20 octubre 2005

Nicaragua: deseo y decepción

La segunda mitad de los años ochenta fue para Nicaragua el tiempo de la guerra. Eran los años en que la contra, un ejército irregular financiado por Estados Unidos, intentaba doblegar por las armas al gobierno surgido de la Revolución Sandinista. Para los lectores de Brecha, Nicaragua era uno de los temas centrales de la actualidad internacional. Los que contaban con más años la integraban en una larga cadena de revoluciones victoriosas o derrotadas, o veían los ecos de la Guerra Civil Española en el posterior combate de un ejército popular contra una fuerza invasora más o menos irregular. Los que venían de vivir una década de cárcel no tenían muchas dificultades en conectar a los sandinistas con la Revolución Cubana, protagonista central de los años sesenta. La generación de la resistencia y los más jóvenes no necesitaban puentes. Para ellos había sido Nicaragua, vista por el ojo de la cerradura de los flashes informativos de la controlada televisión uruguaya, la grieta más evidente en los muros que cercaban el Cono Sur.
Ya sea por esta rápida conexión con distintas generaciones, o por los viejos ecos de la gesta de Sandino en la década del treinta, Nicaragua integraba con facilidad el imaginario de lo utópico independientemente de edades y nacionalidades. Y como el internacionalismo también es un atajo para la realización en otros de la utopía propia, Nicaragua se llenó de gente de todas partes. Llegaban brigadas recolectoras de café, médicos, ingenieros, maestros, gente de teatro, milicianos. Los que no podía estar en el lugar organizaban campañas para enviar dinero o lápices, o simplemente le daban su atención a toda noticia que proviniera de aquél país centroamericano.
En el momento en que Brecha hizo su aparición pública, Nicaragua estaba promediando la década de gobierno Sandinista. Ya había vivido la Campaña de Alfabetización, había comenzado la Reforma Agraria, y había organizado la primer elección libre de su historia, en 1984, en la que un 64 por ciento de la población le renovó su confianza al Frente Sandinista (FSLN). Disminuido su efecto por el ruido amplificado de la agresión, por las historias de crueldad y heroísmo que toda guerra trae consigo, esas primeras elecciones han sido arrojadas a un lado. En 1990 hubo nuevas elecciones y esta vez los sandinistas perdieron. Es probable que los lectores de Brecha recibieran la noticia con incredulidad y asombro. Igual se recibió en Nicaragua. En sus memorias, Ernesto Cardenal asegura que sólo Fidel Castro y Tomás Borge habían previsto la derrota. En todo caso, reconocer la victoria de Violeta Chamorro fue, según el ex comandante Luis Carrión, el momento más glorioso del FSLN desde la toma del poder en 1979. No es cierto que las elecciones de 1990 hayan sido una condición impuesta a un gobierno tambaleante. Si bien la guerra estaba desangrando al país y la obligatoriedad del Servicio Militar Patriótico estaba separando al FSLN de buena parte de la población, la contra no tenía capacidad militar de hacerse con el poder, en especial desde la Operación Danto de 1988.
Luego de ese quiebre en el proceso político nicaragüense, el sandinismo siguió teniendo un enorme arraigo popular, tal como lo sugiere el persistente cuarenta por ciento que en cada elección obliga a la derecha a formar alianzas para evitar un regreso del FSLN al poder, o la insistencia de las ciudades del norte, como las legendarias Estelí o Jalapa, en darle la victoria al sandinismo en cada elección municipal. Un arraigo que es a su vez un quiebre, en este caso con el ciclo de deseo y decepción con el que se suelen ver los procesos de cambio desde fuera de fronteras. ¿Por qué esa persistencia? Tal vez una respuesta esté en la combinación de factores que la hicieron única desde el primer día: a la vez que se tenía una voluntad indeclinable de cambiarlo todo, se mantenía un contexto democrático con alianzas impensablemente inclusivas, elecciones plurales, economía mixta, prensa opositora, libertad religiosa.
Luego de esa derrota electoral, la década del noventa fue el momento en que comenzaron a llegar de Nicaragua las peores noticias. Tenían un nombre: “la Piñata”. Con la excusa de que las casas y empresas nacionalizadas no podían dejar a miles de sandinistas en la calle y al FSLN en la pobreza, se aprobaron dos polémicas leyes antes de entregar el gobierno, en las cuales se benefició a los legítimos y justos propietarios de las viviendas que habitaban sin papeles, pero mediante las cuales también se permitió que los dirigentes de la Revolución, con excepciones, comenzaran a enriquecerse a costa de propiedades que eran del Estado. Con la corrupción llegó la decepción y los quiebres y alejamientos del FSLN. También de eso ha pasado casi una década. Enmarcada en esos extremos permanece la atracción de Nicaragua. Una atracción que pauta su cíclica reaparición en el escenario internacional como territorio del deseo y de la decepción.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha en octubre de 2005)

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