Caja china
Caja china no es una película china: director de fotografía eslavo, guionista francés, actor principal anglosajón y actor secundario panameño. Pero lo central de este inventario es el realizador, Wayne Wang, un oriental que se siente más a gusto filmando una historia minimalista en una tabaquería de Brookling que haciendo cine testimonial en ese barrio chino de China que es Hong Kong. Para colmo insiste en camuflar de occidental a la actriz principal, que es lo más chino que tiene la película, y le filma su peor perfil durante media película. No busque aquí la capacidad para captar la tragedia individual en medio del drama colectivo que suele prodigar Zhang Yimou, ni la sutileza envolvente de las imágenes de Chang Kaige.
Sin embargo el problema de esta película no está en lo que le falta sino en lo que le sobra. Y básicamente le sobran explicaciones. Uno de los peores defectos de un filme es explicar sus propias metáforas. Cuando casi al final de la historia, la voz en off de la protagonista dice “ahora debo comenzar de nuevo, igual que esta ciudad”, el espectador se da cuenta que eso es lo que había estado molestando a lo largo de toda la película: el director obliga a sus personajes a explicarlo todo. Como si Wang no confiara en la capacidad del espectador para entender el mundo que presenta en sus latas de conserva rellenas de celuloide.
Una de las historias que muestra Caja china, tal vez la potencialmente más interesante, sin duda la que hubiera escogido Yimou de haber estado detrás del proyecto, es la de una pareja que a pesar de amarse no puede pasar de la convivencia al matrimonio ya que el pasado de ella, ex prostituta, conspiraría contra la carrera de él, hombre de negocios. Wang hace intervenir una vez más a la voz en off para explicar con todas las palabras lo que está pasando.
Pero Caja china tiene también otras historias. Está la chica con su medio rostro quemado por el ácido que ofrece rolex robados y mujeres baratas a los turistas occidentales. Y está, sobre todo, la compulsión del actor principal por entender de un modo casi místico esa ciudad en la que vivió tantos años como corresponsal internacional especializado en las oscilaciones de la bolsa de valores. Aquí Wang demuestra que vio bastante cine independiente, roba algunas imágenes interesantes, hace jugar a una cámara de video por delante de la de 35 milímetros y logra un cóctel visual que puede llegar a disfrutarse. Pero no es aconsejable buscar un poco más allá. Quien lo haga se encontrará preguntándose cómo demonios puede asombrarse de un mercado chino un tipo que vivió en Hong Kong durante años; es como si un habitante de estas comarcas se sintiera sorprendido ante el clima de Tristán Narvaja y pretendiera vendernos que eso le parece el “Montevideo oculto”.
Esto me recuerda el diálogo que escuché hace unas semanas. Él le dice en tono de confesión “¿podés creer que todavía no vi Trainspotting?”, a lo que ella responde sin mucho interés “ah”. Él contraataca: “qué fuerte debe ser esa película ¿no?”. Y ella se sale de sus casillas: “¿fuerte Trainspotting?...no, fuerte es Bambi”. A Wayne Wang le pasa lo mismo, cree que para filmar la sordidez del Hong Kong oculto debe ir a los perros de pelea, los carniceros de mercado y las chicas con medio rostro quemado por el ácido. Tal vez debió de haberle pedido consejo a Paul Auster. Aunque por suerte Wang no está solo en Caja china. Si el autor de la Trilogía de Nueva York le salvó la plata en Smoke y nos permitió confundir a Wang con un realizador interesante, acá es la intensidad de la brillante interpretación de Jeremy Irons la que nos puede inducir al error de pensar que el realizador es un tipo profundo.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en octubre de 2000)
Sin embargo el problema de esta película no está en lo que le falta sino en lo que le sobra. Y básicamente le sobran explicaciones. Uno de los peores defectos de un filme es explicar sus propias metáforas. Cuando casi al final de la historia, la voz en off de la protagonista dice “ahora debo comenzar de nuevo, igual que esta ciudad”, el espectador se da cuenta que eso es lo que había estado molestando a lo largo de toda la película: el director obliga a sus personajes a explicarlo todo. Como si Wang no confiara en la capacidad del espectador para entender el mundo que presenta en sus latas de conserva rellenas de celuloide.
Una de las historias que muestra Caja china, tal vez la potencialmente más interesante, sin duda la que hubiera escogido Yimou de haber estado detrás del proyecto, es la de una pareja que a pesar de amarse no puede pasar de la convivencia al matrimonio ya que el pasado de ella, ex prostituta, conspiraría contra la carrera de él, hombre de negocios. Wang hace intervenir una vez más a la voz en off para explicar con todas las palabras lo que está pasando.
Pero Caja china tiene también otras historias. Está la chica con su medio rostro quemado por el ácido que ofrece rolex robados y mujeres baratas a los turistas occidentales. Y está, sobre todo, la compulsión del actor principal por entender de un modo casi místico esa ciudad en la que vivió tantos años como corresponsal internacional especializado en las oscilaciones de la bolsa de valores. Aquí Wang demuestra que vio bastante cine independiente, roba algunas imágenes interesantes, hace jugar a una cámara de video por delante de la de 35 milímetros y logra un cóctel visual que puede llegar a disfrutarse. Pero no es aconsejable buscar un poco más allá. Quien lo haga se encontrará preguntándose cómo demonios puede asombrarse de un mercado chino un tipo que vivió en Hong Kong durante años; es como si un habitante de estas comarcas se sintiera sorprendido ante el clima de Tristán Narvaja y pretendiera vendernos que eso le parece el “Montevideo oculto”.
Esto me recuerda el diálogo que escuché hace unas semanas. Él le dice en tono de confesión “¿podés creer que todavía no vi Trainspotting?”, a lo que ella responde sin mucho interés “ah”. Él contraataca: “qué fuerte debe ser esa película ¿no?”. Y ella se sale de sus casillas: “¿fuerte Trainspotting?...no, fuerte es Bambi”. A Wayne Wang le pasa lo mismo, cree que para filmar la sordidez del Hong Kong oculto debe ir a los perros de pelea, los carniceros de mercado y las chicas con medio rostro quemado por el ácido. Tal vez debió de haberle pedido consejo a Paul Auster. Aunque por suerte Wang no está solo en Caja china. Si el autor de la Trilogía de Nueva York le salvó la plata en Smoke y nos permitió confundir a Wang con un realizador interesante, acá es la intensidad de la brillante interpretación de Jeremy Irons la que nos puede inducir al error de pensar que el realizador es un tipo profundo.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en octubre de 2000)
Etiquetas: China 2000/2005, Cine, Inglaterra
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