21 noviembre 2000

Una película presuntuosa

La eternidad y un día, de Theo Angelopoulus, ha concitado el elogio casi unánime de la crítica; la semana pasada desde las propias páginas de Posdata se ensalzó largamente este filme. Se trata de muchas opiniones, algunas de mucho peso, a favor de una película que al firmante de este artículo le parece, sencillamente, un producto presuntuoso y pretendidamente profundo.

Angelopoulos se viste de la mayor solemnidad posible -esa de la que hacen gala los peores momentos de algunos de los poetas griegos más reconocidos, como el Premio Nobel Odiseas Elitis- y trata un tema que toca la esencia de la experiencia vital de una persona, la inminencia de la muerte, pero al cual diluye con pésimos parlamentos embellecidos con imágenes de la fotogénica costa griega. Los diálogos y soliloquios rebosan de lugares comunes logrando que, a su lado, la poética facilista de los afiches románticos que se venden en puestos callejeros aparezca como sofisticada.

El absurdo encuentro del médico con el protagonista en la rambla de Tesalónica, la patética performance fúnebre de los niños de la calle que viven en un edificio en ruinas, el homicida relato de un pequeño refugiado albanés que aconseja atravesar un campo minado arrojando una piedra y caminando hasta el lugar dónde ésta caiga (una buena forma de volar por los aires en alguna de las cuadrículas del trayecto), el inverosímil y provisorio shopping center en el que atildadas parejas estériles compran "a voluntad" niños en edad pre-adolescente, son sólo algunos de sus despropósitos.

Podrá objetarse que se trataba, en todos los casos, de situaciones alegóricas. Peor entonces. Lo que ocurre es que Angelopoulos se equivoca desde el comienzo, cuando un niño pregunta "¿qué es el tiempo, papá?". El realizador juega con fuego y se quema. Para responder al abismo que abre la duda del niño, el director tendría que tener la sensibilidad de un cineasta mayor como Tarkovski o Kurosawa, o hacer como Proust y escribir una novela en siete tomos. Por el contrario, responde con una conmovedora banda sonora y paisajes que cortan el aliento, pero todo eso arruinado por un personaje principal del que no termina de entenderse qué diablos hace que no le presta más atención a su bella esposa, condenándola a escribir cartas de amor que, como todas, son ridículas y patéticas (Pessoa dixit).

Este es, sin embargo, uno de los pocos aciertos de la película: ella le pide desesperadamente que al menos le dedique un día y olvide su trabajo; él parece ofrendarle ese último día antes de entrar a una clínica para enfermos terminales, al menos en el recuerdo porque ella ya ha muerto. Pero tampoco ese día es completo. La mujer debe conformarse con ser una pieza más de un mosaico en el que también están un perro, un niño y otro fantasma. El protagonista puede ser visto como la prueba de la incapacidad humana para alcanzar la felicidad. Ni siquiera esta idea interesante termina de estar bien resuelta. Al igual que la lavada versión del poeta del siglo XIX que incluye en su película, Angelopoulus tiene una rara crisis de memoria: olvidó lo que hizo en La mirada de Ulises e incluso en el juego circular de El viaje de los comediantes; por el contrario recuerda, y muy bien, la también aburrida y grandilocuente Megalexandros.

LA ETERNIDAD Y UN DÍA. Dirección: Theo Angelopoulos. Elenco: Bruno Ganz, Isabelle Ranauld, Ahilleas Skevis.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en noviembre de 2000)

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