10 septiembre 2010

Irán, las complejidades de un peso medio


A pesar de los nueve años transcurridos, Estados Unidos continúa empantanado en Afganistán, el primer país sobre el que se dirigieron las represalias por los ataques del 11 de setiembre de 2001. En el cercano Irak las cosas no le fueron mejor, como lo sugiere el anuncio del fin de las acciones militares, realizado hace dos semanas por el mandatario estadounidense Barak Obama. Los territorios sobre los que se desplegaron aquellas tormentas, tan desiertas en resultados, tenían realidades bien distintas a la iraní. Integrante del “eje del mal” conceptualizado por la administración Bush, Irán es un Estado bien constituido, con una larga tradición burocrática, un sistema político relativamente sano y, dentro de sus reglas peculiares, democrático. Pese a esto, la insistente pulseada por el programa nuclear iraní, las agresivas declaraciones antisemitas de su presidente, la represión de manifestaciones opositoras y la permanente postergación de los derechos de la mujer, hacen de Irán uno de los protagonistas más polémicos de la región.

Como suele suceder con los axiomas mediáticos, en el caso de Irán hay mucho de información fragmentada. Los fenómenos -la teocracia, el sentimiento antioccidental, el surgimiento de Ahmadinejad y el aparente ocaso del reformismo, el distanciamiento entre las capas medias y el gobierno de los ayatolás- se presentan como si emergieran desde esa nada que son los titulares del día. Sin embargo no puede entenderse a Irán sin pensar en la complejidad de una sociedad donde la interpretación teocrática del Islam convive con capas medias más laicas que el promedio de la región, o sin recordar el rol que le cupo a las potencias europeas primero y a Estados Unidos después en la formación del Estado iraní moderno. Esto para no hablar de cómo influye en la actualidad el recuerdo (o el olvido) de la herencia clásica de una Persia que tampoco fue monolítica, sino que fue el resultado de diversas dinastías que gobernaron el imperio –a veces poderoso, a veces tan frágil como un castillo de naipes- con improntas políticas, culturales y religiosas muy distintas.

CONTRADICCIONES INTERNAS Lo primero que se olvida cuando se recurre al axioma de Irán como integrante del “eje del mal”, es que el gobierno de ese país condenó públicamente los atentados del 11 de setiembre. No sólo los sectores reformistas sino incluso su ayatolá máximo. Lo otro que se deja de lado es que no se trata de una sociedad de fanáticos religiosos, ya que sólo el 1,4 por ciento de los iraníes concurren todas las semanas a la “oración de los viernes”, en la que –a veces- la fe se mezcla con la agitación política. Estos datos provienen de Irán, un imperio de la razón, un libro de 2007 que acaba de ser editado en español con el inadecuado título de Irán: una historia desde Zoroastro hasta hoy (Ediciones Turner, Madrid, 2010).

El autor de ese ensayo, Michael Axworthy, profesor de estudios de Oriente Medio de la Universidad británica de Essex, asegura que esa reacción no fue sólo oficial, sino que en las calles de Teherán tuvieron lugar vigilias en solidaridad con las víctimas de los atentados, en parte porque el antioccidentalismo de los iraníes es menor que el de otras poblaciones de la región. El analista se asombra que Washington haya cometido la torpeza de agudizar su retórica anti iraní luego de ese gesto, y sobre todo después de la oferta iraní de mediación en Afganistán primero y en Irak después, un ofrecimiento que en su momento se conoció como “Gran pacto” ya que incluía una posible solución a la crisis nuclear y el reconocimiento de facto del Estado de Israel.

¿Cómo explicar entonces que ese mismo Irán es el que en 2005 votó por Mahmud Ahmadineyad? Si el libro de Axworthy tiene una virtud cardinal es la de no temer presentar las distintas contradicciones de la vida política iraní. Sí, votaron por Ahmadineyad, pero el otro candidato, el que Occidente veía como la esperanza de continuidad del reformismo, Hashemi Rafsanyani, era visto como ejemplo “de lo peor del corrupto compadreo del régimen”. Y Ahmadineyad también tenía sus virtudes. En primer lugar “se pateó las zonas más deprimidas del país, donde hacía años que no habían visto a un político, y puso el dedo en la llaga de los problemas económicos y sociales”. En cuanto a su entusiasmo religioso radical, no debe olvidarse que algunos laicos también lo votaron ya que por primera vez les daba la oportunidad de votar por alguien que no era un mulá.

LA TEOCRACIA La República Islámica es una novedad política para el Islam, al punto que en 1979 muchos líderes religiosos consideraban el concepto que está en su base poco menos que una exageración (por no decir una herejía). Aquél país surgido de la revuelta que derrocó a un monarca que había sido simpatizante del fascismo y que se había transformado en un aliado clave de Estados Unidos en la región (al menos hasta la administración de Jimmy Carter) fue “el resultado ienludible de la acción de las masas, y sus consecuencias inmediatas, que no a largo plazo, la expresión genuina de la voluntad popular”, explica Axworthy. Una revuelta que no fue ajena a la Guerra Fría, ya que tuvo como uno de sus protagonistas al partido Tudeh (de tendencia comunista). Cuando el ayatolá Jomeini regresó de su exilio francés para hacerse cargo de la situación impulsó su concepto de velayat-e faqih, que muy simplificadamente, consistía en aplicar la ley islámica a los asuntos terrenales, algo que “nunca contó con el respaldo unánime de los ulemas iraníes”. Luego de eso, el jomeinismo no sólo transformó el Estado, sino también la religión, subordinándola al poder político y limitando la pluralidad imperante en el chiismo hasta el momento.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en el semanario Brecha, de Uruguay)

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