13 noviembre 2000

De mendigo a millonario

Un cuento de verano es esa clase de películas que pueden funcionar tanto para quienes buscan una comedia fresca como para el público que prefiere un tipo de cine que no se quede en el entretenimiento sino que sume una experiencia estética y de reflexión. Está en las antípodas de La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos, que fue el anterior filme presentado por el Consejo de los Siete, grupo de críticos que escogen cada mes una obra cinematográfica de entre las que seguramente no llegarían a nuestras carteleras, y la traen al país por medio de Cinemateca Uruguaya para que se exhiba en el circuito comercial. Si La eternidad y un día es un producto presuntuoso que sólo ofrece vacío y lugares comunes, Un cuento de verano aparenta ser un divertimento desinteresado que termina llevando al espectador a cuestionarse sobre la intercambiabilidad y fragilidad del amor, un sentimiento que el discurso socialmente aceptado suele dotar de una solidez que en la vida real tal vez no tenga.

Un joven llega a un balneario francés y se instala en una habitación que le prestó un amigo que no está en la ciudad. El director Rohmer empieza a seguir a su personaje con paciencia pero sin trasladar el costo de ese trabajo al espectador. Luego de dejarlo instalado en su casa, no nos aburre con largos planos de “muchacho que espera que algo pase pero ese algo no sucede nunca”, sino que va arrancando páginas del calendario y con breves situaciones cotidianas que llevan anotado el día en el que ocurren, informa que el protagonista está deambulando por el balneario sin tener nada concreto para hacer y que probablemente espera a alguien. Aquí Rohmer demuestra que si jugara al fútbol sería un perfecto líbero: es lo que la prensa deportiva llama “un excelente tiempista”. Sabe cuando esperar al rival a pie firme en su área y cuando salir a la descubierta para anticipar al delantero y generar un contragolpe.

Eso hace en Un cuento de verano. Esperó el toque intrascendente de media cancha en los primeros minutos de película, dejando que el protagonista y el espectador se sumergieran en la historia. Y cuando fue necesario tomó la iniciativa a través de un segundo personaje, la mesera que está preparando su doctorado en etnología. A partir de ese momento el filme empieza a mostrar el flirteo de los dos jóvenes, con indecisiones varias y algunos equívocos. El muchacho se enreda en su propia inexperiencia y termina, sin saber cómo, con tres chicas a su disposición pero sin poder decidirse por ninguna. No es que no sepa a cuál de las tres prefiere. Lo sabe, pero cambia de opinión como una veleta. Cuando está con una la quiere a ella pero cuando queda cara a cara con cualquiera de las otras enseguida modifica su parecer. Ahora la amigovia que sólo le permite contacto físico en dosis homeopáticas, después la femme fatal que sin embargo no quiere tener sexo, luego la que supuestamente es su mujer ideal pero que lo maltrata caprichosamente.

No es que sea un galán irresistible, se trata más bien de un muchacho tímido y retraído en el medio de una racha que no sabe bien si es de buena o mala suerte. La etnóloga, el personaje más sensato de la película, le dice en un momento: “sos como un mendigo que se despierta millonario”. Aunque por momentos las situaciones son divertidas, se trata de Rohmer y no de Mel Brooks. Por eso el francés aprovecha la confusión de sus personajes para colocar su cámara en el ojo de la tormenta y elaborar un boceto sobre las relaciones que los jóvenes franceses de fin de siglo establecen con el sexo opuesto. Lo extraño es que logre hacerlo tan bien, tomando en cuenta lo diferentes que son estos personajes actuales de lo que fueron los que retrató con un tono similar en El rayo verde o La mujer del aviador. Queda la sensación de que los ejercicios menores de Rohmer que llegaron a Montevideo los últimos años (Las citas de París, o El árbol, el alcalde y la mediateca) fueron un pasatiempo para volver a las grandes ligas con el tercero de la serie Cuentos de las cuatro estaciones, el cual, como es costumbre en Rohmer, funciona de manera independiente.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en noviembre de 2000)

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