El amable pueblo de los taxistas honrados
Si no fuera porque el suyo es un país con renombrados festivales de poesía, de música clásica y de traducción literaria, los macedonios serían el buen salvaje. Allí los taxistas desconocen el significado del verbo timar. Llevan a sus pasajeros recién llegados por el camino más directo y con el contador encendido, y cuando se llega al final de un viaje de diez o quince minutos que no ha costado más de un dólar y medio, redondean la cifra hacia abajo y no hacia arriba, como un gesto de amabilidad.
Da lo mismo si esto ocurre a plena luz del día en el centro de la ciudad, o a la una de la mañana en la estación de trenes. Tampoco importa que el pasajero le diga que aún no tiene moneda macedonia y que sólo puede pagarle en dólares, e incluso aceptan moneda griega sin beneficiarse del tipo de cambio. Un país de Europa del Este en el que los taxistas no estafan a los forasteros merece ser estudiado con detenimiento.
Pero en la Ex República Yugoslava de Macedonia no hay tiempo de detenerse en esto. La esposa del dueño del hotel recibe a los huéspedes con un plato de queso local y un vaso de rakía y los hace pasar a la sala de su propia casa mientras terminan de preparar la habitación, los restaurantes no tienen precios distintos para locatarios y visitantes como sí ocurre en otros países, la empleada de una tienda de souvenirs envuelve la compra en dos y tres papeles de regalo sin que sea necesario pedírselo, el joyero desarma un collar de madreperla y lo rehace pieza tras pieza porque a su cliente le gustó más un broche que estaba en otro colgante, y la adolescente que atiende un café internet se niega a cobrarle la conexión a un turista que acaba de revisar su correo electrónico. No es fácil de entender, pero los habitantes de este país empobrecido por una superposición intermitente de embargos comerciales, no intentan aprovecharse de cada extranjero como si fuera el último, aunque bien podría serlo, ya que cada vez reciben menos turistas por el temor que despierta la sóla mención de la palabra Balcanes.
La primera duda que surge de esta exótica manera de comportarse es cómo es posible que estén al borde de la guerra civil. O más difícil todavía, si Macedonia tiene una composición étnica similar a sus vecinos ex Yugoslavos que se desangraron en luchas internas, ¿este amable pueblo de taximetristas honestos también será capaz de producir asesinos? "La guerra es sólo un negocio; los croatas, los serbios, los macedonios, somos todos iguales", es la respuesta general. Si se insiste un poco comienzan a verse los matices: "somos todos iguales...pero no nos mezclemos". Es inútil preguntar a una madre serbia o macedonia si permitiría a su hija casarse con un albanés. Primero mirará con extrañeza a su interlocutor, segura de que la barrera idiomática le impidió entender correctamente la pregunta. Cuando comprueba que efectivamente fue eso lo que se le preguntó, contestará que no, por supuesto que no, con un dejo de condescendencia hacia la ignorancia del extranjero, ya que a su hija jamás se le ocurriría casarse con un albanés. Ni siquiera se dejará impresionar cuando se le recuerden las cifras de matrimonios interétnicos en la época de la Yugoslavia unida.
La "Gran Yugoslavia", le llaman los serbios ocultando con dificultad las similudes de ese concepto con el de la "Gran Serbia". Pero aún los que siguen entusiasmados con la independencia de Macedonia sienten algo de nostalgia. Al cabo de estar unos días en el país se pierde el miedo de preguntarle a cualquiera sobre cualquier cosa. Nadie se molestará con un forastero aunque la pregunta sea la más inoportuna; el odio se reserva a los del otro bando. Un taxista que decía ser ingeniero y que hablaba en un inglés correctísimo, no ocultaba su animosidad contra el pasado, más concretamente contra el régimen de Tito, ya que su padre había sido uno de los empresarios expropiados por los comunistas. Sin embargo, reconocía que entre la situación actual y la anterior a la independencia mediaba un abismo. Antes de 1991 él podía ejercer su profesión y no tenía que sobrevivir como chofer de taxi; su esposa, doctorada en economía, ganaba 2000 marcos alemanes en los últimos años de la Yugoslavia unida, mientras que ahora debe conformarse con trabajar como empleada de boutique por un sueldo seis veces menor. "Pero al menos tenemos trabajo", aclara.
Otro taxista debía llevar a unos visitantes hasta uno de los monasterios de la capital. Un hombre al que conocían desde hacía menos de dos días se ofreció a indicar el camino; luego de unos minutos de charla en idioma macedonio, que los forasteros no entendían, se puso de acuerdo con el conductor y subió al taxi. En otro país esto podría ser el prólogo de un robo; en Macedonia, sin embargo, todo culminó en un bar cercano en el que todos, conductor incluido, tomaron algo y conversaron durante media hora, hasta que el taxi partió con los visitantes camino al monasterio sin cargar ese tiempo en el precio del viaje.
Esta vez el coche se limitó a dejarlos en la puerta; no pasó lo que a los mismos visitantes les había sucedido una semana antes con otro taxista que los llevaba a otro monasterio y que bajó con ellos, consiguió que un sacerdote les explicara la historia del lugar, sirvió de intérprete e hizo las limosnas rituales con dinero de su propio bolsillo.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
Da lo mismo si esto ocurre a plena luz del día en el centro de la ciudad, o a la una de la mañana en la estación de trenes. Tampoco importa que el pasajero le diga que aún no tiene moneda macedonia y que sólo puede pagarle en dólares, e incluso aceptan moneda griega sin beneficiarse del tipo de cambio. Un país de Europa del Este en el que los taxistas no estafan a los forasteros merece ser estudiado con detenimiento.
Pero en la Ex República Yugoslava de Macedonia no hay tiempo de detenerse en esto. La esposa del dueño del hotel recibe a los huéspedes con un plato de queso local y un vaso de rakía y los hace pasar a la sala de su propia casa mientras terminan de preparar la habitación, los restaurantes no tienen precios distintos para locatarios y visitantes como sí ocurre en otros países, la empleada de una tienda de souvenirs envuelve la compra en dos y tres papeles de regalo sin que sea necesario pedírselo, el joyero desarma un collar de madreperla y lo rehace pieza tras pieza porque a su cliente le gustó más un broche que estaba en otro colgante, y la adolescente que atiende un café internet se niega a cobrarle la conexión a un turista que acaba de revisar su correo electrónico. No es fácil de entender, pero los habitantes de este país empobrecido por una superposición intermitente de embargos comerciales, no intentan aprovecharse de cada extranjero como si fuera el último, aunque bien podría serlo, ya que cada vez reciben menos turistas por el temor que despierta la sóla mención de la palabra Balcanes.
La primera duda que surge de esta exótica manera de comportarse es cómo es posible que estén al borde de la guerra civil. O más difícil todavía, si Macedonia tiene una composición étnica similar a sus vecinos ex Yugoslavos que se desangraron en luchas internas, ¿este amable pueblo de taximetristas honestos también será capaz de producir asesinos? "La guerra es sólo un negocio; los croatas, los serbios, los macedonios, somos todos iguales", es la respuesta general. Si se insiste un poco comienzan a verse los matices: "somos todos iguales...pero no nos mezclemos". Es inútil preguntar a una madre serbia o macedonia si permitiría a su hija casarse con un albanés. Primero mirará con extrañeza a su interlocutor, segura de que la barrera idiomática le impidió entender correctamente la pregunta. Cuando comprueba que efectivamente fue eso lo que se le preguntó, contestará que no, por supuesto que no, con un dejo de condescendencia hacia la ignorancia del extranjero, ya que a su hija jamás se le ocurriría casarse con un albanés. Ni siquiera se dejará impresionar cuando se le recuerden las cifras de matrimonios interétnicos en la época de la Yugoslavia unida.
La "Gran Yugoslavia", le llaman los serbios ocultando con dificultad las similudes de ese concepto con el de la "Gran Serbia". Pero aún los que siguen entusiasmados con la independencia de Macedonia sienten algo de nostalgia. Al cabo de estar unos días en el país se pierde el miedo de preguntarle a cualquiera sobre cualquier cosa. Nadie se molestará con un forastero aunque la pregunta sea la más inoportuna; el odio se reserva a los del otro bando. Un taxista que decía ser ingeniero y que hablaba en un inglés correctísimo, no ocultaba su animosidad contra el pasado, más concretamente contra el régimen de Tito, ya que su padre había sido uno de los empresarios expropiados por los comunistas. Sin embargo, reconocía que entre la situación actual y la anterior a la independencia mediaba un abismo. Antes de 1991 él podía ejercer su profesión y no tenía que sobrevivir como chofer de taxi; su esposa, doctorada en economía, ganaba 2000 marcos alemanes en los últimos años de la Yugoslavia unida, mientras que ahora debe conformarse con trabajar como empleada de boutique por un sueldo seis veces menor. "Pero al menos tenemos trabajo", aclara.
Otro taxista debía llevar a unos visitantes hasta uno de los monasterios de la capital. Un hombre al que conocían desde hacía menos de dos días se ofreció a indicar el camino; luego de unos minutos de charla en idioma macedonio, que los forasteros no entendían, se puso de acuerdo con el conductor y subió al taxi. En otro país esto podría ser el prólogo de un robo; en Macedonia, sin embargo, todo culminó en un bar cercano en el que todos, conductor incluido, tomaron algo y conversaron durante media hora, hasta que el taxi partió con los visitantes camino al monasterio sin cargar ese tiempo en el precio del viaje.
Esta vez el coche se limitó a dejarlos en la puerta; no pasó lo que a los mismos visitantes les había sucedido una semana antes con otro taxista que los llevaba a otro monasterio y que bajó con ellos, consiguió que un sacerdote les explicara la historia del lugar, sirvió de intérprete e hizo las limosnas rituales con dinero de su propio bolsillo.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)
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