El Met en el Solís: Extrañamiento de una tarde de primavera
Cuando el espectador ingresa en un territorio como el Teatro Solís lo hace siguiendo un camino altamente connotado: las marcas arquitectónicas, la disposición del espacio, la impronta de los acomodadores que le indican su asiento. Al entrar queda con un programa en la mano al que intenta dar una rápida mirada, alternando su interés en la lectura con una exploración más o menos profunda de la sala (su techo, las iluminarias, el perfil de las butacas, los otros espectadores), y se prepara para el primer acto.
Con la experiencia de las trasmisiones de la temporada de ópera del Metropolitan de Nueva York, esa normalidad se resquebraja. Para empezar no está ese telón bajo que con su tranquilizador ocultamiento asegura que todo está en orden, que del otro lado hay una mecánica en funcionamiento que en el momento preciso –o con algunos minutos de retraso, eso también está aceptado en el ritual– develará eso que se ha venido a ver. Lo que hay en lugar de la tela es el vacío explícito de una pantalla gigante. Demasiado grande para el sitio. Ocupando elefantiásica todo el ancho y el alto del escenario, como una empalizada que tapa la vista en un paisaje, expropiando el espacio en el que se espera, siempre que se va a un teatro, que transcurra lo escenificado. Pero la pantalla no se encuentra en punto muerto, sino que ya está mostrando imágenes. Lo que muestra es otra “puesta en situación”, con otro techo, otras luminarias, el perfil de otras butacas, otro público que espera. Es un espejo que devuelve una imagen desfasada. Un mundo paralelo con otros esperando lo mismo que, ahora sí, no está en ninguna parte. “Allá estábamos nosotros, ¿te acordás?”, pregunta una mujer a su esposo en la fila de adelante. “No, era un piso más arriba”, le contesta, y la pantalla parece activarse con esas palabras y abre el plano, mostrando que hay más espacio en esa imagen con más gente sentada y revelando ese último anillo donde estuvieron alguna vez. “Qué maravilla Guleghina”, le dice la mujer y con eso le está contestando que sí, que ya se dio cuenta de que ese que creía el último piso no era en verdad el último. Paraíso, le dicen en el Met a lo que acá se le llama gallinero, y esa pantalla, ese espejo desfasado en el espacio, que al público de un teatro de Montevideo le muestra el público de un teatro de Nueva York, para la pareja sentada una fila más adelante es un espejo también desfasado en el tiempo, ya que los muestra a ellos mismos unos años atrás, en la imagen indistinguible de esos puntos que ahora están allá arriba, entonces listos a escuchar a María Guleghina, tal vez interpretando Tosca, así como ahora están esperando por el comienzo de Boris Godunov.
Al pie de la pantalla un reloj va marcando la cuenta regresiva para el comienzo del espectáculo. Lo que se verá a continuación es de una altísima calidad técnica. La imagen en alta definición, una dirección de cámaras muy profesional (tal vez, desde el punto de vista del ritual, sólo podría reprocharse la insuficiencia de planos generales que den la sensación de que se está observando desde una platea, pero los primeros planos –imposibles en un espectáculo que está viéndose in situ, y más imposibles aun para aquella Tosca que en su memoria presenciaba la pareja de la fila de adelante– enriquecen el disfrute del drama épico de Pushkin), un sonido impecable. Al llegar el intervalo –esta versión de Godunov tiene dos– se produce un nuevo quiebre del rito. Una presentadora aborda a los intérpretes apenas salen de escena y les pregunta por lo que acaban de interpretar, como una movilera que detiene a los sudados futbolistas en su camino al vestuario. El joven monje que a lo largo del acto se había convertido en el gigantesco falso zar que hace temblar las bases del poder del imperio con la idea de que un niño asesinado años atrás puede regresar para reclamar su trono, pasa a ser apenas un hombre de carne y hueso que está ahí “haciendo de”. Qué difícil es al regreso del intervalo volver a verlo como Dimitri y no recordar su voz afable de minutos atrás cuando conversaba con la presentadora. Pero el público del Solís puede escapar de ese despropósito de la trasmisión del Met. Puede salir al foyer, comprar un copa de champagne como marca el ritual en los intervalos de una ópera, o mejor un café, que se vuelve necesario tan cerca del mediodía. La pareja de la fila de adelante no se preocupa por ese detalle y prefiere la bebida burbujeante. Él luce una impecable corbata de seda verde con arabescos y ella un traje de noche. La diferencia horaria colabora al extrañamiento y aunque afuera debería ser de noche, brilla un sol impecablemente primaveral.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de octubre de 2010)
Con la experiencia de las trasmisiones de la temporada de ópera del Metropolitan de Nueva York, esa normalidad se resquebraja. Para empezar no está ese telón bajo que con su tranquilizador ocultamiento asegura que todo está en orden, que del otro lado hay una mecánica en funcionamiento que en el momento preciso –o con algunos minutos de retraso, eso también está aceptado en el ritual– develará eso que se ha venido a ver. Lo que hay en lugar de la tela es el vacío explícito de una pantalla gigante. Demasiado grande para el sitio. Ocupando elefantiásica todo el ancho y el alto del escenario, como una empalizada que tapa la vista en un paisaje, expropiando el espacio en el que se espera, siempre que se va a un teatro, que transcurra lo escenificado. Pero la pantalla no se encuentra en punto muerto, sino que ya está mostrando imágenes. Lo que muestra es otra “puesta en situación”, con otro techo, otras luminarias, el perfil de otras butacas, otro público que espera. Es un espejo que devuelve una imagen desfasada. Un mundo paralelo con otros esperando lo mismo que, ahora sí, no está en ninguna parte. “Allá estábamos nosotros, ¿te acordás?”, pregunta una mujer a su esposo en la fila de adelante. “No, era un piso más arriba”, le contesta, y la pantalla parece activarse con esas palabras y abre el plano, mostrando que hay más espacio en esa imagen con más gente sentada y revelando ese último anillo donde estuvieron alguna vez. “Qué maravilla Guleghina”, le dice la mujer y con eso le está contestando que sí, que ya se dio cuenta de que ese que creía el último piso no era en verdad el último. Paraíso, le dicen en el Met a lo que acá se le llama gallinero, y esa pantalla, ese espejo desfasado en el espacio, que al público de un teatro de Montevideo le muestra el público de un teatro de Nueva York, para la pareja sentada una fila más adelante es un espejo también desfasado en el tiempo, ya que los muestra a ellos mismos unos años atrás, en la imagen indistinguible de esos puntos que ahora están allá arriba, entonces listos a escuchar a María Guleghina, tal vez interpretando Tosca, así como ahora están esperando por el comienzo de Boris Godunov.
Al pie de la pantalla un reloj va marcando la cuenta regresiva para el comienzo del espectáculo. Lo que se verá a continuación es de una altísima calidad técnica. La imagen en alta definición, una dirección de cámaras muy profesional (tal vez, desde el punto de vista del ritual, sólo podría reprocharse la insuficiencia de planos generales que den la sensación de que se está observando desde una platea, pero los primeros planos –imposibles en un espectáculo que está viéndose in situ, y más imposibles aun para aquella Tosca que en su memoria presenciaba la pareja de la fila de adelante– enriquecen el disfrute del drama épico de Pushkin), un sonido impecable. Al llegar el intervalo –esta versión de Godunov tiene dos– se produce un nuevo quiebre del rito. Una presentadora aborda a los intérpretes apenas salen de escena y les pregunta por lo que acaban de interpretar, como una movilera que detiene a los sudados futbolistas en su camino al vestuario. El joven monje que a lo largo del acto se había convertido en el gigantesco falso zar que hace temblar las bases del poder del imperio con la idea de que un niño asesinado años atrás puede regresar para reclamar su trono, pasa a ser apenas un hombre de carne y hueso que está ahí “haciendo de”. Qué difícil es al regreso del intervalo volver a verlo como Dimitri y no recordar su voz afable de minutos atrás cuando conversaba con la presentadora. Pero el público del Solís puede escapar de ese despropósito de la trasmisión del Met. Puede salir al foyer, comprar un copa de champagne como marca el ritual en los intervalos de una ópera, o mejor un café, que se vuelve necesario tan cerca del mediodía. La pareja de la fila de adelante no se preocupa por ese detalle y prefiere la bebida burbujeante. Él luce una impecable corbata de seda verde con arabescos y ella un traje de noche. La diferencia horaria colabora al extrañamiento y aunque afuera debería ser de noche, brilla un sol impecablemente primaveral.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de octubre de 2010)
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