, lo que hace más difícil llegar a ella. Tiene a su favor que está situada frente a dos facultades y una sala de conciertos, lo que le da una atmósfera más joven y auténtica que si estuviera en el corazón turístico de la ciudad. Una decisión acertada ya que Jan Palach era un joven. Fue una de las pocas víctimas mortales en las protestas contra el comunismo en la República Checa. A imagen y semejanza de los monjes budistas que se inmolaban contra la guerra de Vietnam, Jan Palach empapó su cuerpo con combustible y se prendió fuego para marcar con su muerte al régimen comunista.
Aunque hoy Palach (foto) es un héroe indiscutido, se tiene la impresión de que su heroísmo resulta, en el fondo, un tanto incómodo y extraño para los checos de fin de siglo. Zátopek despierta la identificación de aquel a quien se puede considerar un compañero de padecimientos, no se lo ve tanto como un traidor sino como un ejemplo más de la tragedia colectiva checa. Tal vez Palach, además de marcar con su martirio al régimen de entonces, también señaló, en parte, al resto de sus compatriotas que aún estando en desacuerdo prefirieron sobrevivir. No debe olvidarse que el plan de Palach era iniciar una cadena de jóvenes-bonzos que con su muerte espectacular obligaran al gobierno a dimitir por la presión interna e internaciónal, y que sólo lo imitó uno de los que estaban involucrados en la idea.
Los jóvenes checos de hoy parecen sentirse más cómodos con otro tipo de héroes. Lo demuestran los miles de velas que se encienden cada mes de noviembre en el pequeño pasaje techado de la Avenida Nacional que recuerda la llamada "Masacre de 1989"; una masacre sin muertos. Una placa con manos extendidas rememora el lugar donde la policía cargó contra los manifestantes que exigían libertades civiles y elecciones democráticas, hiriendo a varios de ellos. Esa es también una ruptura. A su modo, el autosacrificio de Palach es la continuidad con uno de los símbolos de la cultura comunista: el culto al martirio. A su modo, la ausencia de muertos en la "Masacre de 1989" es una ruptura más radical con el pasado.
PS: Zatopek murió a los 78 años.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
Pero su vida no sólo estuvo marcada por el deporte. Zátopek era Coronel del Ejército Checoslovaco al momento de la invasión de los tanques soviéticos ocurrida en 1968. Y se opuso. En castigo, un año más tarde, durante el llamado período de normalización que siguió a la aplastada Primavera de Praga, fue purgado de las filas militares y obligado a trabajar en una mina. Luego de eso, Zátopek pagó el precio de ser Zátopek. Se esperaba que la Locomotora Humana soportara las penurias del trabajo forzado demostrando la misma resistencia con la que había superado los 42 kilómetros de la maratón que le llevaron el oro olímpico. Pero una cosa es una pista de atletismo y otra muy distinta el socavón de una mina. Entonces Zátopek hizo lo que hicieron muchos otros en su lugar: se retractó. La diferencia estaba en que un ciudadano común podía retractarse sin que todo un país se enterara de su flaqueza. Pero Zátopek no era un ciudadano común.
A partir de ese momento fue compañero de ruta de casi todos los pronunciamientos públicos del régimen comunista de su país. Rechazó públicamente la Carta 77 en la que un grupo de intelectuales reclamaban la vigencia de los derechos humanos, y en 1984 apoyó el boicot soviético a los Juegos Olímpicos de Los Angeles. Afortunadamente para Zátopek, el fin del comunismo no implicó un ajuste de cuentas con su pasado: sus conciudadanos no le castigaron por no haber sido, además de héroe olímpico, un héroe a secas. El Presidente Vaclav Havel, uno de los principales impulsores de la Carta 77 que Zátopek había condenado, le condecoró con la Orden del León Blanco en octubre de 1998.
A pesar de esta suerte de rehabilitación, probablemente Zátopek nunca llegará a tener una plaza céntrica con su nombre. Sí la tiene Jan Palach. Es una plaza amplia e inhóspita, sobre el malecón que bordea el río Voltava, rodeada por los rieles de varias líneas de tranvías, lo que hace más difícil llegar a ella. Tiene a su favor que está situada frente a dos facultades y una sala de conciertos, lo que le da una atmósfera más joven y auténtica que si estuviera en el corazón turístico de la ciudad. Una decisión acertada ya que Jan Palach era un joven. Fue una de las pocas víctimas mortales en las protestas contra el comunismo en la República Checa. A imagen y semejanza de los monjes budistas que se inmolaban contra la guerra de Vietnam, Jan Palach empapó su cuerpo con combustible y se prendió fuego para marcar con su muerte al régimen comunista.
Aunque hoy Palach (foto) es un héroe indiscutido, se tiene la impresión de que su heroísmo resulta, en el fondo, un tanto incómodo y extraño para los checos de fin de siglo. Zátopek despierta la identificación de aquel a quien se puede considerar un compañero de padecimientos, no se lo ve tanto como un traidor sino como un ejemplo más de la tragedia colectiva checa. Tal vez Palach, además de marcar con su martirio al régimen de entonces, también señaló, en parte, al resto de sus compatriotas que aún estando en desacuerdo prefirieron sobrevivir. No debe olvidarse que el plan de Palach era iniciar una cadena de jóvenes-bonzos que con su muerte espectacular obligaran al gobierno a dimitir por la presión interna e internaciónal, y que sólo lo imitó uno de los que estaban involucrados en la idea.
Los jóvenes checos de hoy parecen sentirse más cómodos con otro tipo de héroes. Lo demuestran los miles de velas que se encienden cada mes de noviembre en el pequeño pasaje techado de la Avenida Nacional que recuerda la llamada "Masacre de 1989"; una masacre sin muertos. Una placa con manos extendidas rememora el lugar donde la policía cargó contra los manifestantes que exigían libertades civiles y elecciones democráticas, hiriendo a varios de ellos. Esa es también una ruptura. A su modo, el autosacrificio de Palach es la continuidad con uno de los símbolos de la cultura comunista: el culto al martirio. A su modo, la ausencia de muertos en la "Masacre de 1989" es una ruptura más radical con el pasado.
PS: Zatopek murió a los 78 años.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
Etiquetas: Crónicas, Detrás del muro, Europa del Este, R.Checa
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