El tiempo recobrado
En Montevideo todavía ocurren pequeños acontecimientos culturales. Pequeños si se los compara con los que tienen lugar en Buenos Aires o en algunas capitales europeas. Acontecimientos si se utiliza el criterio justo para nuestra medida provinciana. Uno de ellos es el estreno de El tiempo recobrado, del francochileno Raoul Ruiz.
Se trata de un hecho que oxigena el panorama cultural de la ciudad, que la pone a dialogar con temas, nombres y episodios que forman parte del núcleo de la tradición occidental a la que, aún desde nuestra ubicación periférica, pertenecemos. Dentro de esa tradición, los siete tomos de En busca del tiempo perdido, del francés Marcel Proust, conforman uno de los monumentos literarios más emblemáticos. El tiempo recobrado, que se exhibe en Cinema Paradiso hasta el 12 de noviembre, adapta su tomo final.
No importa que ésta sea una película que sólo convence a medias, que se alargue media hora más de lo necesario, que equivoque el tomo de la obra de Proust elegido para la adaptación, que tenga más afectación que la deseable. No importa, ya que El tiempo recobrado también es una película con abundantes refinamientos de imagen, con un par de excelentes actuaciones (John Malkovich como el barón de Charlus y Pascal Greggory como Robert de Saint Loup) y casi ninguna mala, con varias referencias al tomo de la obra de Proust que realmente debió ser adaptado, y con un gran final. Repetiremos el viejo adagio: todas las buenas películas terminan en el mar. Y en el mar transcurre el impecable final de El tiempo recobrado de Raoul Ruiz.
Sus últimos minutos, desde el momento en que un Marcel Proust de mediana edad se traba en un diálogo imposible con el niño que fue y luego ambos inician un viaje onírico a través de catacumbas pobladas de máscaras y columnas rotas hasta desembocar en una playa, nos recuerdan que estamos en una película del realizador de Las tres coronas del marinero. Nos lo recuerdan, ya que buena parte de las casi tres horas que dura el filme conspiran a favor del olvido de ese detalle.
Marcel Proust: el regreso
Lo central de El tiempo recobrado, título del último de los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, es que vuelve a poner sobre las marquesinas el nombre de un gran escritor. En la literatura pasa lo mismo que con el rock and roll: la avalancha de novedades nos sumerge en la mediocre medianía de un sonido industrial hasta que aparecen gemas como la reedición de la obra completa de Sumo y nos recuerdan que los clásicos siguen siendo el fiel de la balanza. Año a año los anaqueles de las librerías se llenan de nuevos autores y nuevos títulos, pero En busca del tiempo perdido de Proust -una de las obras más citadas y menos leídas, lo que lo emparenta, sólo en eso, con el Ulyses de Joyce- sigue siendo una pieza mayor, que logra el increíble resultado de brindarle al lector siete tomos de esencia de literatura y nada de hojarasca. Ante ese monstruo de siete cabezas era lógico pensar que Ruiz iba a fracasar, como parcialmente fracasó. Menos lógico era pensar que iba a lograr, a pesar de ese fracaso, momentos brillantes, como todos aquellos que transcurren en el hotel de veraneo, en los que logra una atmósfera y una paleta que recuerdan lo mejor de Muerte en Venecia.
Pero la principal virtud de Ruiz es que logra rescatar, en su naufragio, las dos piezas más brillantes de la obra de Proust. Ninguna de las dos pertenecen al séptimo tomo, sino que están en el primero, El camino de Swann. Hablamos de la escena que muestra el sencillo episodio en que la madre del pequeño Marcel acepta acompañarlo en su mismo cuarto por una noche, y de la otra escena en la que un té con magdalenas motiva en el narrador una serie de asociaciones mentales que convierten a esas páginas de En busca del tiempo perdido en uno de los textos de cabecera del psicoanálisis. Eso, por supuesto, sólo está esbozado en las imágenes. Para descubrirlo en su verdadera dimensión hay que ir al libro. Esa es una de las grandes virtudes de la película de Ruiz, y uno de los elementos que transforma a su estreno en un pequeño acontecimiento cultural: su potencialidad para renovar el interés en la obra de Proust. Es cierto que son siete tomos y que las exigencias de la vida moderna se adaptan mejor a los Compactos de Anagrama, pero como decía Mao, una larga marcha empieza por el primer paso.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en octubre de 2000)
Se trata de un hecho que oxigena el panorama cultural de la ciudad, que la pone a dialogar con temas, nombres y episodios que forman parte del núcleo de la tradición occidental a la que, aún desde nuestra ubicación periférica, pertenecemos. Dentro de esa tradición, los siete tomos de En busca del tiempo perdido, del francés Marcel Proust, conforman uno de los monumentos literarios más emblemáticos. El tiempo recobrado, que se exhibe en Cinema Paradiso hasta el 12 de noviembre, adapta su tomo final.
No importa que ésta sea una película que sólo convence a medias, que se alargue media hora más de lo necesario, que equivoque el tomo de la obra de Proust elegido para la adaptación, que tenga más afectación que la deseable. No importa, ya que El tiempo recobrado también es una película con abundantes refinamientos de imagen, con un par de excelentes actuaciones (John Malkovich como el barón de Charlus y Pascal Greggory como Robert de Saint Loup) y casi ninguna mala, con varias referencias al tomo de la obra de Proust que realmente debió ser adaptado, y con un gran final. Repetiremos el viejo adagio: todas las buenas películas terminan en el mar. Y en el mar transcurre el impecable final de El tiempo recobrado de Raoul Ruiz.
Sus últimos minutos, desde el momento en que un Marcel Proust de mediana edad se traba en un diálogo imposible con el niño que fue y luego ambos inician un viaje onírico a través de catacumbas pobladas de máscaras y columnas rotas hasta desembocar en una playa, nos recuerdan que estamos en una película del realizador de Las tres coronas del marinero. Nos lo recuerdan, ya que buena parte de las casi tres horas que dura el filme conspiran a favor del olvido de ese detalle.
Marcel Proust: el regreso
Lo central de El tiempo recobrado, título del último de los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, es que vuelve a poner sobre las marquesinas el nombre de un gran escritor. En la literatura pasa lo mismo que con el rock and roll: la avalancha de novedades nos sumerge en la mediocre medianía de un sonido industrial hasta que aparecen gemas como la reedición de la obra completa de Sumo y nos recuerdan que los clásicos siguen siendo el fiel de la balanza. Año a año los anaqueles de las librerías se llenan de nuevos autores y nuevos títulos, pero En busca del tiempo perdido de Proust -una de las obras más citadas y menos leídas, lo que lo emparenta, sólo en eso, con el Ulyses de Joyce- sigue siendo una pieza mayor, que logra el increíble resultado de brindarle al lector siete tomos de esencia de literatura y nada de hojarasca. Ante ese monstruo de siete cabezas era lógico pensar que Ruiz iba a fracasar, como parcialmente fracasó. Menos lógico era pensar que iba a lograr, a pesar de ese fracaso, momentos brillantes, como todos aquellos que transcurren en el hotel de veraneo, en los que logra una atmósfera y una paleta que recuerdan lo mejor de Muerte en Venecia.
Pero la principal virtud de Ruiz es que logra rescatar, en su naufragio, las dos piezas más brillantes de la obra de Proust. Ninguna de las dos pertenecen al séptimo tomo, sino que están en el primero, El camino de Swann. Hablamos de la escena que muestra el sencillo episodio en que la madre del pequeño Marcel acepta acompañarlo en su mismo cuarto por una noche, y de la otra escena en la que un té con magdalenas motiva en el narrador una serie de asociaciones mentales que convierten a esas páginas de En busca del tiempo perdido en uno de los textos de cabecera del psicoanálisis. Eso, por supuesto, sólo está esbozado en las imágenes. Para descubrirlo en su verdadera dimensión hay que ir al libro. Esa es una de las grandes virtudes de la película de Ruiz, y uno de los elementos que transforma a su estreno en un pequeño acontecimiento cultural: su potencialidad para renovar el interés en la obra de Proust. Es cierto que son siete tomos y que las exigencias de la vida moderna se adaptan mejor a los Compactos de Anagrama, pero como decía Mao, una larga marcha empieza por el primer paso.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en octubre de 2000)
Etiquetas: Cine, Francia, Literatura
<< Home